Y, sin embargo, se alegraba de haber ido; el tormento que lo echó de su casa, al precisarse, perdió en intensidad, ahora que la otra vida de Odette, la que él sospechó de un modo brusco e impotente en aquel pasado momento, estaba allí, iluminada de lleno por la lámpara, prisionera, sin saberlo, en aquella habitación en donde él podía entrar cuando se le antojara a sorprenderla y capturarla; aunque quizá sería mejor llamar a los cristales como solía hacerlo cuando era muy tarde; así Odette se enteraría de que Swann lo sabía todo, había visto la luz y oído la conversación, y él, que hace un momento se la representaba como riéndose de sus ilusiones con el otro, los veía ahora a los dos, confiados en su error, engañados por Swann, al que creían muy lejos, y que estaba allí e iba a llamar a los cristales. Y quizá la sensación casi agradable que tuvo en aquel momento provenía de algo más que de haberse aplacado su duda y su pena: de un placer de la inteligencia. Si desde que estaba enamorado las cosas habían recobrado para él algo de su interés delicioso de otras veces, pero sólo cuando las alumbraba el recuerdo de Odette, ahora sus celos estaban reanimando otra facultad de su juventud estudiosa, la pasión de la verdad, pero de una verdad interpuesta también entre él y su querida; sin más luz que la que ella le prestaba, verdad absolutamente individual, que tenía por objeto único, de precio infinito y de belleza desinteresada, los actos de Odette, sus relaciones, sus proyectos y su pasado. En cualquier otro período de su vida, las menudencias y acciones corrientes de una persona no tenían para Swann valor alguno; si venían a contárselas le parecían insignificantes y no les prestaba más que la parte más vulgar de su atención; en aquel momento se sentía muy mediocre. Pero en ese extraño período de amor lo individual arraiga tan profundamente, que esa curiosidad que Swann sentía ahora por las menores ocupaciones de una mujer, era la misma que antaño le inspiraba la Historia. Y cosas que hasta entonces lo habrían abochornado: espiar al pie de una ventana, quién sabe si mañana sonsacar diestramente a los indiferentes, sobornar a los criados, escuchar detrás de las puertas, le parecían ahora métodos de investigación científica de tan alto valor intelectual y tan apropiados al descubrimiento de la verdad como descifrar textos, comparar testimonios e interpretar monumentos.
Ya a punto de llamar a los cristales, tuvo un momento de rubor al pensar que Odette iba a enterarse de que había tenido sospechas, de que había vuelto a apostarse allí en la calle. Muchas veces le había hablado Odette del horror que tenía a los celosos y a los amantes que se dedican a espiar. Lo que iba a hacer era muy torpe y se ganaría su malquerencia de allí en adelante, mientras que, en aquel momento, en tanto que no llamara, ella todavía lo quería acaso, aunque lo estaba engañando. ¡Y sacrificamos tantas veces a la impaciencia de un placer inmediato la realización de muchas posibles venturas!
Pero el deseo de averiguar la verdad era más fuerte, y le parecía más noble. Sabía que la realidad de las circunstancias, que él habría podido reconstituir exactamente, aun a costa de su vida, era legible detrás de aquella ventana, estriada de luz, como la cubierta iluminada de oro de uno de esos manuscritos preciosos de tanta belleza artística, que seduce hasta al erudito que los consulta. Y sentía una gran voluptuosidad en aprender la verdad, que le apasionaba en aquel ejemplar, único, efímero y precioso, de una materia translúcida, tan cálida y tan bella. Y, además, la superioridad que sentía —que necesitaba sentir— con respecto a ella, más que de estar enterado era de poder mostrar que lo estaba. Se empinó y dio un golpe. No oyeron, y entonces volvió a llamar, y la conversación cesó. Se oyó una voz de hombre, y Swann se fijó en ella, por si distinguía de qué amigo de Odette era, que preguntó:
—¿Quién es?
No estaba seguro de reconocer la voz. Volvió a llamar, y se abrieron los cristales, y luego los postigos. Ahora ya no había posibilidad de retroceder, y puesto que lo iba a saber todo, para no presentarse con aspecto de infeliz y de celoso con curiosidad, se limitó a gritar con voz alegre e indiferente:
—No, no se molesten; al pasar por ahí he visto luz, y se me ha ocurrido preguntar si estaba usted ya mejor.
Alzó los ojos. Se habían asomado a la ventana dos caballeros viejos, uno de ellos con una lámpara en la mano; a la luz de la lámpara vio, dentro, una habitación que le era desconocida. Y es que, como tenía la costumbre, si iba a ver a Odette muy tarde de reconocer su ventana por ser la única que estaba encendida, se había equivocado, y llamó en una ventana de la casa de al lado. Pidió perdón, se marchó y se fue a su casa, contento de que la satisfacción de su curiosidad hubiera dejado su amor intacto, y de que, después de haber estado simulando hacia Odette una especie de indiferencia, no hubiera logrado, con sus celos, aquella prueba demasiado ansiada que entre dos amantes dispensa a que la posee de querer mucho al otro. Nunca le habló de aquella desdichada aventura, ni él se acordó mucho de esa noche. Pero, a menudo, un giro de su pensamiento tropezaba con aquel recuerdo, sin querer, porque no la había visto; se le hundía en el alma más y más, y Swann sentía un repentino y hondo dolor. Y lo mismo que si se tratara de un dolor físico, los pensamientos de Swann no podían aliviarle nada; pero, por lo menos, con el dolor físico para que, como es independiente del pensamiento, este pensamiento puede posarse en él, comprobar que disminuye, que cesa momentáneamente. Pero aquel otro dolor, el pensamiento, sólo con acordarse de él le volvía a dar vida. No querer pensar en aquello, era pensar más, sufrir más. Y cuando estaba charlando con unos amigos, sin acordarse ya de su dolor, de pronto, una palabra le demudaba el rostro, como le pasa a un herido cuando una persona torpe le toca sin precaución el miembro dolorido. Al separarse de Odette, sentíase feliz y tranquilo, recordaba las sonrisas suyas, burlonas al hablar de otros y cariñosas para con él; pero el peso de su cabeza, cuando la apartaba de su eje para dejarla caer casi involuntariamente en los labios de Swann, lo mismo que hizo la primera noche; las miradas desfallecientes que le lanzaba mientras él la tenía entre sus brazos, al mismo tiempo que apretaba, temblorosa, su cabeza contra el hombro de Swann.
Pero, en seguida, sus celos, como si fueran la sombra de su amor, se complementaban con el duplicado de la sonrisa de aquella noche —pero que ahora se burlaba de Swann y se henchía de amor hacia otro hombre— de la inclinación de su cabeza, pero vuelta hacia otros labios, con todas las demostraciones de cariño que a él le había dado, pero ofrecidas a otro. Y todos los recuerdos voluptuosos que se llevaba de casa de Odette, eran para Swann como «bocetos» o proyectos semejantes a esos que enseñan los decoradores, y gracias a los cuales Swann podía formarse idea de las actitudes de ardor o de abandono que Odette podía tener con otros hombres. De modo que llegaron a darle pena todo placer que con ella disfrutaba, toda caricia inventada, cuya exquisitez señalaba él a su querida; todo nuevo encanto que en ella descubría, porque sabía que, unos momentos después, todo eso vendría a enriquecer su suplicio con nuevos instrumentos.
Y este suplicio era todavía más cruel cuando Swann recordaba una mirada que había sorprendido hacía algunos días por vez primera en los ojos de Odette. Fue en casa de los Verdurin, después de cenar. Forcheville había visto que su cuñado Saniette no gozaba de ningún favor en la casa; ya fuera porque quiso tomarlo como cabeza de turco y brillar a costa suya, ya porque le molestara una frase torpe que Saniette le dijo y que pasó inadvertida para todos los invitados, que no podían sospechar la alusión desagradable que encerraba, aunque sin malicia por parte de Saniette, ya porque tuviera ganas de echar de la casa a una persona que lo conocía demasiado y que sabía que era lo bastante delicada para no sentirse muy a gusto en su presencia, ello es que Forcheville contestó a aquella frase de Saniette, con tal grosería, insultándolo y envalentonándose más y más mientras seguía vociferando, con el susto, la pena y los ruegos del otro, que el infeliz preguntó a la señora de Verdurin si debía seguir en aquella casa, y, al no recibir contestación, se marchó balbuceando y con las lágrimas en los ojos. Odette asistió impasible a la escena; pero cuando Saniette se hubo retirado, relajó en algunos grados de dignidad la expresión habitual de su rostro, para poder ponerse al mismo nivel que Forcheville, e hizo rebrillar en sus pupilas una sonrisa de enhorabuena por la valentía del ejecutor y de burla por la víctima; fue una mirada de complicidad en lo malo, que quería decir tan claramente. «Eso es una ejecución bien hecha, o yo no entiendo de eso. ¡Qué corrido estaba! ¡casi lloraba!», que Forcheville, al encontrarse con esa mirada, perdió toda la ira verdadera o falsa que aún lo encendía, se sonrió y contestó:
—No tenía más que haber sido más amable, y seguiría aquí. Pero una lección siempre conviene aunque se sea viejo.
Un día, Swann salió a media tarde para hacer una visita, y, como no estaba la persona que buscaba, se le ocurrió ir a casa de Odette, a esa hora en que nunca solía hacerlo, pero en que sabía muy bien que ella estaba en casa escribiendo cartas o echando la siesta hasta que llegara el momento del té, hora en que le sería grato verla sin servirle de molestia. El portero le dijo que creía que la señora estaba en casa; llamó, le pareció oír ruido y pasos, pero no abrieron. Ansioso e irritado, se fue a la callecita adonde daba la parte de atrás del hotel, y se colocó delante de la ventana de la alcoba de Odette; los visillos no le dejaban ver nada, dio un golpe a los cristales, llamó, y nadie vino a abrir. Vio que unos vecinos estaban mirándolo. Se marchó, pensando que, después de todo, quizá se equivocara al creer oír pasos; pero se quedó tan preocupado, que no pudo apartar su pensamiento de aquello. Volvió una hora después; estaba en casa; le dijo que antes, cuando él llamó, también estaba, pero durmiendo; que el campanillazo la despertó, y adivinando que era Swann, corrió a abrirle, pero él ya se había ido. Había oído muy bien los golpes en los cristales. Swann reconoció en el relato algunos de esos fragmentos de un hecho exacto que los embusteros, en un aprieto, se consuelan incrustando en la composición de la mentira que inventan, creyendo que así ganan algo y disimulan las apariencias de la verdad. Claro que, cuando Odette hacía algo que no quería que se supiese, lo guardaba muy bien el fondo de su alma. Pero en cuanto se veía delante de la persona a quien quería engañar, se azoraba, se le borraban todas las ideas, paralizábanse todas sus facultades de invención y raciocinio, no encontraba en su cabeza más que un gran vacío, y como, sin embargo, había que decir algo, no encontraba a su alcance más que la cosa misma que quería ocultar, y que, por ser la única verdadera, era la que estaba allí inmutable. Y de ella arrancaba un trocito, sin importancia en sí mismo, diciéndose que, después de todo; más valía hacer aquello, porque era un detalle de verdad, sin los riesgos de un detalle falso. «Eso, por lo menos, es verdad —pensaba—, y eso se lleva ya ganado; que se informe y verá que es verdad; eso no es lo que me venderá.» Se equivocaba, porque eso era cabalmente lo que la vendía, y no se daba cuenta de que ese detalle de verdad tenía entrantes y salientes que no podían encajarse más que en los detalles contiguos del hecho cierto del que Odette lo recortó, y que cualquiera que fueran los detalles inventados de que lo rodeaba, siempre revelarían, por lo que faltaba o lo que sobraba, que no casaba con ellos. «Confiesa que me oyó llamar, y luego dar en el cristal, y que se figuró que era yo, y dice que tenía ganas de verme. Pero eso no pega con el hecho de que no haya mandado abrir.»
Pero no le hizo notar esta contradicción, porque creía que Odette, abandonada a sí misma, soltaría quizá alguna mentira que sería indicio, aunque débil, de la verdad; hablaba ella, y Swann no la interrumpía; recogía con ávida y dolorosa devoción las palabras de Odette, sintiendo —precisamente porque tras ellas la ocultaba al hablar— que sus frases, como un velo sagrado, guardaban vagamente el relieve y dibujaban el indeciso modelado de esta realidad infinitamente preciosa y, por desgracia, inasequible: lo que estaba haciendo un rato antes, a las tres, cuando él llegó, realidad que nunca poseería más que en aquellos ilegibles y divinos vestigios de las mentiras, y que sólo existía ya en el recuerdo encubridor de aquel ser que la contemplaba sin saber lo preciosa que era y que no la entregaría nunca. Claro que, a ratos, sospechaba que los actos de Odette no eran en sí mismos de arrebatador interés, y que las relaciones que Odette pudiera tener con otros hombres no exhalaban, naturalmente, del modo universal, y para todo ser pensante, una tristeza mórbida e inspiradora de la fiebre del suicidio. Y se daba cuenta de que tal interés y tal tristeza eran en él como una enfermedad, y que cuando se curara de ella, los actos de Odette, los besos que diera a otros hombres se le aparecerían tan inofensivos como los de cualquier otra mujer. Pero el que la curiosidad dolorosa que ahora le inspiraban a Swann tuvieran una causa puramente subjetiva, no bastaba para que llegara a considerar que era absurda la importancia dada a esa curiosidad, y lo que hacía para satisfacerla. Y es que Swann había llegado a una edad cuya filosofía —ayudada por la de la época aquella, por la del medio, donde tanto tiempo viviera Swann, el grupo de la princesa de Laumes, donde se convenía que una persona era tanto más inteligente cuanto más dudaba de todo, y no se respetaban, como cosas reales e indiscutibles, más que los gustos personales— no es ya la filosofía de la juventud, sino una filosofía positiva, médica casi, de hombres que, en vez de exteriorizar los objetos de sus aspiraciones, hacen por sacar de sus años pasados un residuo fijo de costumbres y pasiones que puedan considerar como características y permanentes, y cuya satisfacción busquen deliberadamente, ante todo al adoptar un determinado género de vida. Swann se resignaba a aceptar la pena que sentía por ignorar lo que había hecho Odette, lo mismo que aceptaba la recrudescencia que un clima húmedo originaba a su eczema; y le gustaba calcular en su presupuesto una suma disponible para obtener datos relativos a lo que hacía Odette, sin los cuales padecería mucho, lo mismo que se reservaba dinero para otros gustos que le procuraban un placer, por lo menos antes de enamorarse, como el de sus colecciones o el de la buena cocina.
Cuando fue a despedirse de Odette, le pidió ella que se quedara un rato más, y hasta lo cogió del brazo para que no se fuera, cuando ya estaba abriendo la puerta. Pero él no se fijó, porque entre los muchos ademanes, frases e incidentes que constituyen la trama de una conversación, es inevitable que pasemos sin fijarnos junto a aquellos que ocultan esa verdad que nuestras sospechas andan buscando a ciegas, y que, por el contrario, nos detengamos en aquellos que nada celan. Le decía a cada momento: «¡Qué lástima que para un día que has venido por la tarde, cuando nunca vienes, no te haya podido ver!». Swann sabía muy bien que Odette no estaba bastante enamorada de él para que aquel sentimiento tan vivo, por no haber podido recibirlo, fuera sincero; pero como era buena y le gustada complacerlo, y muchas veces se entristecía cuando le causaba una contrariedad, le pareció muy natural que ahora se entristeciera también por haberlo privado de ese placer de pasar un rato juntos, muy grande para él, aunque no para Odette. Sin embargo, la cosa era tan fútil, que acabó por extrañarle aquel aire doloroso con que seguía hablando Odette. Le recordaba ahora más que de costumbre a las mujeres del pintor de la
Primavera
. Tenía una cara de abatimiento y de pena, cual rendida al peso de un dolor imposible de sobrellevar, la misma cara que ponen esas figuras de Botticelli para una cosa tan sencilla como dejar al Niño Jesús jugar con una granada, o ver cómo echa Moisés agua a la pila. Ya conocía Swann aquella expresión de tristeza, pero no recordaba exactamente cuándo se la había visto a Odette; de pronto se acordó; fue aquella vez que Odette mintió al hablar con la señora de Verdurin, al día siguiente a la comida a que dejó de asistir Odette con el pretexto de que estaba mala, pero, en realidad, para poder estar con Swann. Claro que ni la mujer más escrupulosa hubiera podido sentir remordimientos por una mentira tan inocente. Pero las que echaba generalmente Odette eran ya menos inocentes, y servían para evitar que descubrieran ciertas cosas que habrían podido crearle dificultades con éste o con aquél. Así que, cuando mentía, sobrecogida de terror, sintiéndose poco armada para defenderse y sin confianza en el éxito, le daban unas de llorar por cansancio, como a los niños que no han dormido. Además, sabía que su mentira, por lo general, dañaba gravemente al hombre a quien se la decía, y que si mentía mal se ponía a merced suya. Por eso se sentía ante él humilde y culpable al mismo tiempo. Y cuando tenía que decir una mentirilla mundana, por asociación de ideas y de recuerdos, sentíase como mala de cansancio y como pesarosa por una acción fea.