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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (59 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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—¿Os habéis saludado? —pregunté yo.

—Naturalmente —contestó mi madre, siempre temerosa de confesar que estábamos en relaciones muy frías con Swann, por si acaso intentaba alguien reconciliarnos, cosa que no le agradaba porque no quería conocer a la mujer de Swann—. Él ha sido quien vino a saludarme; yo no lo había visto.

—¿Entonces, no estáis regañados?

—¡Regañados! ¿Y por qué vamos a estar regañados? —contestó en seguida, como si yo hubiera atentado a la ficción de sus buenas relaciones con Swann, con ánimo de trabajar por una «reconciliación».

—Podría estar enfadado, porque ya no lo invitas a cenar.

—Pero no hay obligación de invitar a todos los amigos. ¿Me invita él a mí? Yo no conozco a su mujer.

—Pero cuando estábamos en Combray sí que iba a casa…

—Sí, en Combray, sí; pero en París tiene más cosas que hacer, y yo también. Pero te aseguro que no parecía ni en lo más mínimo que estuviéramos enfadados. Hemos estado hablando un momento, mientras él esperaba que le trajeran su paquete. Me ha preguntado por ti, me ha dicho que jugabas con su hija —añadió mi madre—, maravillándome ante aquel prodigio de ver que yo existía en la mente de Swann, y de modo tan completo, que cuando yo temblaba de amor delante de él, en los Campos Elíseos, sabía mi nombre, quién era mi madre, y podía amalgamar a mi calidad de camarada de su hija detalles relativos a mis abuelos y a su familia, al sitio donde vivíamos, particularidades de nuestra vida de antaño que quizá yo no conocía. Pero mi madre parecía que no había encontrado un encanto especial a esa sección de «Los Tres Barrios», donde se apareció a los ojos de Swann como una persona definida, que le recordaba cosas de otro tiempo comunes a ambos, recuerdo que motivó aquel movimiento de Swann de acercarse a ella y saludarla.

Y ni ella ni mi padre encontraban, al parecer, placer extremo en hablar de los abuelos de Swann, del título de agente de Bolsa honorario. Mi imaginación había aislado y consagrado en el París social una determinada familia, lo mismo que en el París de piedra hizo con una determinada casa, y rodeó la puerta de entrada de esa casa con preciosas esculturas, y llenó sus balcones de valiosos adornos. Pero yo era el único que veía tales ornamentos. Lo mismo que para mi padre y mi madre, la casa donde vivía Swann era semejante a las demás casas hechas por la misma época en el barrio del Bosque; también la familia de Swann les parecía de la misma clase que otras muchas familias de agentes de Bolsa. Juzgábanla más o menos favorablemente, según el grado en que participó de los méritos comunes al resto de los mortales, sin ver en ella ninguna cualidad única. Lo que apreciaban ellos en la familia de Swann podían encontrarlo, en igual o mayor grado, en otra parte. Y por eso, después de decir que la casa estaba muy bien situada, hablaban de otra que aun era mejor, pero que nada tenía que ver con Gilberta, o de bolsistas de más categoría que su abuelo; y si por un momento pareció que opinaban lo mismo que yo, debíase a una mala interpretación que pronto se disipaba. Y es que mis padres carecían de aquel sentido suplementario y momentáneo con que a mí me dotó el amor para percibir, en todo lo que a Gilberta rodeaba, ésa cualidad desconocida, análoga, en el mundo de las emociones, a lo que es quizá en el de los colores el infrarrojo.

Los días que ya me había anunciado Gilberta que no iría a los Campos Elíseos procuraba yo dar paseos que me acercaran un poco a ella. A veces llevaba a Francisca en peregrinación hasta delante de la casa donde vivían los Swann. Siempre le estaba haciendo que me repitiera lo que la institutriz le había contado de la señora de Swann. «Parece que tiene mucha fe en unas medallas. No sale nunca de viaje cuando oye cantar a un mochuelo, o si se le figura que ha oído en la pared un tictac como el del reloj, o cuando ve un gato a medianoche u oye crujir la madera de un mueble. Es una persona muy religiosa.» Tan enamorado estaba yo de Gilberta, que si nos encontrábamos en el camino a su viejo maestresala, que sacaba de paseo a un perro, me tenía que parar de emoción y clavaba en las blancas patillas del criado miradas de fuego.

—¿Qué le pasa a usted? —me decía Francisca.

Seguíamos andando hasta que, al llegar delante de la puerta principal de la casa, donde había un portero diferente de todos los demás porteros, empapado hasta en los galones de su librea de la misma dolorosa seducción que sentí yo en el nombre de Gilberta; el cual portero parecía saber que yo era uno de esos seres que por indignidad original no podrían entrar nunca en la misteriosa vida cuya guarda le estaba confiada, vida que ocultaba las ventanas del entresuelo, como si tuvieran conciencia de que servían para eso; y esas ventanas, con las nobles caídas de sus cortinas de muselina, se parecían mucho más que a otras ventanas cualesquiera a las miradas de Gilberta. Otras veces íbamos por los bulevares, y yo me colocaba a la entrada de la calle Duphot, porque me habían dicho que Swann solía pasar mucho por allí cuando iba a casa de su dentista; y mi imaginación diferenciaba de tal modo al padre de Gilberta del resto de los humanos, y tanta maravilla vertía su presencia en el mundo real, que antes de llegar a la Magdalena ya iba emocionado al pensar que me acercaba a una calle donde inopinadamente podría ocurrir la sobrenatural aparición.

Pero lo más frecuente —cuando no tenía que ver a Gilberta—, como yo estaba enterado de que la señora de Swann paseaba a diario por el paseo de las Acacias, alrededor del lago grande, y por el paseo de la Reina Margarita, es que encaminara a Francisca hacia, el Bosque de Boulogne. Era para mí el bosque uno de esos jardines zoológicos donde se encuentra uno reunidas flores diversas y paisajes contrarios; después de una colina hay una gruta; luego, un prado, y rocas, y un río, y un foso y un collado y una charca; pero sin que nosotros ignoremos que están allí para dar ambiente adecuado o pintoresco marco al retozar del hipopótamo, de las cebras, de los cocodrilos, de los conejos rusos, de los osos y de la garza real; y el Bosque, tan complejo, asilo de pequeños mundos distintos y separados —una hacienda plantada de rojos robles americanos, igual que una explotación agrícola de la Virginia; un bosque de abetos a la orilla de un lago, un oquedal por donde asoma de pronto, envuelta en finas hieles, una paseante de agudo y bello mirar animal, andando muy de prisa—, era asimismo el Jardín de las Mujeres; y el paseo de las Acacias, plantado para ellas de árboles de una sola especie —como el paseo de los Mirtos en la
Eneida
—, era favorito de las bellezas más famosas. Lo mismo que el asomar a lo lejos de la roca desde donde se echa la otaria al agua, arrebata de alegría a los niños; porque saben que van a ver muy pronto al bicho, ya antes de llegar al paseo de las Acacias, se me aceleraba el latir del corazón: porque de las acacias irradiaba un perfume delator, ya a distancia, de una blanda individualidad vegetal, cercana y extraña; porque luego, al acercarme, veía ya lo más alto de su travieso y ligero follaje, de esas hojas fácilmente elegantes, de corte coquetón y tejido fino, donde fueron a posarse centenares de flores como colonias aladas y vibrátiles de parásitos preciosos, y porque tenían un nombre femenino, ocioso y suave; y el deseo que así me aceleraba el latir del corazón era un deseo mundano, como esos valses que sólo nos evocan los nombres de hermosas invitadas que va anunciando el criado a la entrada del salón de baile.

Me habían dicho que en aquel paseo podría ver a muchas elegantes, que aunque no eran todas casadas, solían nombrarse cuando se nombraba a la señora Swann; pero, por lo general, con su nombre de guerra; sus nuevos nombres, cuando los tenían, no eran más que una especie de incógnito que los que hablaban de ellas tenían buen cuidado de quitarles para que se supiera a quién se referían. Imaginándome que lo bello —en el orden de las elegancias femeninas— regíase por leyes ocultas al conocimiento y en las que estaban iniciadas las elegantes, que además, tenían poder para realizarlas, aceptaba de antemano, como una revelación, la aparición de su
toilette
, de su carruaje, de otros mil detalles, en cuyo seno ponía yo toda mi fe como un alma interior que daba a aquel conjunto efímero y movible la cohesión de una obra maestra. Pero a quien yo quería ver era a la señora de Swann, y esperaba su paso, emocionado, como si se tratara de Gilberta, porque sus padres, impregnados, como todo lo que la rodeaba, del encanto suyo, me inspiraban tanto amor como ella, y una turbación aun más dolorosa (porque su punto de contacto con Gilberta estaba en esa parte de su vida, que yo no conocía), y además (porque pronto me enteré, como se verá, de que no les gustaba que jugase yo con Gilberta), esa veneración que siempre guardamos a los que poseen sin freno alguno la posibilidad de hacernos daño.

Para mí, la sencillez se ganaba el primer lugar en el orden de los méritos estéticos y de las grandezas mundanas el día que veía a la señora de Swann a pie, con una polonesa de paño, una gorra adornada con un ala de
lofóforo
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en la cabeza y un ramo de violetas en el pecho, atravesar aprisa el paseo de las Acacias, como si fuera el camino más corto para ir a su casa, respondiendo con una ojeada a los señores de coches que, al reconocer de lejos su silueta, la saludaban, diciéndose que no había mujer con más
chic
. Pero, otras veces, no era la sencillez, sino el
fausto
[50]
, el que se ganaba el primer puesto de mi preferencia, aquellos días en que después de obligar a Francisca, que ya no podía más y que se quejaba de que sus piernas «se hundían», a andar arriba y abajo más de una hora, veía yo, por fin, desembocar por el paseo que viene de la Porte Dauphine —imagen para mí de un prestigio real, de una llegada de reina, como ninguna reina de verdad me la ofreció más adelante, porque la idea que de su poder tenía era menos vaga y más experimental— la victoria arrastrada por el volar de dos caballos fogosos, delgados y bien perfilados, como esos de los dibujos de Constantino Guys, sustentando en su pescante un enorme cochero, tan abrigado como un cosaco, y un menudo
groom
, que recordaba al «tigre» del «difunto Baudenord», cuando yo veía —por mejor decir, sentía su forma imprimirse en mi corazón, haciéndome una herida cortante y agotadora— una incomparable victoria, un poco alta, de propósito y transparentando, a través de su lujo, «a la ultima», alusiones a las formas de antiguos coches, y en el fondo de la victoria a la señora de Swann, con su pelo, rubio ahora sin más que un mechón gris, ceñido por una franja de flores, por lo general violetas, de donde caían largas velos, con una sombrilla color malva en la mano, y en los labios, mis sonrisa ambigua, que a mí me parecía benevolencia de majestad, y que, en realidad, era provocación de
cocotte
, sonrisa que ella inclinaba dulcemente hacia las personas que la saludaban. Esa sonrisa, en realidad, decía a los unos: «Me acuerdo muy bien, era exquisito»; a dos otros: «Me habría gustado mucho, pero hemos tenido mala suerte», o «Como usted quiera, voy a seguir en la fila un momento, y en cuanto pueda me saldré». Cuando los que pasaban eran desconocidos, sin embargo, dejaba flotar alrededor de sus labios una sonrisa ociosa, sonrisa que parecía esperar a un amiga o acordarse de otro, y que arrancaba exclamaciones de «¡Qué hermosa es!». Y sólo para algunos hombres ponía una sonrisa forzada, tímida y fría, que significaba: «Sí, bichejo, ya sé que tienes lengua de víbora y que no sabes callar. ¿Digo yo algo de ti?». Coquelin pasaba perorando con un grupo de amigos y saludaba a la gente de los coches con ademán ampuloso y teatral. Pero yo no pensaba más que en la señora de Swann, y hacía como si no la hubiera visto, porque sabía perfectamente que en cuanto llegara a la altura del Tiro de Pichón mandaría a su cochero salirse de la fila y parar, con objeto de bajar el paseo a pie. Y los días que me sentía con valor para pasar a su lado arrastraba a Francisca hacia allí. Y, en efecto, negaba un momento en que por el paseo, de a pie y en dirección contraria a la nuestra, veía yo a la señora de Swann, que ostentaba desdeñosamente la larga cola de su traje color malva, vestida como el pueblo se imagina que van las reinas, con telas y ricos atavíos que no llevan las demás mujeres, inclinada la mirada sobre el puño de su sombrilla, sin fijarse en la gente que pasaba, como si su ocupación capital fuera hacer ejercicio, sin acordarse de que todo el mundo la veía y de que todas las miradas convergían hacia ella. Pero, de cuando en cuando, se volvía para llamar a su lebrel y lanzaba en torno de ella una imperceptible ojeada circular.

Hasta los que no la conocían sentían una impresión rara y excesiva —quizá una radiación telepática como las que desencadenaban en la ignorante multitud tempestades de aplausos en los momentos sublimes de la Berma—, aviso de que aquella mujer debía de ser una persona conocida. Se preguntaban «¿quién será?», interrogaban a alguno que pasaba por allí, o se fijaban en el modo como iba vestida, para con ese punto de referencia ir a preguntar a otros amigos más enterados. Los había que se paraban y decían:

—¿No sabe usted quién es? La señora de Swann. ¿No cae usted? Odette de Crécy.

—¡Ah!, sí, ya decía yo; esos ojos tristes… Pero, oiga usted, ya no debe estar en la primera juventud. Me acuerdo que dormí con ella el día que dimitió Mac Mahon.

—Será prudente que no se lo recuerde usted. Ahora es la señora de Swann la mujer de un socio del Jockey Club, de un amigo del príncipe de Gales. Y aún está magnífica.

—Sí, pero si la hubiera usted visto, entonces sí que estaba bonita. Vivía en un hotelito muy raro, con cacharros chinos. Me acuerdo de que nos molestaban mucho los vendedores de periódicos que iban voceando y acabó por hacerme levantar.

Yo, sin fijarme en lo que decían, percibía en torno de ella el vago murmullo de la celebridad. Mi corazón latía de impaciencia, porque aun tenía que pasar un momento antes de que todas aquellas gentes, entre las cuales no estaba, con harto sentimiento mío, un banquero mulato que a mí me parecía que me despreciaba, vieran que aquel jovenzuelo desconocido, en el que no se fijaba nadie, saludaba (sin conocerla, a decir verdad, pero creyéndome autorizado a hacerlo, porque mis padres conocían a su marido, y yo jugaba con su hija) a esa mujer, reputada universalmente por su elegancia, su belleza y su mala conducta. Pero la señora de Swann ya estaba encima, y yo me quitaba el sombrero con ademán tan exagerado y tan prolongado, que ella no podía por menos de sonreír. Había personas que se reían. Por lo que a ella hace, nunca me había visto con Gilberta, no sabía cómo me llamaba; pero me tomaba —como a los guardas del Bosque, al barquero, a aquellos patos del lago a los que echaba pan— por uno de esos personajes secundarios, familiares, anónimos de sus paseos por el Bosque, tan desprovisto de caracteres individuales como un «papel» de teatro. Algunos días no la veía en el paseo de las Acacias, y solía encontrarla en el de la Reina Margarita, donde van las mujeres que quieren estar sola o que aparentan quererlo estar; no pasaba allí mucho rato, porque en seguida se le reunía algún amigo, para mí desconocido muchas veces; con «tubo» gris, que charlaba largamente con ella, mientras que los dos coches los iban siguiendo.

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