Por el camino de Swann (57 page)

Read Por el camino de Swann Online

Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
9.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero al llegar a los Campos Elíseos —y pensando que iba ya a poder confrontar mi amor para imponerle las rectificaciones exigidas por su causa viva e independiente de mí—, en cuanto me hallaba delante de esa Gilberta Swann, con cuya viva estampa contaba yo para refrescar las imágenes que mi cansada memoria no podía ya encontrar; de esa Gilberta Swann, con la que jugué la víspera y a la que acababa de conocer y de saludar, gracias a un instinto ciego como el que al andar nos pone un pie delante del otro antes de tener tiempo de pensarlo, en seguida ocurría todo como si ella y la chiquilla objeto de mis sueños fueran dos personas distintas. Por ejemplo, si desde el día antes llevaba yo en la memoria unos ojos fogosos en unas rejillas llenas y brillantes, el rostro de Gilberta ofrecíame ahora insistentemente algo de lo que precisamente no me acordé, un agudo afilarse de la nariz, que iba a asociarse inmediatamente a otros rasgos fisonómicos, y lograba la importancia de esos caracteres que en historia natural definen una especie, cambiándola en una muchacha que podría incluirse en el género de las de hocico puntiagudo. Mientras que me disponía a aprovecharme de ese ansiado momento para entregarme con aquella imagen de Gilberta que antes de llegar tenía ya preparada y que ahora no sabía encontrar en mi cabeza, a las rectificaciones, gracias a las cuales luego, en las largas horas de la soledad, podría estar absolutamente seguro de que la que yo recordaba era exactamente la Gilberta real, y de que mi amor a ella era lo que yo iba agrandando poco a poco como una obra que estamos componiendo. Gilberta me daba una pelota; y lo mismo que el filósofo idealista que con su cuerpo se fija en el mundo exterior sin que su inteligencia crea que existe realmente, el mismo yo que me obligara a saludarla antes de haberla reconocido se apresuraba a hacerme coger la pelota que me tendía ella (como si Gilberta fuera un compañero con quien venía yo a jugar y no un alma hermana con la que venía a unirme), y me hacía hablarle, por educación, de mil cosas amables e insignificantes, impidiéndome, de ese modo, que guardara el silencio que acaso me habría permitido llegar a coger la imagen urgente y extraviada, o que le dijera las palabras que serían paso definitivo para nuestro amor y con las que ya no podía contar hasta la tarde siguiente. Sin embargo, el amor nuestro daba algunos pasos adelante. Un día fuimos con Gilberta hasta el puesto de nuestra vendedora, que estaba siempre muy amable con nosotros —porque a ella le compraba siempre el señor Swann su pan de especias, que consumía, por razón de higiene, en gran cantidad, por padecer de una eczema congénita y el estreñimiento de los profetas—, y Gilberta me enseñó, riéndose, dos chiquillos que venían a ser el chico colorista y el chico naturalista de los libros infantiles. Porque uno de ellos no quería una barrita de caramelo encarnada por la razón de que a él le gustaba el color violeta, y el otro, saliéndosele las lágrimas, se negaba a aceptar una ciruela que su niñera quería comprarle, porque, según dijo con mucho empeño, «le gustaba más la otra porque tenía gusano». Yo compré dos bolitas de a perra chica. Y miraba, todo admirado, las bolitas de color de ágata, luminosas y cautivas en un plato especial, que me parecían valiosísimas, porque eran rubias y sonrientes como chiquillas y porque costaban a dos reales la pieza. Gilberta, que siempre llevaba más dinero que yo, me preguntó cuál me gustaba más. Tenían la transparencia y el matiz de cosas vivas. Mi gusto hubiera sido que no sacrificara a ninguna, que hubiera podido comprarlas y liberarlas a todas. Pero al cabo le indiqué una del mismo color que sus ojos. Gilberta la cogió, buscó su reflejo dorado, la acarició, pagó el precio del rescate, y en seguida me entregó su cautiva, diciéndome: «Tenga usted, para usted, se la doy como recuerdo».

Otra vez, preocupado siempre con el deseo de oír a la Berma en una obra clásica, le pregunté si no tenía un folleto donde Bergotte hablaba de Racine, y que no estaba a la venta. Me pidió que le recordara el título exacto, y aquella misma noche le mandé una carta telegrama y escribí en un sobre el nombre de Gilberta Swann, que tantas veces había trazado en mis cuadernos. Al día siguiente me trajo en un paquete, atado con cintas de color malva y lacrado con lacre blanco, el folleto que había mandado buscar. «Ya ve usted que es lo que usted me ha pedido», dijo, sacando de su manguito la cartita mía. Pero en la dirección de aquella carta telegrama —que ayer no era nada, no era más que un
neumático
que escribí yo, y que en cuanto el telegrafista lo entregó al portero de Gilberta y un criado lo llevó a su cuarto se convirtió en ese objeto precioso: una de las cartas telegramas que ella recibió aquel día— me costó trabajo reconocer los renglones vanos y solitarios de mi letra, debajo de los círculos impresos del correo, y de las inscripciones hechas a lápiz por el cartero, signos de realización efectiva, sellos del mundo exterior, simbólicos cinturones morados de la vida, que por vez primera vinieron a maridarse con mis ilusiones, a sostenerlas, a animarlas, a infundirles alegría.

Otro día me dijo: «Sabe usted, puede llamarme Gilberta; yo, por lo menos, lo voy a llamar a usted por su nombre de pila, porque es más cómodo». Sin embargo, siguió aún por un momento tratándome de «usted», y cuando yo le dije que no cumplía su promesa, sonrió y compuso una frase como esas que ponen en las gramáticas extranjeras sin más finalidad que hacernos emplear una palabra nueva, y la remató con mi nombre de pila. Y, acordándome luego de lo que entonces sentí, he discernido en ello una impresión como de haber estado yo mismo por un instante contenido en su boca, desnudo, sin ninguna de las modalidades sociales que pertenecían, no sólo a mí, sino a otros camaradas suyos, y cuando me llamaba por mi apellido a mis padres, modalidades que me quitó y me arrancó con sus labios —en ese esfuerzo que hacía, parecido al de su padre, para articular las palabras— como se pela una fruta de la que sólo hay que comer la pulpa, mientras que su mirada, poniéndose en el mismo nuevo grado de intimidad que tomaba su palabra, llegó hasta mí más directamente, no sin dar testimonio de la conciencia, el placer y hasta la gratitud que sentía haciéndose acompañar por una sonrisa.

Pero no me fue dable apreciar el valor de estos placeres nuevos en el momento mismo. No venían esos placeres de la muchacha que yo quería, para mí que la quería, sino de la otra, de la chiquilla con quien yo jugaba, y eran para ese otro yo que no estaba en posesión del recuerdo de la verdadera Gilberta, y que no tenía aquel corazón que hubiera podido apreciar el valor de la felicidad, por lo mucho que la deseaba. Ni siquiera, ya vuelto a casa, los saboreaba, porque ocurría todos los días que la esperanza fatal y necesaria, de que al otro día podría contemplar tranquilamente, exactamente; felizmente a Gilberta, de que me confesaría su amor explicándome las razones que tuvo para ocultármelo hasta entonces, me obligaba a considerar el pasado como inexistente, o no mirar más que por delante de mí, y a estimar las pequeñas diferencias que me tenía dadas, no en sí mismas y con valor suficiente por sí, sino como escalones nuevos donde ponerle el pie, que me permitirían dar un paso más hacia adelante y alcanzar, por fin, la felicidad, hasta entonces no lograda.

Si bien algunas veces me daba pruebas de amistad, otras me hacía sufrir porque parecía que no le gustaba verme; y eso sucedía muy a menudo, precisamente en aquellos días con que más contaba yo para el logro de mis esperanzas. Cuando —ya al entrar por la mañana en la sala, a besar a mamá, que estaba arreglada, con la torre de sus negros cabellos, perfectamente construida y sus manos finas y torneadas, oliendo aún a jabón— me enteraba, al ver una columna de polvo, que se sostenía ella sola en el aire, por encima del piano, y al oír un organillo que tocaba al pie de la ventana
La vuelta de la revista
, de que el invierno recibiría por todo el día la visita inopinada y radiante de un tiempo primaveral, tenía la seguridad de que Gilberta iría a los Campos Elíseos y sentía un gozo que parecía mera anticipación de una mayor felicidad. Mientras estábamos almorzando, la señora de enfrente, al abrir su ventana, hacía largarse bruscamente de junto a mi silla —de un salto, que atravesaba nuestro comedor en toda su anchura— al rayo de sol que estaba allí durmiendo la siesta, y que pronto reanudaba su sueño. En el colegio, en la clase de la una, languidecía de impaciencia y de aburrimiento al ver cómo el sol arrastraba hasta mi pupitre un dorado resplandor, invitación a esa fiesta, a la que yo no iba a poder llegar antes de las tres, porque a esa hora venía Francisca a buscarme a la salida y nos encaminábamos hacia los Campos Elíseos por calles decoradas de luminosidad, llenas de gente, donde había casas con balcones vaporosos, abiertos por el sol y que flotaban delante de las casas como nubes de oro. Llegábamos a los Campos Elíseos; Gilberta no estaba; no había ido aún. Me quedaba quieto en la pradera, que cobraba vigor nuevo con un sol invisible que hacía rebrillar de cuando en cuando la punta de una hierbecilla, y en la que estaban posados unos pichones, como esculturas antiguas que el jardinero desenterrara con su azada; me quedaba quieto, con los ojos clavados en el horizonte, en la esperanza de ver aparecer, de un momento a otro, la imagen de Gilberta con su institutriz por detrás de la estatua, que aquel día parecía ofrecer el niño que llevaba en brazos y chorreaba todo luz, a la bendición del sol. La señora que leía los
Debates
, sentada en un sillón, en el sitio de siempre, saludaba a un guarda con ademán amistoso, y le decía: «Vaya un tiempo más hermoso, ¿eh?». Y cuando la mujer de las sillas se acercó para cobrarle su asiento, la señora hizo mil tonterías, colocando el billetito de perra gorda en la abertura de su guante, como si fuera un ramillete que deseaba poner, por atención hacia el donante, en el sitio que más le pudiera halagar. Y cuando ya estaba el recibito alojado, la dama imponía a su cuello una evolución circular, se arreglaba bien el boa y lanzaba a la de las sillas, al mismo tiempo que le mostraba el pico de papel amarillo que sumaba en su muñeca, la hermosa sonrisa con que una mujer indica a un joven que mire el ramo que lleva en el pecho, diciéndole: «¿Qué, conoce usted mis rosas?».

Yo me llevaba a Francisca hacia el Arco de Triunfo, para salir al encuentro de Gilberta, pero no la encontrábamos, y me volvía hacia la pradera, convencido de que ya no vendría, cuando al llegar a los caballitos, la chiquilla de la voz breve se lanzaba sobre mí: «Vamos, vamos, Gilberta hace ya más de un cuarto de hora que está aquí. Se va a marchar en seguida y le estamos a usted esperando para empezar la partida». Mientras subía yo por la Avenida de los Campos Elíseos, Gilberta había llegado por la calle de Boissy d’Anglas, porque la institutriz había aprovechado el buen tiempo para hacer unas compras; el señor Swann iba a ir a buscar a su hija. De modo que la culpa era mía; yo hice mal en alejarme de la pradera, porque nunca se sabía porque lado iba a llegar Gilberta, si vendría un poco antes o un poco después; y con esa espera era mucho más grande la emoción de que se revestían no sólo los Campos Elíseos enteros y el espacio de la tarde, como vasta extensión de tiempo, que a cualquier momento podría revelarme, en un punto cualquiera de ella, la aparición de la imagen de Gilberta, sino esta misma imagen, porque detrás de ella veía yo oculta la razón de que viniera a herirme en pleno corazón a las cuatro en vez de a las dos y media, con sombrero de visita y con boina de juego, por delante de los «Embajadores», y no por entre los «guiñols» y adivinaba yo allí escondida una de esas preocupaciones en que no me era dable acompañar a Gilberta, que la obligaban a salir o a quedarse en casa, y me ponía así en contacto con su vida desconocida. Ese mismo misterio me preocupaba cuando, al echar yo a correr, por orden de la chiquilla de voz breve, para llegar en seguida y empezar la partida, veía a Gilberta, tan brusca y viva con nosotros, haciendo una reverencia a la dama de los
Debates
(que le decía: «Vaya un sol hermoso, parece fuego»), hablándole con tímida sonrisa y aire muy modoso que me evocaba la muchachita distinta que Gilberta debía ser con sus padres, con los amigos de sus padres, de visita, en toda aquella vida suya que a mí se me escapaba. Pero nadie me daba una impresión tan clara de esa existencia como el señor Swann, que iba un poco más tarde a buscar a su hija. Tanto él como su señora —por vivir Gilberta en su casa, por depender de ellos sus estudios, sus juegos y sus amistades— se me representaban, más aún que la misma Gilberta, con inaccesible incógnito y dolorosa seducción, que parecía tener su fuente en marido y mujer. Todo lo que a ellos se refería me preocupaba constantemente, y los días como aquel en que el señor Swann (que antes, cuando era amigo de mi familia, veía tan frecuentemente sin que me llamara la atención) iba a buscar a su hija a los Campos Elíseos, cuando ya se había calmado el acelerado latir del corazón, que me entraba al ver de lejos su sombrero gris y su abrigo con esclavina, su aspecto seguía impresionándome como el de un personaje histórico sobre el que hemos leído muchos libros y que nos interesa en sus menores detalles. Su amistad con el conde de París, de la que yo oía hablar en Combray, sin la mínima emoción, me parecía ahora maravillosa, como si nadie hubiera conocido nunca a los Orleáns más que él, y lo hacía destacarse vivamente sobre el fondo vulgar de los paseantes de distintas clases, que llenaban aquel paseo de los Campos Elíseos, admirándome yo de que consintiera en pasearse por entre aquellas gentes, sin reclamar de ellas honores especiales, que a nadie se le ocurría tributarle por el profundo incógnito en que se envolvía.

Respondía cortésmente a los saludos de los compañeros de Gilberta, también al mío, porque aunque estaba regañado con mi familia, hacía como que no sabía quién era yo. (Lo cual me hace pensar que ya me había visto muchas veces en el campo; yo me acordaba de ello, pero mantenía ese recuerdo en la sombra, porque, desde que había vuelto a ver a Gilberta, Swann era para mí su padre, ante todo, y no el Swann de Combray; como las ideas con que yo entroncaba ahora su nombre eran muy otras de aquellas que formaban la red donde antes se encerraba, y que ahora ya no utilizaba nunca cuando tenía que pensar en él, se había convertido en un personaje nuevo; seguía enlazándole, sin embargo, por una línea artificial, transversal y secundaria a nuestro invitado de antaño; y como ahora todo lo valoraba en cuanto que podía serme o no provechoso a mi amor, sentí tristeza y vergüenza por no poder borrarlos, al encontrarme con aquellos años en que debí aparecerme a los ojos de aquel Swann que ahora estaba delante de mí en los Campos Elíseos, y a quien quizá afortunadamente no habría dicho Gilberta cómo me llamaba, tan ridículo por mandar recado a mamá de que subiera a mi cuarto a darme un beso mientras que estaba tomando el café con él, con mis padres y con mis abuelos en la mesita del jardín.) Decía a Gilberta que la dejaba jugar otra partida y quedarse un cuarto de hora más; se sentaba, como todo el mundo, en su silla de hierro, y pagaba el
ticket
con la misma mano que Felipe VII había estrechado tantas veces; mientras, nosotros empezábamos a jugar en la pradera, espantando a las palomas, cuyos irisados cuerpos tienen forma de un corazón, que son como las lilas del reino animal, y que volaban a refugiarse, como en otros tantos lugares de asilo, una en el vaso de piedra, que parecía tener por destino ofrecerle copia de frutas y de granos, porque el pájaro metía allí el pico, como para picotear algo, y otra en la frente de la estatua, que coronaba, cual uno de los objetos de esmalte que con su policromía dan variedad en obras antiguas a la monotonía de la piedra, como atributo que, al posarse sobre la figura de una diosa, hace que los hombres le den un epíteto particular, y la convierte, como un apellido a una mujer mortal, en una divinidad distinta.

Other books

Driven by Desire by Ambrielle Kirk
The Case Against Satan by Ray Russell
Feather Boy by Nicky Singer
Cion by Zakes Mda
Crimson by Shirley Conran
Bodyguard: Ambush (Book 3) by Chris Bradford