Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
—¡Eh, tú!
Su hermana, adivinando lo que había ocurrido, se apresuró a meter las manos en los bolsillos de los pantalones de algodón con los que dormía.
—¡Si vas a seguir así, vete a casa! —le gritó él.
Cuando se hizo de día, su hermana cogió todas sus cosas y se fue realmente a casa de mamá. Pero mamá la llevó de vuelta a Seúl, le ordenó que se arrodillara delante de él y le pidiera perdón. Su hermana, obstinada, no se movió.
—¡Pídele perdón! —gritó mamá.
Pero ella no cedió.
Su hermana era dócil, pero si se le metía algo entre ceja y ceja nadie podía hacerle cambiar de opinión. Una vez, cuando él todavía estaba en secundaria, la obligó a que le limpiara las zapatillas de deporte. Normalmente ella obedecía y lo hacía. Pero ese día se enfadó, se llevó al arroyo las zapatillas nuevas pero mugrientas y las tiró al agua. Él corrió a lo largo de la orilla para recuperarlas. Con el tiempo aquello se convirtió en un recuerdo entrañable entre los dos hermanos, pero ese día él volvió a casa furioso con una sola zapatilla, verde por el agua lodosa y las algas que le colgaban, y se chivó. Aunque mamá cogió el atizador y preguntó a su hermana de dónde había sacado ese mal carácter, ella no pidió perdón. Lo que hizo fue enfadarse con mamá.
—¡Le he dicho que no quería! ¡Le he dicho que no quería! ¡A partir de ahora no voy a hacer nada que no quiera hacer!
En su pequeña habitación, mamá habló con su obstinada hermana.
—Te he dicho que le pidas perdón. Te he dicho que aquí tu hermano es como un padre para ti. Si no te corriges esa costumbre de coger tus bártulos y marcharte cada vez que tu hermano te regaña, no te la quitarás jamás. Cuando estés casada, si algo no sale como tú querías, ¿cogerás tus bártulos y te irás?
Cuanto más le suplicó mamá que pidiera perdón, más hundió ella las manos en los bolsillos. Triste, mamá suspiró.
—Ahora la niña no me hace caso. La niña me ignora porque no soy nadie y no tengo estudios…
Solo entonces, cuando el lamento de mamá se convirtió en lágrimas, su hermana exclamó:
—¡No es eso, mamá! —Para impedir que siguiera llorando, tuvo que decir—: Me disculparé. Le diré que lo siento.
Y sacó las manos de los bolsillos y pidió perdón a Hyong-chol. Desde entonces su hermana dormía con las manos metidas en los bolsillos. Y cada vez que él le levantaba la voz, ella las escondía rápidamente en ellos.
Después de que mamá desapareciera, cuando alguien señalaba algo, aunque fuera trivial, su obstinada hermana admitía, sumisa:
—Estaba equivocada. No debería haberlo hecho.
* * *
—¿Quién limpiará ahora las ventanas de casa? —le pregunta Chi-hon.
—¿De qué hablas?
—Si llamábamos en esta época del año, mamá siempre estaba limpiando las ventanas.
—¿Las ventanas?
—Sí, claro. Siempre decía: «¿Cómo vamos a tener las ventanas sucias cuando venga la familia para el Chuseok?».
Las numerosas ventanas de la casa desfilan ante los ojos de Hyong-chol. La casa, reconstruida hace pocos años, tiene ventanas en todas las habitaciones, sobre todo en el salón, mientras que en la casa vieja solo había un cristal en la puerta.
—Cuando le aconsejé que pagara a alguien para que las limpiara, dijo: «¿Quién va a venir hasta este agujero en el campo para hacer eso?». —Su hermana exhala un suspiro y frota el cristal de la ventanilla del taxi—. Cuando éramos pequeños, mamá quitaba todas las puertas de la casa en esta época del año…, ¿te acuerdas?
—Sí.
—¿Te acuerdas?
—¡He dicho que sí!
—Mentiroso.
—¿Por qué crees que miento? Me acuerdo. Pegaba hojas de arce en las puertas, aunque la tía le reñía.
—¿De verdad te acuerdas? ¿Te acuerdas de que íbamos a casa de la tía para coger hojas de arce?
—Sí, me acuerdo.
* * *
Antes de que construyeran la nueva casa, mamá escogía un día soleado próximo al Chuseok y quitaba todas las puertas. Las frotaba con agua y las dejaba secar al sol, luego preparaba un engrudo y pegaba en ellas una nueva capa de papel de mora medio translúcido. Cuando Hyong-chol la veía quitar las puertas de los marcos y apoyarlas en la pared, pensaba: «Ah, ya casi estamos en Chuseok».
¿Por qué nadie ayudaba a mamá a pegar la nueva capa de papel, con la de hombres que había en la familia? Seguramente su hermana solo hacía el tonto, metía un dedo en el cubo del engrudo acuoso y revolvía. Mamá cogía la brocha y esparcía el engrudo rápidamente sobre el papel, como si dibujara orquídeas para un cuadro tradicional en tinta, y ella sola pegaba el papel sobre los marcos limpios con golpes firmes. Sus gestos eran desenfadados y alegres. Hacía un trabajo que él ni siquiera se atrevería a intentar ahora, aunque es mucho mayor de lo que ella era entonces, y lo hacía con rapidez y garbo. Con una brocha grande en la mano, le pedía a su hermana, que jugaba con el engrudo, o a él, que se ofrecía a ayudar, que fueran a coger hojas de arce coreano. En su jardín había muchos árboles, había caquis, ciruelos, ailantos y azufaifos, pero mamá les pedía específicamente hojas de arce, y de esas no había en casa. Una vez, para conseguirlas, él salió de casa, cruzó los callejones y el riachuelo, y bajó por la nueva carretera hasta la casa de la tía. Mientras recogía hojas de arce, la tía le preguntó: «¿Qué vas a hacer con ellas? ¿Te ha pedido tu madre que se las lleves? ¿Qué tontería está haciendo? Si en invierno miras una puerta en la que hay una hoja de arce tienes más frío. ¡Pero ella va a hacerlo otra vez, aunque siempre le pido que no lo haga!».
Cuando él volvió con dos fajos de hojas de arce, mamá puso las dos más bonitas junto al pomo de la puerta principal, una a cada lado, y pegó varias capas de papel de mora encima. Las hojas decoraban la zona en la que se amontonaban más capas de papel para impedir que se rasgara, justo donde la gente apoyaba la mano para abrirla y cerrarla. En la puerta de Hyong-chol, mamá puso tres hojas más que en las demás y las colocó esparcidas como si fueran flores. Las apretó con cuidado con las palmas de las manos y le preguntó: «¿Te gustan?». Parecía la mano abierta de un niño. No importaba lo que hubiera dicho la tía, a él le parecían muy bonitas. Cuando respondió que eran preciosas, una gran sonrisa iluminó la cara de mamá. Para ella, que no soportaba empezar las vacaciones con las puertas resquebrajadas, agujereadas o gastadas de tanto abrirlas y cerrarlas de golpe durante todo el verano, pegar una nueva capa de papel en ellas encarnaba el verdadero comienzo del otoño y la llegada del Chuseok. Probablemente también quería impedir que la familia se resfriara con el viento más frío que seguía al verano. ¿Era eso lo más romántico que mamá tenía ocasión de experimentar en aquella época?, se preguntó.
Hunde inconscientemente las manos en los bolsillos de los pantalones, como su hermana. Las hojas de arce pegadas junto a los pomos de las puertas se quedaban en la casa, con la familia, después del Chuseok. Se quedaban con el invierno y la nieve; se quedaban hasta que brotaban nuevas hojas de arce en primavera.
La desaparición de mamá despierta recuerdos en su memoria que, como las puertas con hojas de arce, creía haber olvidado.
Yokchon-dong no es el viejo Yokchon-dong que recuerda. Cuando se compró su primera casa en Seúl, era un barrio de muchos callejones y casas bajas, pero ahora está lleno de edificios de muchas plantas y tiendas de ropa. Él y su hermana van arriba y abajo por delante y por detrás de los edificios de apartamentos, incapaces de encontrar el mercado de Sobu, que entonces estaba en medio del barrio. Al final preguntan a un estudiante y resulta que está en la dirección contraria. Una gran tienda ha reemplazado la cabina de teléfono junto a la que pasaba cada día. No consigue dar con la tienda de lanas donde su mujer aprendió a hacer jerséis para su hija recién nacida.
—¡Creo que está ahí, hermano!
El mercado de Sobu, que él recordaba al otro lado de una larga carretera, queda escondido entre bulevares nuevos y él no ve bien los letreros.
—Dijo que estaba frente al mercado de Sobu… —Su hermana corre hacia la entrada y mira los puestos—. ¡Ahí está!
Él mira hacia donde señala su hermana y ve el rótulo FARMACIA SOBU, entre un snack bar y un cibercafé. El farmacéutico, de unos cincuenta y cinco años y con gafas, levanta la vista cuando los dos hermanos entran.
—¿Ha sido usted quien nos ha llamado porque había visto el volante que le trajo su hijo? —pregunta su hermana.
El farmacéutico se quita las gafas.
—¿Cómo es que su madre ha desaparecido?
Esa es la pregunta más incómoda —y frecuente— que les hace la gente desde que mamá desapareció. Siempre hay en ella una mezcla de curiosidad y censura. Al principio explicaban todo con detalle: «Verá, estaba en la estación de metro de Seúl…», pero ahora se limitan a responder: «Simplemente pasó», y adoptan una expresión de dolor. Solo así logran ir más allá.
—¿Tiene demencia?
Su hermana se queda callada, así que él responde que no.
—Pero ¿cómo pueden estar tan tranquilos mientras la buscan? Hace un buen rato que los llamé. ¿No han podido venir hasta ahora? —pregunta el farmacéutico con reproche, como si no la hubieran encontrado allí solo por cuestión de tiempo.
—¿Cuándo la vio? ¿Se parecía a nuestra madre? —Su hermana saca el volante y la señala.
El farmacéutico dice que la vio hace seis días. Vive en el tercer piso de ese edificio, explica, y cuando bajó al amanecer para abrir la persiana de la farmacia, vio a una anciana dormida junto a los cubos de la basura frente al snack bar de al lado. Dice que llevaba sandalias de goma azules. Había caminado tanto que se había hecho un corte profundo en el pie que casi dejaba ver el hueso. La herida se le había infectado tantas veces que prácticamente no había nada que hacer.
—Como farmacéutico, no podía ignorarla después de haber visto ese corte. Pensé que al menos tenía que desinfectarlo, de modo que entré y salí con desinfectantes y algodón, y ella se despertó. Aunque un desconocido estaba tocándole el pie, se quedó inmóvil, totalmente inmóvil…, muy débil. Cuando te curan un corte así lo normal es gritar, pero ella no reaccionó. Eso me sorprendió. Estaba tan infectado que no paraba de salir pus. El olor también era horrible. No sé cuántas veces lo desinfecté. Cuando terminé, le apliqué pomada y lo tapé con una tirita. Pero no era lo bastante grande, así que le vendé el pie. Me pareció que tenía que protegerla de algún modo, así que entré para llamar a la policía, pero cuando salí para preguntarle si conocía a alguien, la encontré comiendo rollos de
sushi
de la basura. Debía de estar hambrienta. Le dije que le daría algo de comer, que los tirara, pero no lo hizo, entonces se los arrebaté de las manos y los tiré yo mismo. Aunque no me había hecho caso, cuando se los quité no hizo nada. Le pedí que entrara en la tienda. Pero se quedó ahí sentada, como si no me entendiera. ¿Está sorda?
Su hermana se queda callada, así que él responde que no.
—Le pregunté: «¿Dónde vive? ¿Conoce a alguien que pueda venir a recogerla? Si sabe el número de alguien, le llamaré». Pero ella se quedó inmóvil. Solo parpadeaba. Yo no podía hacer nada, de modo que entré y llamé a la policía, y cuando salí ya no estaba. Fue extraño. Solo estuve dentro unos minutos y ella ya se había ido.
—Nuestra madre no llevaba sandalias de goma azules —dice Chi-hon—. Llevaba unas sandalias beis. ¿Está seguro de que eran de goma azules?
—Sí. Llevaba una camisa azul claro y encima algo beis o blanco, estaba tan sucio que no sabría decirlo. Su falda tal vez era blanca pero se había ensuciado tanto que se veía beis. Era plisada. Tenía las pantorrillas ensangrentadas. Estaban…, bueno, llenas de picaduras de mosquito.
Exceptuando las sandalias de goma azules, así era como iba vestida mamá cuando desapareció.
—Aquí mamá lleva un
hanbok
. Tiene el pelo totalmente diferente… Va muy maquillada. No tenía este aspecto cuando desapareció. ¿Por qué pensó en nuestra madre cuando vio a esa señora? —Su hermana siempre parece esperar que sea una equivocación; la mujer que vio el farmacéutico era patética.
—Es la misma mujer. Tenía los mismos ojos. Cuidé vacas cuando era joven, de modo que he visto ojos como los suyos, impacientes y dóciles. La reconocí a pesar de lo cambiada que está porque los ojos eran los mismos.
Su hermana se desploma en una silla.
—¿Vino la policía?
—Llamé enseguida para avisarles de que no hacía falta que vinieran. Como le he dicho, ella ya se había ido.
Él y su hermana salen de la farmacia y se separan; han quedado en que se reunirán dentro de dos horas en el parque de uno de los nuevos edificios. Se levanta viento mientras él inspecciona las calles mal iluminadas que rodean los nuevos bloques de pisos que han reemplazado las casas bajas de sus tiempos y su hermana busca por los alrededores del mercado de Sobu, donde todavía quedan viejos callejones. Como la mujer descrita por el farmacéutico comía rollos de
sushi
de la basura del
snack bar
, él mira todos los cubos que hay delante de los edificios. También busca alrededor de los contenedores de reciclaje. Se pregunta dónde está la casa en la que vivió. Era la penúltima del callejón más largo del barrio. Además de largo era tan oscuro que cuando llegaba tarde del trabajo no podía evitar mirar varias veces atrás antes de llegar a la verja.
Su hermana lo está esperando en un banco de madera del parque. Al verlo acercarse con paso lento y los hombros hundidos, se levanta. A esa hora no hay niños en el parque, solo unos cuantos viejos que han salido a pasear.
¿Mamá estuvo en esa casa?
La primera vez que mamá fue a verlo, bajó del tren llevando un hervidor de níquel del tamaño de una olla lleno de gachas de alubias rojas. Él no tenía coche, y cuando le cogió el pesado hervidor de las manos, soltó: «¿Por qué has venido tan cargada?». Mamá no paraba de sonreír. En cuanto se adentraron en el callejón, señaló una casa y preguntó: «¿Es esta?», y cuando la pasaron de largo, señaló la siguiente y preguntó: «¿Es esta?». Sonreía de oreja a oreja cuando él se detuvo por fin frente a su casa y anunció: «Es esta». Cuando empujó con suavidad la verja, parecía tan emocionada como una niña que sale de su pueblo por primera vez. «¡Caramba, hay un patio! Con un caqui y… ¿qué es esto? ¡Parras!». En cuanto puso un pie en la casa, llenó un bol con las gachas del hervidor y las salpicó por toda la casa. «Es para ahuyentar la mala suerte», dijo. Su mujer, que también se había convertido por primera vez en propietaria, abrió la puerta de una de las tres habitaciones y dijo emocionada: «Esta es tu habitación, madre. Cuando vengas a Seúl podrás instalarte aquí cómodamente». Mamá miró dentro y exclamó como pidiendo perdón: «¡Tengo mi propia habitación!».