Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
Cuando vi tu bicicleta delante de una casa destartalada al pie de una colina entre arrozales, por la carretera que llevaba a tu pueblo, entré gritando: «¡Ahhhh!». Y entonces lo vi todo. Tu anciana madre sentada en el viejo porche, con los ojos hundidos. Tu hijo de tres años chupándose el dedo. Y tu mujer en medio de un parto difícil. Había entrado con la intención de recuperar la fuente que me habías robado. Pero lo que hice fue descolgar una cazuela de la pared de la oscura y estrecha cocina. Puse a hervir agua. Te aparté, pues estabas al lado de tu mujer sin saber qué hacer, y le cogí una mano. No la conocía, pero le grité: «¡Empuja! ¡Empuja más!». No sé cuánto tiempo pasó hasta que oímos llorar al bebé. En tu casa no había ni una brizna de alga para preparar una sopa a tu mujer. Tu anciana madre era ciega y parecía tener un pie en el otro mundo. Asistí en el parto y preparé una masa con harina de mi fuente para hacer sopa de copos de masa, la repartí en unos cuantos boles y eché un poco de caldo por la habitación donde estaba la madre del bebé. ¿Cuántas décadas han pasado desde que me puse la fuente de nuevo sobre la cabeza y volví a casa? ¿Acaso el hombre que está ahora a tu lado es el bebé que nació aquel día? Te pasa una esponja por la mano. Te da la vuelta y te la pasa por la espalda. Ha pasado mucho tiempo. Tu antaño terso cuello está lleno de arrugas. Ya no tienes las cejas pobladas y no reconozco tu boca.
—¡Padre! ¿Cómo te llamas? —dice tu hijo, en lugar del médico—. ¿Sabes cómo te llamas?
—Park So-nyo.
No, ese es mi nombre.
—¿Quién es Park So-nyo, padre?
Yo también estoy intrigada. ¿Qué soy para ti? ¿Quién soy para ti?
Siete u ocho días después de nuestro encuentro no podía quitarme de la cabeza tu situación, de modo que cogí un manojo de algas y pasé por tu casa, pero allí solo estaba tu hijo recién nacido, no tu mujer. Me explicaste que después del parto había sufrido tres días de fiebre alta y que finalmente había dejado este mundo; estaba tan desnutrida que no había resistido el parto. Tu anciana madre se mecía en el viejo porche; no estaba claro si se enteraba de lo que pasaba. Y el niño de tres años… supongo que el hombre que está junto a tu lecho de enfermo es el niño de tres años, no el recién nacido.
No sé qué fui para ti, pero tú fuiste mi amigo de toda la vida. ¿Quién hubiera pensado que seríamos amigos todos estos años con lo decepcionada que me sentí el día que nos conocimos porque me robaste la harina que necesitaba para alimentar a mis hijos? Nuestros hijos no nos entenderían. Les resultaría más fácil entender que miles de personas mueren en la guerra que entendernos a ti y a mí.
Aunque sabía que tu mujer había muerto, no podía irme así sin más, de modo que puse en remojo las algas que había llevado. Hice una masa con el resto de la harina que te había dado unos días antes y preparé sopa de algas con copos de masa. Puse un bol en la mesa para cada persona y estaba a punto de irme cuando de repente me detuve y me llevé el recién nacido al pecho. Hubo un tiempo en que no tuve suficiente leche para mi propia hija. Tú ibas por el pueblo con el bebé y las mujeres se ofrecían a darle el pecho. La vida a veces es asombrosamente frágil, pero ciertas vidas son increíblemente fuertes. Mi hija mayor dice que cuando arrancas malas hierbas con un tractor, se aferran a las ruedas y esparcen semillas, por lo que se reproducen al mismo tiempo que las arrancas. Tu bebé se aferró con ferocidad a mi pecho. Succionó con tanta fuerza que tuve la sensación de que me aspiraría, así que le di unas palmadas en el trasero, que todavía tenía marcas rojas del parto. No funcionó, de modo que tuve que apartarlo a la fuerza. Un bebé que ha perdido a su madre al nacer se niega por instinto a soltar un pezón. Dejé el bebé, me volví para irme, y me preguntaste cómo me llamaba. Eras la primera persona que me lo preguntaba desde que me había casado. Bajé la cabeza, de pronto tímida.
—Park So-nyo.
Te reíste. No sé por qué hice lo que hice a continuación. Quería que te rieras una vez más. Y, aunque no me lo preguntaste, te dije que mi hermana mayor se llamaba Tae-nyo, que significa Niña Grande. Así nos llamábamos: Niña Pequeña y Niña Grande. Volviste a reírte. Luego dijiste que tu nombre era Eun-gyu y que el de tu hermano mayor era Kum-gyu. Que tu padre os puso nombres con las palabras «plata» y «oro» con la esperanza de que ganarais dinero y fuerais ricos. Que a ti te llamó Cofre de Plata, y a tu hermano, Cofre de Oro. Que tal vez por eso tu hermano, el Cofre de Oro, vivía un poquito mejor que tú, el Cofre de Plata. Esta vez me reí yo. Tú te reíste al verme reír. Entonces y ahora estás mejor cuando te ríes. Así que no frunzas el entrecejo delante del médico y sonríe. Sonreír no cuesta dinero.
Hasta que tu bebé tuvo tres semanas, fui a tu casa una vez al día para darle el pecho. A veces era a primera hora de la mañana, otras en medio de la noche. ¿Pudo ser una carga para ti? Eso fue todo lo que hice por ti, pero durante los treinta años que siguieron acudí a ti cada vez que atravesaba un bache. Creo que empecé a acudir a ti después de lo que le pasó a Kyun. Porque quería morirme. Porque pensé que era mejor morir. Todos me pusieron las cosas difíciles; tú fuiste el único que no me hizo preguntas. Me dijiste que todas las heridas cicatrizaban con el tiempo, que no pensara en nada y que simplemente hiciera con tranquilidad lo que tenía que hacer. Si no hubieras estado allí, no sé qué habría sido de mí. Porque estaba loca de dolor. Fuiste tú quien enterró a mi cuarto hijo, el hijo que nació muerto, en las montañas. Ahora que lo pienso, ¿te fuiste a vivir a Komso porque yo era demasiado para ti? Tú no estabas hecho para vivir en la costa o para ser pescador. Eras alguien que labraba la tierra y plantaba semillas. Alguien que no tenía tierra propia y cultivaba la de los demás. Debería haber comprendido, cuando te marchaste a Komso, que te fuiste porque te resultaba difícil soportarme. Me doy cuenta de que fui horrible contigo.
El primer encuentro debe de ser importante. Estoy segura de que, en el fondo, siempre pensé que estabas en deuda conmigo y lo demostré haciendo lo que quería contigo. Del mismo modo que te encontré cuando me robaste la harina en la bicicleta, te encontré cuando te fuiste a Komso sin avisar. No encajabas en Komso. Se te veía fuera de lugar junto al mar. Todavía veo la cara que pusiste al ver los campos de sal de la costa. No he olvidado esa expresión, pero ahora que pienso en ello creo que tal vez tu cara estaba diciendo: «¿Ha sido capaz de venir a buscarme incluso aquí?».
Por ti, Komso se convirtió en un lugar que nunca olvidaría. Hasta entonces, siempre que ocurría algo que no podía manejar yo sola, te buscaba. Y en cuanto recobraba cierta tranquilidad de espíritu, me olvidaba de ti. O creía olvidarte. Cuando me viste en Komso, lo primero que me preguntaste fue: «¿Qué ha pasado?». No te lo dije entonces, pero era la primera vez que acudía a ti no porque hubiera pasado algo sino simplemente para verte.
Excepto esa vez que huiste a Komso, siempre estuviste en el mismo lugar, hasta que dejé de necesitarte. Gracias por quedarte. Si fui capaz de continuar viviendo fue gracias a eso. Siento haber ido a verte cada vez que me sentía inquieta y ni siquiera haber dejado que me cogieras la mano. Aunque era yo la que te buscaba, cuando parecía que eras tú el que acudía a mí, te trataba mal. Eso no fue muy amable por mi parte, y lo siento, lo siento muchísimo. Al principio fue porque me resultaba embarazoso, luego porque me parecía que no debía, y finalmente porque era vieja. Eras mi pecado y mi felicidad. Quería parecer digna a tus ojos.
A veces te contaba cosas y te decía que las había leído, pero en realidad no las había leído. Se las preguntaba a mi hija y luego te las contaba. Una vez te dije que había un lugar llamado Santiago en un país llamado España. Tú no parabas de preguntar: «¿Dónde dices que está?», y te costaba memorizar el nombre. Te dije que allí hay un camino de peregrinaje y que se tarda treinta y tres días en recorrerlo. Chi-hon quería ir, por eso me habló de ese lugar, pero te lo conté como si fuera yo la que quería ir. Y tú dijiste: «Si tantas ganas tienes, podríamos ir juntos un día de estos». Al oírte, el corazón me dio un vuelco. Creo que después de ese día no volví a acudir a ti. La verdad es que no sé dónde está ese lugar y no tengo ningún interés en conocerlo.
¿Sabes qué pasará con todas las cosas que hicimos juntos en el pasado? Cuando se lo pregunté a mi hija, aunque era a ti a quien quería preguntárselo, mi hija dijo: «Es extraño oírte decir algo así, mamá». Y añadió: «¿No se filtran en el presente en lugar de desaparecer?». ¡Qué palabras tan difíciles! ¿Entiendes lo que significan? Según ella, todo lo ocurrido forma parte del presente, de tal modo que las cosas del pasado se mezclan con las cosas actuales, las cosas actuales se mezclan con las cosas del futuro, y las cosas del futuro se mezclan con las cosas del pasado, solo que no nos damos cuenta. Pero yo ya no puedo continuar.
¿Crees que lo que está sucediendo ahora está relacionado con las cosas del pasado y las del futuro, pero que no nos damos cuenta? No lo sé. ¿Podría ser cierto? A veces, cuando miro a mis nietos, creo que han caído de alguna parte y que no tienen nada que ver conmigo. Nada en absoluto.
¿Se filtrará en alguna parte el hecho de que la bicicleta que montabas cuando te conocí era robada, y que antes de que me vieras por la avenida con la fuente de harina sobre la cabeza, pensabas vender esa bicicleta robada por un manojo de algas? ¿O que, al ver que no podías venderla, fuiste a dejarla donde la habías encontrado, pero el dueño te sorprendió y te encontraste en apuros? ¿Se filtrarán esos hechos en una página del pasado y nos traerán hasta aquí?
Sé que después de mi desaparición saliste a buscarme. Sé que tú, un hombre que nunca había puesto un pie en Seúl, fuiste a la estación de Seúl, te subiste al metro y detuviste a toda la gente que se parecía a mí. Y que pasaste muchas veces por mi casa, esperando tener noticias. Que querías conocer a mis hijos y saber qué había pasado. ¿Por eso te has puesto tan enfermo?
Te llamas Lee Eun-gyu. Cuando el médico vuelva a preguntártelo, no digas «Park So-nyo», di «Lee Eun-gyu». Por fin voy a soltarte. Tú fuiste mi secreto. Estuviste en mi vida, una presencia que nadie que me conoce imaginaría. Y aunque nadie sabía que estabas en mi vida, fuiste la persona que me ofreció una balsa en cada rápido y me ayudó a salir ilesa de la corriente. Me alegraba que estuvieras allí. He venido a decirte que fui capaz de vivir mi vida porque podía acudir a ti cuando estaba preocupada, no cuando me sentía feliz. Ahora tengo que irme.
* * *
La casa está helada.
¿Por qué has cerrado la puerta con llave? Deberías haberla dejado abierta para que los niños de los vecinos puedan entrar a jugar. No hay rastro de calor en ninguna parte. Es como un bloque de hielo. Nadie ha apartado la nieve a pesar de lo mucho que ha nevado. El patio está de un blanco deslumbrante. De todos los lugares posibles cuelgan carámbanos. Cuando los niños eran pequeños los rompían y hacían luchas de espadas con ellos. Supongo que nadie ha venido a esta casa porque yo no estoy. Hace mucho que no ha pasado nadie. Tu motocicleta está apoyada contra el cobertizo. Y también está helada. Ojalá dejaras de ir en moto. ¿Quién va en moto a tu edad?
¿Crees que sigues siendo joven? Aquí va mi reprimenda, una vez más. Por otro lado, se te veía apuesto en la moto, no parecías un hombre de campo. Cuando eras joven y llegabas en moto a la ciudad, con tu cazadora de cuero y el pelo engominado, todo el mundo se volvía para mirarte. Creo que hay una foto de esa época en alguna parte… En el marco de encima de la puerta del dormitorio principal… Oh, ahí está. No tenías ni treinta años. Tu cara rezumaba pasión; nada que ver con ahora.
Recuerdo la primera casa en la que vivimos, antes de que la reconstruyéramos. Le tenía mucho cariño. Aunque no creo que fuera solo cariño. Vivimos cuarenta y tantos años en esa casa que ya no existe. Yo siempre estaba allí. Siempre. Tú, en cambio, estabas y no estabas. No sabía nada de ti, como si nunca fueras a volver, y de pronto volvías. Tal vez es por eso. Todavía veo ante mis ojos la vieja casa como iluminada. Me acuerdo de todo. Todo lo que ocurrió en esa casa. Lo que ocurrió los años que nacieron los niños, cómo te esperé y me olvidé de ti y te odié y volví a esperarte. Ahora la casa ha quedado atrás. No hay nadie en ella, y solo la nieve blanca protege el patio.
Una casa es algo muy extraño. Todas las cosas se gastan con el uso, y a veces puedes notar el veneno de una persona si te acercas mucho a ella, pero nada de eso ocurre con una casa. Incluso una buena casa se viene abajo rápidamente si no entra nadie en ella. Una casa solo está viva cuando vive gente en ella, rozando sus paredes y durmiendo bajo su techo. Mira, un lado del tejado se ha hundido con la nieve. En primavera tendrás que llamar para que lo arreglen. Hay una pegatina con el nombre y el número de la compañía en el armario del televisor de la salita, pero no sé si lo sabes. Si los llamas, vendrán a repararlo. En invierno no puedes dejar la casa así, vacía. Si no vive nadie en ella, deberías venir de vez en cuando y encender la caldera.
¿Has ido a Seúl? ¿Me estás buscando allí?
Esta habitación, donde puse los libros que Chi-hon me envió antes de irse a Japón, también está helada. Los libros parecen congelados. Después de poner los libros en ella se convirtió en mi habitación preferida. Cuando notaba que iba a dolerme la cabeza, entraba en ella y me tumbaba. Al principio parecía que mejoraba. No quería decirte que me dolía. Pero en cuanto abría los ojos, el dolor me invadía y ni siquiera podía cocinar para ti. No quería que me vieras como una enferma. Eso hacía que me sintiera muchas veces sola. Entraba en la habitación de los libros y me tumbaba. Un día, aferrándome la cabeza que me palpitaba con fuerza, me prometí que antes de que regresara de Japón leería al menos un libro de los que ella había escrito. Y fui a aprender a leer, agarrándome la cabeza. No podía continuar. Cuando trataba de aprender, mi estado empeoraba rápidamente. Me sentía sola porque no podía decirte que estaba aprendiendo a leer. Decir algo así hubiera herido mi orgullo. Cuando por fin aprendí, quise hacer una cosa más aparte de leer con mis propios ojos un libro de mi hija: escribir una carta de despedida a todos los miembros de mi familia, antes de llegar a esto.
El viento sopla con tanta fuerza… El viento arrastra la nieve por el patio, la desplaza de un lugar a otro.