Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
—Llevémoslo a la escuela —insistió tu mujer.
—¿Cómo?
—Podríamos vender el jardín.
Cuando tu hermana oyó esto, gritó:
—¡Vas a ser la ruina de esta familia!
Y mandó a tu mujer de vuelta a su pueblo natal.
Diez días después, borracho, tus pies te llevaron a la casa de tus suegros por la noche. Recorriste el camino de montaña tambaleándote y, cuando llegaste a la casa, te paraste cerca de la ventana iluminada de la habitación trasera, la más cercana al bambú. No fuiste con la idea de llevarte contigo a tu mujer. Fue el vino de arroz lo que te guió hasta allí, el
makgoli
que te ofreció un vecino después de haberle ayudado a arar sus campos. Aunque no eras tú el que había mandado a tu mujer de vuelta a su pueblo, no podías entrar en la casa de tus suegros así sin más, como si no hubiera pasado nada. De modo que te quedaste ahí, apoyado en la pared de tierra. Oíste hablar a tu suegra y a tu mujer, como hacía no mucho en los campos de algodón. Tu suegra alzó la voz y dijo:
—¡No vuelvas a esa maldita casa! Ve por tus cosas y deja a esa familia.
Tu mujer, sorbiendo ruidosamente, insistió:
—Aunque me muera, voy a volver a esa casa. ¿Por qué iba a dejarla? ¡También es mi casa!
Te quedaste apoyado contra la pared hasta que la luz del amanecer se abrió paso en el bosque de bambú. Cuando tu mujer salió para preparar el desayuno, la agarraste. Se había pasado toda la noche llorando y sus grandes ojos oscuros e inocentes estaban tan hinchados que se habían convertido en dos rendijas. Cogiste la mano de tu mujer y tiraste de ella hacia el bosque de bambú, de vuelta a casa. Cuando pasasteis el bosque, le soltaste la mano y caminaste delante de ella. El rocío te mojaba los pantalones. «¡Ve un poco más despacio!», te decía tu mujer entre jadeos, quedándose a la zaga.
Cuando llegasteis a casa, Kyun echó a correr hacia tu mujer.
—¡Cuñada! ¡Cuñada! Te prometo que no iré a la escuela. ¡Pero no vuelvas a irte!
Tenía los ojos llenos de lágrimas; había renunciado a su sueño. A partir de ese momento se dedicó a ayudar a tu mujer en las tareas de la casa. Cuando trabajaban en los campos de la colina y no podía ver a tu mujer detrás de los altos tallos, gritaba: «¡Cuñada!», y tu mujer respondía: «¿Sí?». Y Kyun sonreía y volvía a gritar: «¡Cuñada!». Kyun gritaba y tu mujer respondía, y Kyun gritaba de nuevo y ella volvía a responder. Los dos acababan así la jornada en la colina, llamando y respondiendo. Kyun era un compañero fiel para tu mujer cuando tú te ibas de casa. Cuando se hizo más fuerte, araba los campos con la vaca en primavera y cosechaba el arroz en otoño antes que nadie. A finales de otoño iba a primera hora al huerto de las coles y las recogía todas. En esos tiempos la gente descascarillaba el arroz sobre esteras de paja en los mismos arrozales. Cada mujer montaba una especie de cepillo, un artilugio con dientes metálicos sujeto a un bastidor de madera de cuatro patas, y pasaba los tallos a través de él para que los granos saltaran. Todas las aldeanas tenían su cepillo; iban a los campos de la familia a la que le tocaba trillar ese día, los instalaban y separaban el grano hasta la caída del sol. Un año, Kyun, que había crecido casi diez centímetros desde el año anterior, fue a trabajar a la cervecería de la ciudad. Con su primera paga compró un cepillo y lo llevó a casa para regalárselo a tu mujer.
—¿Para qué es ese cepillo? —preguntó ella.
Kyun sonrió.
—Tu cepillo es el más viejo de la ciudad… Ni siquiera parece que pueda tenerse en pie.
Tu mujer te había comentado que su cepillo era tan viejo que le costaba más que a las demás mujeres desprender el grano y que quería uno nuevo. Pero sus palabras te habían entrado por un oído y salido por el otro. Pensabas: «Su cepillo está bien, ¿qué sentido tiene comprar uno nuevo?». Tu mujer agarró el cepillo nuevo que Kyun le había comprado y se enfadó con él, o tal vez contigo.
—¿Por qué me haces este regalo cuando ni siquiera pudimos llevarte a la escuela?
—No es nada —dijo él, colorado.
Kyun se llevaba bien con tu mujer. Tal vez la veía como una madre. Después de regalarle el cepillo, cada vez que tenía dinero compraba cosas para la casa. Cosas que tu mujer necesitaba. Fue él quien le compró la fuente de níquel.
—Es lo que utilizan las otras mujeres —te explicó, un poco avergonzado—. Mi cuñada es la única que lleva un pesado cubo de caucho.
Tu mujer preparaba distintas clases de
kimchi
y utilizaba la fuente de níquel para llevar el almuerzo a los campos. Después de usarla, la limpiaba y la guardaba encima del armario. La utilizó hasta que el níquel se gastó y se volvió blanco.
Te levantas bruscamente y entras en la cocina. Abres la puerta trasera y miras la estantería hecha de palos de esa habitación multiusos. Hay varias mesitas con las patas plegadas. En un extremo está la vieja fuente de níquel.
Cuando tu mujer dio a luz a tu segundo hijo, tú no estabas en casa. Kyun estuvo con ella. Más tarde te enteraste de lo que ocurrió. Era invierno, hacía frío y no había leña. Para tu mujer, que estaba acostada en una habitación helada después de haber dado a luz, Kyun cortó el viejo albaricoquero del patio. Echó los troncos al horno de debajo del suelo de la habitación y los prendió. Tu hermana irrumpió en el dormitorio y amonestó a tu mujer, preguntándole cómo había sido capaz de hacer algo así: talar un árbol de la familia cuando decían que si lo hacías sus miembros empezaban a morir.
—¡Lo he hecho yo! —gritó Kyun—. ¿Por qué la acusas a ella?
Tu hermana agarró a Kyun por el cuello.
—¿Te ha dicho ella que lo cortes? ¡Idiota! ¡Estúpido!
Pero Kyun no se dejó amedrentar. Sus grandes ojos oscuros brillaban en su pálida cara.
—¿Querías que se muriera de frío en una habitación helada después de tener un bebé? —preguntó.
Poco después de ese incidente, Kyun se fue de casa para ganar dinero. Estuvo fuera cuatro años. Cuando volvió, sin un penique, tu mujer lo recibió con cariño. Pero Kyun había cambiado durante su ausencia. Se había convertido en un joven robusto, pero ya no había vida en sus ojos y parecía deprimido. Cuando tu mujer le preguntaba qué había hecho y dónde había estado, él no respondía. Ni siquiera le sonreía. Tú simplemente pensaste que el mundo exterior no lo había tratado bien.
Fue en el lugar donde estaba el albaricoquero. Hacía unos veinte días que Kyun había vuelto a casa. Tu mujer entró corriendo en el almacén de la ciudad donde estabas jugando una partida de yut; estaba pálida. Insistió en que a Kyun le pasaba algo, que tenías que volver inmediatamente a casa. Pero tú estabas inmerso en la partida y le dijiste que fuera yendo. Tu mujer se quedó ahí parada un momento, perpleja, luego tiró de la estera de paja donde estabais jugando la partida de yut y le dio la vuelta.
—¡Se está muriendo! —gritó—. ¡Se está muriendo! ¡Tienes que venir!
Tu mujer se comportaba de una forma tan extraña que empezaste a caminar hacia la casa con un nudo en el estómago.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —gritaba tu mujer, yendo delante. Era la primera vez que te adelantaba; corría.
Kyun yacía en el lugar donde antes se alzaba el albaricoquero. Se retorcía, le salía espuma por la boca, tenía la lengua fuera.
—¿Qué le pasa?
Miraste a tu mujer, pero estaba abrumada de dolor.
Como fue tu mujer quien encontró a Kyun en ese estado, tuvo que acudir varias veces a la comisaría de policía. Antes de que determinaran la causa de su muerte, el rumor de que había envenenado a su cuñado con pesticida se extendió hasta el pueblo vecino.
—¡Has matado a mi hermano pequeño! —le gritó tu hermana, con los ojos enrojecidos.
Tu mujer no perdió la calma mientras los detectives le hacían preguntas.
—Si creen que lo maté yo, enciérrenme.
Una vez un agente tuvo que llevarla a casa porque se negaba a irse de la comisaría y suplicaba que la encerraran. Tu mujer, en su dolor, se mesaba el pelo y se agarraba el pecho. Abría la puerta, corría al pozo y bebía agua helada. Mientras tanto tú corrías como un loco por las colinas y los campos gritando el nombre de tu hermano muerto: «¡Kyun! ¡Kyun!». El ardor en el pecho se extendió y no podías soportar el calor de tu cuerpo. «¡Kyun!». Hubo un tiempo en que los muertos no hablaban y los que se quedaban atrás se volvían locos.
Ahora te das cuenta de lo cobarde que fuiste. Has vivido toda tu vida amontonando tu dolor sobre tu mujer. Kyun era tu hermano, pero era tu mujer quien necesitaba consuelo. Sin embargo, como te negabas a hablar de ello, la dejaste de lado.
Aunque estaba destrozada por el dolor, fue tu mujer quien se ocupó de contratar a alguien para que enterrara a Kyun. Pasaron los años y tú nunca preguntaste los detalles.
—¿No quieres saber dónde está enterrado? —preguntaba ella a veces.
Tú guardabas silencio. No querías saber.
—No estés resentido con él por haberse marchado de ese modo… Eres su hermano. Además, no tenía padres. Debes ir a visitarlo… Ojalá pudiéramos darle un nuevo entierro en la tumba de nuestros antepasados.
—¿De qué me serviría saber dónde está enterrado ese cabrón? —gritabas.
Una vez que los dos caminabais por una carretera, tu mujer se detuvo.
—La tumba de Kyun está cerca de aquí. ¿Quieres ir? —preguntó.
Fingiste no oírla. ¿Por qué la heriste de ese modo? Hasta hace dos años, el día del aniversario de la muerte de Kyun tu mujer preparaba comida y se la llevaba a la tumba. Bajaba de las colinas oliendo a
soju
y con los ojos enrojecidos.
Después de lo de Kyun tu mujer cambió. Si antes era alegre, dejó de sonreír. Cuando lo hacía, la sonrisa desaparecía rápidamente. Antes se dormía en cuanto se acostaba, cansada del trabajo en los campos, pero ahora pasaba las noches en vela. No volvió a dormir profundamente hasta que tu hija menor se hizo farmacéutica y le recetó somníferos. Tu pobre mujer ni siquiera podía dormir. Tal vez tu mujer desaparecida todavía tiene somníferos por disolver en el cerebro. La vieja casa había sido reconstruida dos veces desde la muerte de Kyun. Cada vez que la reconstruíais, tirabas los trastos viejos que habíais amontonado en un rincón. Pero tu mujer se ocupaba personalmente de la fuente de níquel; no quería que nadie le pusiera las manos encima. Tal vez temía que se mezclara con las demás cosas y se perdiera. La fuente de níquel era lo primero que llevaba a la carpa improvisada donde vivíais mientras reconstruían la casa. En cuanto la terminaban, lo primero que ella hacía era llevar dentro la fuente de níquel y ponerla en un estante de la nueva casa.
Hasta que tu mujer desapareció, no se te ocurrió pensar que tu silencio acerca de Kyun debió de hacerla sufrir. Pensabas: «¿Qué sentido tiene hablar del pasado?». Cuando tu hija te comentó: «El médico ha preguntado si mamá ha sufrido alguna vez un profundo shock. ¿Hay algo que yo no sepa?», tú sacudiste la cabeza. Cuando tu hija añadió: «El médico ha recomendado que vaya a un psiquiatra», la interrumpiste con: «¿Quién necesita un psiquiatra?». Siempre pensaste en Kyun como en algo que tenías que olvidar con los años, y te parecía que por fin lo habías logrado. Incluso tu mujer, después de cumplir los cincuenta, dijo: «Ya no veo a Kyun en mis sueños. Tal vez ha logrado llegar al cielo». Y pensaste que ella también lo había superado. Pero en los últimos años había empezado a hablar de nuevo de él, y tú que creías que lo había olvidado.
Hace unos meses, tu mujer te despertó en plena noche.
—¿Crees que Kyun no lo habría hecho si lo hubiéramos mandado a la escuela? —Luego susurró, casi para sí—: Cuando nos casamos, Kyun fue tan bueno conmigo… Yo era su cuñada, pero no pude mandarlo a la escuela a pesar de que se moría por ir. No creo que ya haya conseguido llegar al cielo.
Tú gruñiste y te diste la vuelta, pero tu mujer siguió hablando:
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no lo mandaste a la escuela? ¿No te sentías fatal cuando lloraba de ese modo porque no podía estudiar? Prometió que encontraría el modo de continuar si lo matriculábamos.
Tú no querías hablar con nadie acerca de Kyun. Kyun también era una cicatriz en tu alma. Aunque el albaricoquero ya no estaba, recordabas claramente dónde había muerto. Sabías que tu mujer a veces se quedaba mirando fijamente ese lugar. No querías hurgar en tu herida. En la vida había cosas peores.
Carraspeas un par de veces.
Solo cuando desapareció tu mujer pensaste que esa noche deberías haber hablado con franqueza sobre Kyun con ella. Kyun seguía viviendo en su corazón a medida que se vaciaba. En medio de la noche, tu mujer corría al cuarto de baño, se acuclillaba junto al retrete, y alargaba las manos como si tratara de apartar a alguien, gritando: «¡No fui yo! ¡No fui yo!». Si le preguntabas si había tenido una pesadilla, parpadeaba y te miraba sin comprender, como si no se acordara. Eso sucedía cada vez más a menudo.
¿Por qué no te paraste a pensar en las veces que tu mujer tuvo que ir a declarar a la comisaría, o en el rumor que corrió de que ella lo había matado? ¿Por qué solo ahora comprendes que Kyun podría tener algo que ver con las jaquecas de tu mujer? Deberías haberla escuchado, al menos una vez. Deberías haberle dejado decir lo que quería decir. Los años de silencio, después de haberle echado la culpa y de no haberle dejado hablar siquiera de ello…, toda esa presión podía haberla empujado hacia el dolor. Cada vez más a menudo la encontrabas parada en algún lugar, desorientada. «No consigo recordar qué iba a hacer», decía. Aunque a veces la jaqueca era tan fuerte que apenas podía andar, se negaba a ir al hospital. Te insistió en que no dijeras nada a tus hijos sobre sus dolores de cabeza. «¿Para qué? Están ocupados».
Cuando se enteraron, ella lo encubrió diciendo: «Ayer tuve una, pero ahora estoy bien». Una vez se sentó en la cama en medio de la noche y cuando hiciste un ruido te preguntó con cara pétrea: «¿Por qué te has quedado conmigo todos estos años?». Aun así, siguió preparando salsas y cogiendo ciruelas japonesas para hacer jugo. Los domingos iba a la iglesia sentada detrás de ti en la moto, y a veces proponía que fuerais a comer fuera; decía que quería comer comida preparada por otro en algún lugar donde sirvieran mucho
panchan
. Cuando la familia habló de juntar todos los ritos ancestrales en un día, ella dijo que esperaran a que le tocara ocuparse de ellos a la mujer de Hyong-chol, que ella llevaba toda la vida preparándolos de uno en uno y seguiría haciéndolo así mientras viviera. Pero, a diferencia de antes, ahora se olvidaba de cosas para la mesa del rito ancestral y tenía que ir cuatro o cinco veces a la ciudad. Diste por sentado que eso podía pasarle a cualquiera.