Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
Chi-hon te lo devuelve. Una vez en los brazos de su mamá, el bebé sonríe a su tía; las lágrimas le cuelgan todavía de las pestañas. Chi-hon sacude la cabeza y le acaricia la cara. Las dos hermanas estáis sentadas en silencio. Chi-hon, que ha venido a todo correr a pesar de la nieve porque no conseguía calmarte por teléfono, ahora no dice nada. Tiene un aspecto horrible: la cara hinchada, los ojos abultados. Parece que hace mucho que no duerme bien.
—¿Vas a irte? —preguntas a tu hermana después de un largo silencio.
—No.
Chi-hon se tumba en el sofá boca abajo, como si acabara de soltar una pesada carga. Está tan cansada que no puede con su cuerpo. Pobrecilla. Finge ser fuerte, pero por dentro es muy frágil. ¿Qué está haciendo, agotándose de este modo?
—¡Hermana! ¿Estás dormida?
Le sacudes el hombro, pero luego la acaricias. Miras a tu hermana dormida. Incluso cuando os peleabais de pequeñas, las dos os calmabais enseguida. Cuando entraba a regañaros, estabais dormidas cogidas de la mano. Vas a buscar una manta a tu dormitorio y la tapas con ella. Chi-hon frunce el entrecejo. Qué inconsciente. ¿Cómo ha conducido hasta aquí con lo cansada que está?
—Lo siento, hermana… —murmuras, y Chi-hon abre los ojos y te mira.
—Ayer conocí a su madre —dice como si hablara consigo misma—. La mujer que sería mi suegra si nos casáramos. Está viviendo con su hija. Su hija tiene un pequeño restaurante llamado Swiss. Está soltera. La madre es muy menuda y tranquila. Sigue a la hija a todas partes; la llama hermana. La hija le da de comer, la acuesta y la lava diciendo: «Qué bien te portas», y la madre empezó a llamarla hermana. Su hermana me dijo: «Si es por nuestra mamá que no te casas, no te preocupes». Me dijo que seguiría viviendo con ella, comportándose como si fuera su hermana mayor. Que se iba a tomar unas vacaciones en enero pero que lo había arreglado todo para que su mamá se quedara en una residencia. Ése es el único momento en que yo debo ir a verla, cuando ella no esté. Me contó que desde hace veinte años se toma un mes de vacaciones en enero, con los beneficios del restaurante. Parecía contenta, aunque su propia madre la llamara hermana. Sonrió y dijo: «Mi mamá me ha cuidado hasta ahora; ha habido una inversión de papeles. Es lo justo». —Hace una pausa y te mira—. Dime algo sobre mamá.
—¿Sobre mamá?
—Sí, algo sobre mamá que solo sepas tú.
—Nombre: Park So-nyo. Fecha de nacimiento: 24 de julio de 1938. Aspecto: baja, pelo entrecano con permanente, pómulos marcados, la última vez que se la vio llevaba una camisa azul celeste, una chaqueta blanca y una falda plisada beis. Vista por última vez…
Los ojos de Chi-hon se vuelven más pequeños hasta cerrarse, empujados hacia el sueño.
—No sé de mamá —dices—. Solo sé que ha desaparecido. Tengo que irme, pero parece que no puedo. Se me ha ido todo el día aquí sentada.
Oh, no.
Sabía que iba a pasar. Parece una escena sacada de una comedia. Dios mío, qué caos. ¿Cómo puedes reírte en esta situación? Tu hijo mayor te está diciendo algo, se está poniendo el gorro. ¿Qué dice? Ah, quiere ir a esquiar. Le dices que no puede. Llevas diciéndoselo desde que os mudasteis aquí. No ha podido evitar quedarse atrás en los estudios y estas vacaciones tiene que estudiar con papá para asegurarse de que podrá seguir bien las clases cuando vuelva al colegio. Si no lo hace, será muy difícil que pase curso. Mientras se lo explicas, el pequeño, que acaba de aprender a andar, está a punto de comerse el arroz que ha caído de la mesa. Debes de tener ojos en las manos. Estás hablando con tu hijo mayor pero con las manos estás apartando del niño el arroz mezclado con polvo. Se echa a llorar pero luego se aferra a tus piernas. Le coges con soltura una mano justo cuando está a punto de caerse mientras le explicas al mayor por qué tiene que estudiar.
—¡Quiero volver! —grita él, mirando alrededor, tal vez sin escucharte—. ¡No me gusta vivir aquí!
La niña sale corriendo de la habitación.
—¡Mamá!
Lloriquea porque tiene el pelo enredado. Te pide que le hagas una trenza, deprisa, porque tiene que ir al colegio. Te pones a peinarla sin dejar de hablar con tu hijo mayor.
Cielos, los tres niños cuelgan de ti en este momento.
Mi querida hija, los escuchas a los tres a la vez. Tu cuerpo está entrenado para atender sus necesidades. Sientas a tu hija a la mesa y la peinas, y cuando tu hijo mayor te dice que aun así quiere ir a esquiar, prometes hablar con su papá, y al ver que el pequeño se ha caído al suelo, dejas rápidamente el cepillo para ayudarlo a levantarse y le limpias la nariz, luego coges de nuevo el cepillo y acabas de peinar a tu hija.
Te vuelves para mirar por la ventana. Me ves posada en el membrillo y tus ojos se clavan en los míos.
—Nunca había visto ese pájaro —murmuras.
Tus hijos también me miran.
—¡Quizá es un pariente del que encontramos ayer muerto delante de la verja, mamá! —La niña te coge de la mano.
—No…, ese pájaro no era como este.
—¡Sí, sí que lo era!
Ayer enterrasteis al pájaro muerto debajo del membrillo. El mayor cavó un hoyo y la mediana hizo una cruz de madera. El pequeño armó mucho follón. Tú recogiste el pájaro, le plegaste las alas y, cuando lo pusiste en el hoyo que había cavado tu hijo mayor, tu hija dijo: «¡Amén!». Después llamó a su papá al trabajo y le explicó el funeral: «¡Le he hecho una cruz de madera, papá!».
El viento ha derribado la cruz de madera.
Mientras oyes cotorrear a tus hijos, te acercas a la ventana para mirarme mejor. Tus hijos te siguen hasta la ventana y me miran fijamente. Oh, dejad de mirarme, niños. Perdonadme, pero cuando nacisteis me preocupé más por vuestra madre que por vosotros. La niña me mira; tiene el pelo pulcramente trenzado. Cuando tú naciste, nieta mía, tu mamá no pudo darte de mamar. Cuando dio a luz a tu hermano mayor, salió del hospital una semana después, pero contigo hubo complicaciones y estuvo ingresada más de un mes. Yo cuidé de tu mamá entonces. Cuando tu otra abuela fue a verla al hospital, tú llorabas, y tu abuela le dijo a tu mamá que te diera de mamar para que dejaras de llorar. Viendo cómo tu mamá te ponía en su pecho aunque no tenía leche, te miré furiosa, apenas una recién nacida. Incluso eché a tu abuela de la habitación, te cogí de los brazos de tu madre y te di una palmada en el trasero. La gente dice que cuando un bebé llora, la abuela paterna dice: «El bebé llora, tiene hambre», y la abuela materna dice: «El bebé llora tanto que está agotando a su madre». Yo era exactamente así. Tal vez no te acuerdes, pero te gustaba más tu otra abuela. Cuando me veías, decías: «¡Hola, abuela!». Pero cuando veías a tu otra abuela, gritabas «¡Abu!» y corrías a sus brazos. Yo me sentía culpable cada vez; pensaba que seguramente sabías que te había pegado en el trasero poco después de nacer.
Estás tan mayor y tan guapa…
Mira tu espesa melena negra. Cada trenza es una buena mata de pelo, como cuando tu mamá era pequeña. Yo nunca pude hacerle trenzas a tu mamá. Ella quería llevar el pelo largo, pero yo siempre se lo cortaba por encima de los hombros. No tenía tiempo para sentarla en mis rodillas y cepillarle el pelo. Es posible que tu mamá esté cumpliendo a través de ti su deseo de la niñez de llevar largas trenzas. Me está mirando, pero su mano te acaricia el pelo. Se le han enturbiado los ojos. Dios mío, está pensando en mí otra vez.
Escucha, cariño. ¿Puedes oírme con este estruendo? He venido a pedirte perdón.
Por favor, perdóname por la cara que puse cuando regresaste a Seúl con el tercer bebé en los brazos. El día que me miraste sorprendida y balbuceaste: «¡Mamá!», es como un peso en mi corazón. ¿Por qué? ¿Por qué no tenías pensado tener un tercer hijo? ¿O porque te dio vergüenza decirme que esperabas otro hijo cuando tu hermana mayor ni siquiera se había casado todavía? Por la razón que fuera, ocultaste el hecho de que esperabas un tercer hijo en esas tierras lejanas, sufriste tú sola los mareos matinales, y solo cuando estabas a punto de dar a luz nos anunciaste que ibas a tener un hijo. Yo no hice nada para ayudarte cuando lo tuviste, y cuando regresaste, te dije: «¿En qué estabas pensando? ¿En qué estabas pensando para tener un tercer hijo?».
Lo siento, cariño. Lo siento por tu bebé y por ti. Es tu vida, y tú eres mi hija, una hija con una asombrosa capacidad de concentración cuando se trata de resolver problemas. Por supuesto que encontrarás una solución a tu situación. Olvidé por un momento quién eras cuando te dije eso. También siento todas las caras que ponía sin darme cuenta cada vez que te veía después de que regresaras de Estados Unidos. Estabas tan ocupada… Te iba a ver de vez en cuando y siempre estabas ocupada persiguiendo a los niños. Recogías ropa del suelo, les dabas de comer, levantabas a un niño caído, cogías la cartera del colegio de tu hijo mayor cuando llegaba a casa y lo abrazabas cuando corría hacia ti gritando: «¡Mamá!». Estuviste ocupada preparando comida para tus hijos hasta un día antes de entrar en el quirófano para que te extirparan un quiste del útero. No sabes lo triste que me puse cuando fui a tu casa para cuidar de tus hijos y abrí la puerta de la nevera. Había comida para cuatro días pulcramente apilada en los estantes. Con los ojos hundidos, me explicaste: «Mamá, mañana dales lo que hay en el estante de arriba, pasado mañana lo que hay debajo…». Eres esa clase de persona. La clase de persona que tiene que hacerlo todo con sus propias manos. Por eso, cuando tuviste el tercer bebé, te dije: «¿En qué estabas pensando?». La víspera de la operación, recogí la ropa que te habías quitado y dejado fuera del cuarto de baño mientras te duchabas. Había goterones de jugo de ciruela en la camisa, las mangas estaban deshilachadas, las costuras de los pantalones holgados se estaban abriendo, los tirantes del viejo sostén tenían millones de puntitos, y no se sabía cuál era el estampado de las braguitas, si flores, gotas de agua u ositos…, solo eran salpicaduras de color. A diferencia de tu hermana, siempre habías sido una niña pulcra y aseada. La niña que se lavaba las zapatillas blancas solo por una manchita del tamaño de un guisante. Me pregunté por qué habías estudiado tanto si ibas a acabar viviendo así. Cariño, hija mía. Recuerdo cuánto te gustaban los niños cuando eras pequeña. Eras la clase de niña que dabas sin pensarlo tu comida al hijo del vecino si te parecía que la quería. Incluso de pequeña, cuando veías a un niño llorar, te acercabas a él, le secabas las lágrimas y lo abrazabas. Me había olvidado por completo de que eras así. Me afectaba verte con ropa vieja y el pelo recogido a la espalda, absorta en criar a tus hijos, sin pensar siquiera en volver a trabajar. Estoy hablando del día en que te dije: «¿Cómo puedes vivir así?» mientras fregabas el suelo del dormitorio de rodillas. Por favor, perdóname por haber dicho eso. Aunque entonces no me pareció que entendieras de qué hablaba. Al final dejé de ir a tu casa. No quería verte vivir así cuando habías recibido una buena educación y tenías un talento que otros envidiarían. ¡Mi querida hija! Coges el toro por los cuernos, sin huir, y siempre sales adelante. Pero a veces me enfadaba por la vida que habías escogido.
Cariño.
Por favor, recuerda que siempre fuiste una fuente de felicidad para mí. Eres mi cuarta hija. Nunca te lo he dicho, pero, para ser exactos, eres la quinta. Antes de ti hubo un bebé que se fue al otro mundo al nacer. Tu tía me asistió en el parto, me dijo que era un niño pero que no lloró. Tampoco abrió los ojos. Nació muerto. Tu tía se ofreció a buscar a alguien para que lo enterrara, pero no quise. Tu padre no estaba en casa entonces. Me pasé cuatro días encerrada en mi habitación con el bebé muerto. Era invierno. Por la noche, la nieve se reflejaba en el papel de mora de la ventana. El quinto día me levanté, puse el bebé muerto en una tinaja, lo llevé a las montañas y allí lo enterré. La persona que cavó la tierra helada no fue tu padre sino ese hombre. Si no hubiéramos enterrado a ese bebé, tendrías tres hermanos mayores. A ti te parí sola. ¿Hubo alguna razón para eso? No. No. No hubo ninguna razón. Cuando dije que te tendría sola, tu tía se ofendió. Nunca se lo he dicho a nadie, pero me daba más miedo volver a tener un hijo muerto que parir sola. No quería enseñárselo a nadie. Si me salía otro hijo muerto, quería enterrarlo yo misma y no bajar de la montaña. Cuando empecé a tener contracciones no avisé a tu tía. Llevé agua hirviendo a mi habitación y senté a tu hermana, que era muy pequeña, junto a mi cabeza. Ni siquiera grité. No quería que nadie se enterara, por si el bebé nacía muerto. Pero saliste tú, caliente y escurridiza. Cuando te di una palmada en el trasero antes de lavarte, rompiste a llorar. Al mirarte, tu hermana se rió a carcajadas. Dijo: «Bebé», y acarició tu suave mejilla. Embriagada por tu presencia, no sentí el dolor. Más tarde me di cuenta de que tenía la lengua ensangrentada. Así fue como naciste. Fuiste la niña que vino a este mundo para reconfortarme cuando estaba muerta de pena y de miedo de que me naciera otro hijo muerto.
Cariño.
Al menos por ti pude hacer todo lo que hacían las otras madres. Te di de mamar durante más de ocho meses porque tenía mucha leche. Te mandé a un lugar llamado guardería, que era algo nuevo en nuestra familia, y te compré unas zapatillas de deporte en lugar de unos zapatos de goma. Y sí, cuando fuiste al colegio hice yo misma la tarjeta con tu nombre. Tu nombre fueron las primeras letras que escribí en mi vida. Practiqué tanto… Te prendí en el pecho un pañuelo y la tarjeta con tu nombre y te llevé yo misma al colegio. Te preguntarás qué tenía eso de especial. Para mí, mucho. Verás, cuando Hyong-chol fue a la escuela, no lo llevé yo. Por si me hacían escribir algo. Ponía excusas y lo mandaba con tu tía. Todavía oigo a tu hermano quejarse de que a todos los demás los acompañaba su mamá y que él tenía que ir con su tía. Cuando el segundo de tus hermanos fue al colegio, lo mandaba con Hyong-chol. A tu hermana también la acompañaba Hyong-chol. Por ti y solo por ti fui al pueblo y compré una cartera de colegio y un vestido con volantes. Me sentía tan feliz de poder hacerlo… Y pedí a ese hombre que te construyera un escritorio, por pequeño que fuera. Tu hermana no tuvo escritorio. Todavía saca el tema a veces, que los hombros se le ensancharon porque tenía que hacer los deberes encorvada en el suelo. Me sentía muy orgullosa cuando te veía sentada ante tu escritorio, estudiando y leyendo. Cuando estudiabas para entrar en la universidad, hasta te preparaba el almuerzo. Cuando te quedabas a estudiar hasta tarde en el colegio, te esperaba en la puerta para acompañarte a casa. Y me hacías muy feliz. Eras la mejor estudiante de nuestra pequeña ciudad.