Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
Seguramente tu hermana no pudo escribir la fecha ni una despedida. En la carta hay borrones, como si hubiera llorado mientras la escribía. Te quedas largo rato mirando las manchas amarillentas; luego doblas la carta y vuelves a meterla en el bolso. Tal vez, mientras tu hermana la escribía, su hijo pequeño, que probablemente había comido algo del suelo, se acercó y empezó a cantar con torpeza la canción infantil «Mamá osa…» aferrado a ella. Y seguramente tu hermana lo miró, aunque con expresión sombría, y cantó: «¡es delgada!». Entonces el niño, que no entendía la emoción de su madre, quizá sonrió de oreja a oreja y dijo: «Papá oso…», esperando que ella terminara la frase. Y tu hermana seguramente la terminó: «¡es regordete!». Es posible que tu hermana no pudiera escribir el final de la carta porque el niño, tratando quizá de trepar por su pierna, cayó, se golpeó la cabeza contra el suelo, y estalló en un llanto desesperado. Y tu hermana, al ver el cardenal azulado que se extendía sobre la suave piel del niño, derramó las lágrimas que había estado conteniendo.
Doblas la carta, la guardas en el bolso, y la voz apasionada del guía resuena en tus oídos.
—Lo más destacado de este museo es la
Creación de Adán
, en el techo de la Capilla Sixtina, que veremos al final. Miguel Ángel se colgó de una viga del techo durante cuatro años para pintar este fresco, y años después tenía tan mal la vista que no podía leer ni ver cuadros a menos que saliera al aire libre. Los frescos están hechos sobre estuco de yeso, por lo que tenía que acabarlos antes de que se secara. Si no lograba hacer a tiempo el trabajo, que solía llevar un mes, el estuco se secaba y había que volver a empezar. El haberse pasado cuatro años colgado del techo explica que tuviera problemas de cuello y espalda el resto de su vida.
Lo último que hiciste en el aeropuerto antes de subir al avión fue llamar a tu padre. Después de la desaparición de mamá, tu padre vivió entre su casa y Seúl, pero en primavera volvió a casa definitivamente. Lo llamabas todos los días, por la mañana o a veces por la noche. Contestó al primer timbrazo, como si esperara al lado del teléfono. Padre decía tu nombre antes de que le dijeras que eras tú. Eso era algo que mamá hacía siempre. Estaba arrancando malas hierbas en el jardín y, cuando el teléfono sonaba, decía a padre: «¡Contesta, es Chi-hon!». Cuando le preguntaste cómo sabía quién llamaba, se encogió de hombros y dijo: «Solo… lo sé». Desde que vive sin mamá en la casa vacía, padre sabe que eres tú desde el primer timbrazo. Le dijiste que tal vez no podrías llamar en un tiempo porque tendrías que hacer cálculos para saber a qué hora llamar desde Roma para encontrarlo despierto. De pronto, padre, como si no te escuchara, dijo que debería haber dejado que mamá se operara de su empiema.
—¿A mamá también le dolía la nariz? —preguntaste con tono inexpresivo.
Padre dijo que mamá, con el cambio de estaciones, no podía dormir por la tos.
—Yo tuve la culpa. Era por mí que mamá no tenía tiempo para cuidar de sí misma.
Cualquier otro día le habrías dicho: «Padre, nadie tiene la culpa». Pero ese día las palabras brotaron solas de tu boca:
—Sí, es tu culpa.
Padre inhaló bruscamente al otro lado de la línea. No sabía que llamabas desde el aeropuerto.
—Chi-hon —dijo tras una larga pausa.
—Sí.
—Tu mamá ya ni siquiera está en mis sueños.
No dijiste nada.
Padre guardó silencio un momento y luego empezó a hablar de los viejos tiempos. Dijo que un día cocinaron un pez sable que Hyong-chol había mandado. Mamá desenterró un rábano coronado de hojas verdes del huerto de la colina, lo limpió, lo peló con un cuchillo y lo cortó en grandes trozos, lo puso en el fondo de la cazuela, e hizo el pescado al vapor, que se volvió rojo a causa de todas las especias que puso. Luego cortó un trozo grueso de pescado y lo puso en el bol de arroz de papá. Padre lloraba mientras recordaba ese día de primavera en que compartieron el pescado que mamá había preparado por la mañana y se echaron, con el estómago lleno, a dormir la siesta. Dijo que entonces no había sabido que eso era la felicidad.
—Me siento mal por tu mamá. Me quejaba todo el tiempo de que estaba enfermo.
Era cierto. O estaba fuera de casa o, cuando volvía, estaba enfermo. Parecía que ahora se arrepentía de eso.
—Cuando yo empecé a enfermar con la edad, a tu mamá debió de pasarle lo mismo.
¿Mamá era incapaz de decir que le dolía algo porque las enfermedades de padre la relegaban a un segundo plano? Ella cuidaba a todos en la familia, así que no podía caer enferma. Cuando padre cumplió cincuenta años, empezó a tomar un medicamento para la presión arterial, le dolían las articulaciones y tuvo cataratas. Poco antes de que mamá desapareciera, a padre le operaron de una rodilla varias veces en un año, y como tenía problemas para orinar, le operaron de próstata. Se derrumbó de un infarto y estuvo ingresado en el hospital tres veces en un año, y cada vez le dieron de alta quince días o un mes después y el ciclo se repetía. Cuando eso ocurría, mamá dormía en el hospital. La familia contrató a un enfermero para padre, pero mamá tenía que pasar las noches allí. El primer día que se quedó a dormir el enfermero, padre fue al cuarto de baño en medio de la noche, cerró el pestillo y se negó a salir.
Mamá, que estaba en casa de Hyong-chol, recibió una llamada del enfermero diciendo que no sabía qué hacer con la repentina rebelión de padre. Mamá fue enseguida al hospital, aunque era en plena noche, y tranquilizó a padre, que seguía encerrado en el cuarto de baño.
—Soy yo. Abre la puerta, soy yo.
Padre, que se había negado a abrir por mucho que le dijeran, al oír la voz de mamá abrió la puerta. Estaba acuclillado junto al retrete. Mamá lo ayudó a acostarse y padre la miró largo rato hasta que se quedó dormido. Luego no se acordaba de nada. Al día siguiente le preguntaste por qué había hecho eso.
—¿Quieres decir que lo hice? —respondió. Y, temiendo que siguieras interrogándolo, cerró rápidamente los ojos.
—Mamá también tiene que descansar, padre.
Padre se volvió. Sabías que fingía estar dormido y que os oía hablar a mamá y a ti. Mamá dijo que creía que lo había hecho porque tenía miedo. Debía de haberse despertado y, al ver que no estaba en casa, sino en un hospital, rodeado de desconocidos, sin su familia, se había escondido, preguntándose dónde estaba, asustado.
—¿Qué le asusta tanto? —debió de oírte murmurar tu padre.
—¿Tú nunca has tenido miedo? —Mamá lanzó una mirada a padre y continuó en voz baja—: Tu padre dice que yo también lo hago a veces. Dice que cuando se despierta en medio de la noche y no estoy a su lado, sale a buscarme, y me encuentra escondida en el cobertizo o detrás del pozo, agitando las manos delante de mí y diciendo: «No me hagas eso». Dice que cuando me encuentra estoy temblando.
—¿Tú, mamá?
—Yo no recuerdo haberlo hecho. Tu padre dice que tiene que llevarme hasta la casa y que me acuesta y me da agua y que al final me duermo. Si yo me comporto así, estoy segura de que tu padre también tiene miedo.
—¿Miedo de qué?
—Creo que simplemente de vivir el día a día —murmuró mamá bajito—. Lo que más me aterraba era ver que el tarro de arroz estaba vacío. Cuando creía que iba a tener que dejaros pasar hambre…, se me secaban los labios de miedo. Había días así.
Padre nunca te contó, a ti ni a nadie de la familia, que mamá actuaba a veces de ese modo. Cuando lo llamabas, después de que mamá desapareciera, sacaba viejas anécdotas al azar para posponer el momento de colgar, pero nunca te dijo que mamá se escondía en alguna parte en medio de la noche mientras dormía.
* * *
Miras el reloj. Son las diez de la mañana. ¿Se habrá despertado Yu-bin? ¿Habrá desayunado?
Hoy te has despertado a las seis de la mañana en un viejo hotel situado frente a la estación Termini. Desde la desaparición de mamá, una profunda desesperación te oprime el cuerpo y el corazón, como si te hundieras en el agua. Has hecho amago de levantarte de la cama, y Yu-bin, que dormía de espaldas a ti, se ha vuelto y ha tratado de abrazarte. Le has cogido el brazo y se lo has apoyado con suavidad en la cama. Rechazado, se ha cubierto la frente con el brazo y ha dicho:
—Deberías dormir un poco más.
—No puedo dormir.
Ha movido el brazo y se ha dado la vuelta. Has mirado su espalda obstinada, has alargado una mano y se la has acariciado… la espalda de tu novio, a quien no has podido abrazar efusivamente desde que mamá desapareció.
Agotados de buscar a mamá, os quedabais a menudo en silencio cuando os reuníais todos. Y luego alguno daba la nota. Abría la puerta de una patada para irse o se servía
soju
en una jarra de cerveza y se lo bebía de un trago. Apartando los recuerdos de mamá que brotaban a vuestro alrededor, todos pensabais lo mismo: «Si mamá estuviera aquí… Si mamá dijera una última vez desde el otro lado de la línea: “¡Soy yo!”. Mamá siempre decía: “¡Soy yo!”…». Después de su desaparición, cuando os veíais, no erais capaces de mantener ninguna clase de conversación durante más de diez minutos. La pregunta «¿Dónde está mamá?» se colaba entre vuestros pensamientos y os ponía nerviosos.
—Creo que hoy quiero estar sola —te has atrevido a decir.
—¿Qué vas a hacer tú sola? —ha preguntado él, todavía de espaldas.
—Quiero ir a la basílica de San Pedro. Ayer, mientras te esperaba en el vestíbulo del hotel, me apunté a una visita guiada al Vaticano. Tengo que prepararme si quiero llegar. Dijeron que saldríamos a las siete y veinte del vestíbulo. Dijeron que hay tanta cola que si no estás allí antes de las nueve tardas más de dos horas en entrar.
—Puedes ir conmigo mañana.
—Estamos en Roma. Hay muchos otros sitios a los que puedo ir contigo.
Te has lavado la cara sin hacer ruido para no molestarlo. Querías lavarte también el pelo, pero te ha parecido que harías demasiado ruido, así que te lo has recogido atrás mirándote en el espejo. Al salir del cuarto de baño, después de cambiarte de ropa, has dicho, como si acabaras de acordarte:
—Gracias por traerme aquí.
Él se ha tapado la cara con la sábana. Sabes que está teniendo toda la paciencia del mundo. Te ha presentado como su esposa a la gente que habéis conocido aquí. Probablemente lo serías si hubierais encontrado a mamá. Después de su seminario matinal se suponía que iríais a comer con otras dos parejas. Si él va solo, los demás le preguntarán por su mujer. Has mirado a tu novio, con la sábana tapándole la cabeza, y te has ido.
Después de que mamá desapareciera, empezaste a comportarte de forma impulsiva. Bebías impulsivamente y cogías impulsivamente un tren para ir a la casa de tus padres en el campo. Te quedabas mirando fijamente el techo de tu estudio, incapaz de dormir, luego te levantabas y deambulabas por las calles de Seúl pegando volantes, tanto te daba que fuera en medio de la noche o al amanecer. Una vez irrumpiste en la comisaría y gritaste que buscaran a tu madre. Hyong-chol acudió a la comisaría después de recibir una llamada y se quedó mirándote. «¡Busca a mamá!», le gritaste a tu hermano, que en cierto modo había empezado a aceptar la ausencia de mamá y a veces incluso iba a jugar al golf.
Tu grito encerraba tanto una protesta contra las personas que conocían a mamá como odio hacia ti misma, por no haber sido capaz de encontrarla. Tu hermano escuchó con calma tus gritos de ataque: «¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¿Por qué no estás buscando a mamá? ¿Por qué? ¿Por qué?».
Lo único que podía hacer tu hermano era recorrer la ciudad contigo por la noche. Rastreabais las entradas de las estaciones de metro, tú con el abrigo de visón de mamá puesto o colgado del brazo. Te lo trajiste el invierno pasado para poder envolver con él a mamá, que iba con ropa de verano la última vez que la vieron, cuando la encontrarais. Tu sombra con el abrigo de visón puesto se proyectaba en los edificios de mármol mientras os abríais paso entre los vagabundos que utilizaban periódicos o cajas de
ramen
como mantas para dormir. Teníais el móvil conectado a todas horas, pero ya no llamaba nadie para decir que había visto a alguien que se parecía a mamá.
Un día fuiste a la estación de Seúl, al lugar donde mamá se había quedado atrás, y chocaste con tu hermano mayor, que estaba ahí de pie, sin rumbo. Os sentasteis juntos y mirasteis cómo iban y venían los trenes hasta que se cerró el servicio. Él comentó que al principio había creído que, si se sentaba allí, mamá aparecería, le daría unos golpecitos en el hombro y diría: «¡Hyong-chol!». Pero que ya no creía que eso fuera a ocurrir. Dijo que ya no pensaba, que tenía la mente en blanco. Cuando no quería volver directamente del trabajo a casa, se sorprendía yendo a la estación.
Un día de fiesta fuiste a su casa. Lo viste bajar del coche con los palos de golf y gritaste: «¡Cabrón!» y le montaste una escena. Si hasta tu hermano acepta que mamá ha desaparecido, ¿quién va a encontrarla? Cogiste los palos y los tiraste al suelo. Poco a poco todos se iban convirtiendo en el hijo, la hija, el marido cuya madre y esposa ha desaparecido. Incluso sin mamá, la vida continuaba.
Otro día fuiste a primera hora de la mañana a la estación donde mamá había desaparecido y volviste a encontrarte a tu hermano. Lo abrazaste por detrás a la luz del amanecer. Él dijo que tal vez los únicos que pensábamos que la vida de mamá había estado llena de sacrificio y dolor éramos nosotros, sus hijos, porque nos sentíamos culpables. Que quizá estábamos subestimando su vida. Debo decir en su favor que recordó algo que mamá siempre decía ante la más mínima cosa buena que pasaba: «¡Me siento agradecida!», o «¡Eso es algo por lo que deberíamos sentirnos agradecidos!». Mamá expresaba su gratitud por las pequeñas oleadas de felicidad que todo el mundo experimentaba. Tu hermano dijo que la gratitud de mamá era sincera, que se sentía agradecida por todo, y que alguien que se sentía tan agradecido no podía haber llevado una vida tan desdichada. Cuando os separasteis, tu hermano dijo que tenía miedo de que mamá, si volvía, no lo reconociera. Tú le dijiste que para mamá él era la persona más querida del mundo, que mamá siempre lo reconocería, no importaba dónde estuviera o cuánto hubiera cambiado. Cuando lo llamaron a filas y entró en el campo de instrucción, hubo un día de visita para los padres. Mamá hizo pasteles de arroz, los cargó sobre su cabeza y se fue ver a Hyong-chol, contigo a la zaga. Aunque había cientos de soldados vestidos igual y haciendo los mismos pasos de taekwondo, fue capaz de reconocerlo desde lejos. Para ti, todos eran iguales, pero sonrió con una sonrisa de oreja a oreja y lo señaló: «¡Ahí está tu hermano!».