Read Por favor, cuida de mamá Online
Authors: Kyung-Sook Shin
Por una vez estabas hablando con tu hermano sobre mamá con tranquilidad, pero de pronto alzaste la voz y le preguntaste por qué había desistido de buscarla. «¿Por qué estás aquí hablando de mamá como si no fuera a volver?», le gritaste. Él respondió: «Dime, ¿cómo se supone que voy a encontrarla?». En su desesperación, se arrancó los primeros botones de su camisa blanca y acabó mostrándote sus lágrimas. A partir de entonces dejó de contestar a tus llamadas.
Solo después de que tu madre desapareciera, te diste cuenta de que las anécdotas sobre ella se habían amontonado dentro de ti, en pilas interminables. La vida cotidiana de mamá se sucedía en un bucle, sin una pausa. Las palabras que pronunciaba cada día, en las que nunca te paraste a pensar en profundidad y que a veces desdeñabas cuando estaba contigo, despertaron en tu corazón y crearon olas gigantescas. Te diste cuenta de que su posición en la vida no cambió ni siquiera después de que terminara la guerra, cuando la familia tenía qué comer. Cuando la familia se reunió por primera vez en mucho tiempo y se sentó alrededor de la mesa, con padre en la cabecera, para hablar de las elecciones presidenciales, mamá cocinó, sirvió la comida, lavó los platos, limpió y colgó los trapos húmedos para que se secaran. Mamá se ocupó de reparar la verja, el tejado y el porche. En lugar de ayudarla con los trabajos que hacía sin descanso, incluso tú dabas por sentado que eran tarea de ella y lo aceptabas como algo normal. A veces, como señaló tu hermano, su vida te parecía decepcionante… a pesar de que mamá, sin haber disfrutado nunca de una situación holgada, siempre se esforzó por darte lo mejor de todo, a pesar de que era mamá quien te daba unas palmaditas tranquilizadoras cuando te sentías sola.
Cuando los ginkgo de delante del Ayuntamiento empezaron a echar hojas nuevas, tú estabas acuclillada bajo un gran árbol en una vía principal que llevaba a Samchong-dong. Era increíble que llegara la primavera sin mamá. Que el hielo que cubría el suelo se fundiera y los árboles empezaran a despertar. Tu corazón, que te había sostenido durante este calvario con la creencia de que conseguirías encontrarla, se hizo trizas. «Aunque mamá ha desaparecido —pensaste—, llegará el verano, llegará el otoño, llegará el invierno. Y viviré en un mundo sin mamá». Podías imaginar una carretera desierta. Y a la mujer desaparecida caminando por ella con unas sandalias de goma azules.
Sin decírselo a nadie de la familia te fuiste con Yu-bin a Roma, donde él iba a asistir a un seminario. Aunque te pidió que lo acompañaras, no esperaba que le dijeras que sí. Cuando decidiste ir con él, se quedó un poco sorprendido, pero hizo cambios en su agenda pacientemente. El día anterior a vuestra partida incluso te llamó para preguntarte: «No ha cambiado nada, ¿verdad?». Cuando subiste con él al avión con destino a Roma te preguntaste por primera vez si el sueño de mamá había sido viajar. Mamá siempre te decía con expresión preocupada que no subieras a aviones, pero cuando volvías de alguna parte, siempre te hacía preguntas minuciosas sobre el lugar donde habías estado.
«¿Qué clase de ropa llevan los chinos?». «¿Cómo llevan los indígenas a los bebés?». «¿Qué ha sido lo más rico que has comido en Japón?». Las preguntas de mamá se derramaban sobre ti. Tú siempre respondías sucintamente: «Los chinos se quitan la camisa en verano y van por ahí con el torso desnudo», «La mujer indígena que vi en Perú llevaba a su hijo envuelto en tela de saco y a la cadera», «La comida japonesa es muy dulce». Cuando mamá te hacía más preguntas, te impacientabas y decías: «¡Luego te lo cuento, mamá!». Pero luego nunca había oportunidad para esas conversaciones porque tú siempre tenías algo más importante que hacer. Te recostaste en el asiento del avión y soltaste un profundo suspiro. Fue mamá quien quiso que vivieras lejos de casa. Fue ella quien te mandó a una edad tan temprana a la ciudad, lejos de tu lugar natal. Caes dolorosamente en la cuenta de que mamá tenía la misma edad que tú ahora cuando te llevó ella sola a la ciudad y regresó a casa en el tren nocturno. Una mujer. Esa mujer desapareció poquito a poco, olvidó la alegría de haber nacido, su infancia, sus sueños, se había casado antes de tener su primer período, había dado a luz a cinco hijos y los había sacado adelante. La mujer que, en lo que se refería a sus hijos, nada la sorprendía ni la desconcertaba. La mujer cuya vida se había visto marcada por el sacrificio hasta el día en que desapareció. Te comparas con mamá. Pero mamá era un mundo en sí misma. Si tú fueras ella, no huirías de este modo, no huirías por miedo.
Toda la ciudad de Roma es literalmente un conjunto histórico. Las cosas negativas que oyes sobre ella —hay huelga de transportes cada poco y ni siquiera piden disculpas a los pasajeros; intentan robarte el reloj delante de tus narices; las calles están llenas de pintadas y de basura— no te preocupan. Observas todo sin inmutarte, aunque un taxista te timó y tus gafas de sol desaparecieron en cuanto las dejaste sobre la mesa de un café. Has ido a visitar varias ruinas tú sola en los tres días que Yu-bin ha estado en el seminario. El Foro Romano, el Coliseo, las termas de Caracalla, las catacumbas. Tú, indiferente, en las espaciosas ruinas de la gran ciudad. Todo en Roma simboliza civilización. Pero aunque hay rastros del pasado esparcidos ante ti allá adónde vas, no has guardado nada en tu corazón. Ahora estás mirando las estatuas de los santos de la
piazza
redonda, pero tus ojos no se detienen en ninguna parte. El guía explica que Ciudad del Vaticano no solo es un país en el mundo secular, sino que es también el país de Dios, que el territorio solo abarca cuarenta y cuatro hectáreas pero es un Estado independiente que tiene moneda propia y emite sus propios sellos postales. No escuchas las explicaciones del guía. Aunque hay muy pocas personas alrededor, desplazas la mirada de una a otra, inquieta, mientras te preguntas: «¿Está mamá por aquí?». Es imposible que mamá esté entre los turistas occidentales, pero aun así tus ojos no logran posarse en ningún objeto. Tus ojos se encuentran con los ojos del guía, que ha explicado que vino aquí hace siete años para estudiar música vocal. Avergonzada porque ni siquiera llevas los auriculares, te los pones. «Ciudad del Vaticano es el país más pequeño del mundo. Pero en un solo día recibe la visita de treinta mil personas». Al oír las explicaciones del guía, te muerdes el labio por dentro. Las palabras de mamá acuden a ti como un destello. ¿Cuándo fue? Mamá te preguntó cuál era el país más pequeño del mundo. Te pidió que le compraras un rosario de palo de rosa si alguna vez ibas a ese país. El país más pequeño del mundo. De pronto prestas atención. ¿Este país? ¿Ciudad del Vaticano?
Con los auriculares todavía puestos, te alejas de tu grupo, sentado al pie de la escalera de mármol para refugiarse del sol, y entras sola en el museo. Un rosario de palo de rosa. Pasas debajo del majestuoso arte del techo y delante de la hilera de esculturas cuyo fin no alcanzas a ver. Tiene que haber una tienda de regalos en alguna parte, y quizá allí tengan a la venta un rosario de palo de rosa. Cuando te abres paso rápidamente entre la gente en busca de un rosario de palo de rosa, te detienes a la entrada de la Capilla Sixtina. ¿Miguel Ángel estuvo colgado de las vigas de esos altos techos cada día durante cuatro años para pintar el fresco? El tamaño del fresco, muy diferente de cómo se ve en los libros, te abruma. Sí, lo extraño habría sido que no hubiera tenido problemas de salud después de terminar ese proyecto. El dolor y la pasión del artista se derraman como agua en tu cara cuando te detienes bajo la
Creación de Adán
. Tu instinto no se equivoca; en cuanto sales de la Capilla Sixtina ves una tienda de objetos de regalo. Detrás de unos mostradores con vitrina hay unas monjas de blanco. Miras a los ojos de una monja en particular.
—¿Es usted coreana? —El coreano brota de los labios de la monja.
—Sí.
—Yo también. Es usted la primera persona coreana que encuentro desde que me destinaron aquí. Hace cuatro días. —La monja sonríe.
—¿Tienen rosarios de rosa?
—¿Rosarios de rosa?
—Rosarios hechos de madera de palo de rosa.
—Ah. —La monja te lleva a una parte del mostrador—. ¿Se refiere a esto?
Abres la caja del rosario que te ofrece la monja. El olor a rosa sale junto con el aire estanco. ¿Conocía mamá este olor?
—Lo ha bendecido un sacerdote esta mañana.
¿Es éste el rosario de palo de rosa del que habló mamá?
—¿Éste es el único lugar donde puede conseguirse este rosario?
—No, puede conseguirlo en todas partes. Pero como estamos en el Vaticano, tiene más significado si es de aquí.
Miras la etiqueta del precio en la caja: 15 euros. Cuando le das el dinero a la monja te tiemblan las manos. La monja, con la caja en la mano, te pregunta si es un regalo. «¿Un regalo? ¿Podría dárselo a mamá? ¿Podría?». Cuando asientes, la monja saca del mostrador un sobre blanco con la imagen de la
Pieta
impresa, mete la caja en él y lo cierra con una etiqueta adhesiva.
Con el rosario en la mano echas a andar hacia la basílica de San Pedro. Te asomas desde la entrada. La luz cae en cascada del techo redondo sobre el suntuoso cimborio de bronce. Entre las nubes blancas del fresco del techo flotan ángeles. Pones un pie en la basílica y miras más allá del gran halo lacado del fondo. Mientras recorres la nave central tus pies se detienen. Algo tira de ti, con fuerza. ¿Qué es? Te abres paso entre la gente hacia lo que tira de ti como un imán. Levantas la vista para ver qué está mirando la gente. La
Pieta
. La Santa Madre sosteniendo en sus brazos a su hijo muerto detrás de un cristal antibalas. Como si alguien tirara de ti, te cuelas entre la gente hasta colocarte la primera. En cuanto ves la grácil imagen de la Santa Madre sosteniendo el cuerpo de su hijo, que acaba de exhalar su último aliento, te quedas petrificada. ¿Es mármol? El cuerpo del muerto parece conservar todavía algo de calor. Los ojos de la Santa Madre, que ladea la cabeza hacia el cuerpo de su hijo tendido en su regazo, están llenos de dolor.
Aunque la muerte ya los ha tocado, los cuerpos parecen reales… como si pudieras hundir un dedo en la carne. La mujer a la que se le negó la maternidad ofrecía su regazo al cuerpo de su hijo. Están llenos de vida, como si estuvieran vivos. Notas que alguien te roza la espalda y te vuelves rápidamente. Es como si mamá estuviera detrás de ti.
Caes en la cuenta de que solías pensar en mamá cuando algo no iba bien en tu vida porque cuando pensabas en ella era como si las cosas volvieran a encarrilarse, te sentías revigorizada. Seguiste con la costumbre de llamarla por teléfono incluso después de que desapareciera. Cuántos días estuviste a punto de hacerlo y te quedaste inmóvil, aturdida. Pones el rosario de palo de rosa frente a la
Pieta
y te arrodillas. Es como si la mano de la Santa Madre, que mece a su hijo muerto, se moviera. Te cuesta contemplar su tormento mientras sostiene a su hijo, que ya ha alcanzado la muerte después de soportar mucho dolor. No oyes nada, y la luz del techo ha desaparecido. La catedral del país más pequeño del mundo se ha sumido en un silencio profundo. El corte en el interior de tu labio sigue sangrando. Tragas la sangre que te llena la boca y logras alzar la cabeza para mirar a la Santa Madre. Alargas las manos y tocas con las palmas el cristal antibalas. Si pudieras, te gustaría cerrar los ojos afligidos de la Santa Madre. Sientes vividamente el olor de mamá, como si hubierais dormido bajo la misma manta la noche anterior y la hubieras abrazado al despertarte esta mañana.
Un invierno, mamá envolvió con sus ásperas manos tus manos jóvenes y frías, y te llevó al horno de la cocina. «¡Tienes las manos como cubitos de hielo!». Oliste la fragancia única de mamá, que se arrimó a ti frente al fuego y te frotó una y otra vez las manos para calentártelas.
Sientes que los dedos de la Santa Madre, que asoman por debajo del brazo de su hijo muerto, se alargan y te acarician la mejilla. Te quedas de rodillas frente a ella, que ni siquiera logra levantar las manos de su hijo, visiblemente marcadas por las heridas infligidas por los clavos, hasta que ya no oyes pasos en la basílica. Abres los ojos. Miras fijamente los labios de la Santa Madre, debajo de sus ojos inmersos en dolor. Sus labios están firmemente cerrados, con una dignidad que nadie puede alterar. Profundos suspiros escapan de los tuyos. Los delicados labios de la Santa Madre se han desplazado más allá del dolor de sus ojos hacia la compasión. Vuelves a mirar a su hijo muerto. Tiene los brazos y las piernas plácidamente extendidos sobre las rodillas de la madre. Ella tranquiliza a su hijo aun en la muerte. Si hubieras dicho a tu familia que te ibas de viaje, todos habrían supuesto que habías renunciado a encontrar a mamá. Como no tenías posibilidad de convencerlos de lo contrario, has venido a Roma pero no se lo has contado. ¿Has venido aquí para ver la
Pieta
? Cuando Yu-bin te propuso que lo acompañaras a Italia, tal vez pensaste inconscientemente en esta escultura. Quizá querías rezar en este lugar, rezar para ver por última vez a la mujer que vivió en un pequeño país pegado a un extremo del vasto continente asiático, para encontrarla, y esa es la razón por la que estás aquí. O tal vez no. Tal vez ya habías comprendido que mamá ya no existía en este mundo. Tal vez viniste aquí porque querías suplicar: «Por favor, no te olvides de mamá. Por favor, ten piedad de mamá». Pero ahora que has visto la estatua al otro lado del cristal, colocada sobre un pedestal, abrazando con sus frágiles brazos todo el dolor de la humanidad desde la Creación, eres incapaz de decir nada. Miras fijamente los labios de la Santa Madre. Cierras los ojos, retrocedes y sales de allí. Te cruzas con una fila de sacerdotes, probablemente van a oficiar la misa. Sales de la basílica y bajas la vista, aturdida, hacia la
piazza
rodeada de largos soportales y coronada de luz brillante. Y solo entonces brotan de tus labios las palabras que no has podido pronunciar delante de la estatua.
—Por favor, cuida de mamá.
FIN
KYUNG-SOOK SHIN nació en Jeongeup. Es la cuarta hija de una familia numerosa de un pueblo rural de Corea del Sur. Durante la adolescencia se trasladó a Seúl, donde estudió escritura creativa y publicó su primer relato a los veintidós años.