Por qué fracasan los países (58 page)

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Authors: James A. Daron | Robinson Acemoglu

BOOK: Por qué fracasan los países
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El Derg estaba formado inicialmente por 108 representantes de distintas unidades militares de todo el país. El representante de la Tercera División en la provincia de Harar era un comandante llamado Mengistu Haile Mariam. Aunque en su declaración inicial el 4 de julio de 1974, los oficiales del Derg juraron lealtad al emperador, pronto empezaron a detener a miembros del gobierno, para comprobar cuánta oposición habría. A medida que el apoyo del régimen de Selassie se reducía, fueron a por el propio emperador, y lo detuvieron el 12 de septiembre. Entonces, empezaron las ejecuciones. Muchos políticos pertenecientes al viejo régimen fueron asesinados rápidamente. En diciembre, el Derg había declarado que Etiopía era un Estado socialista. Selassie murió, probablemente asesinado, el 27 de agosto de 1975. Ese año, el Derg empezó a nacionalizar la propiedad, incluyendo todo el terreno urbano y rural y la mayoría de los tipos de propiedad privada. El comportamiento cada vez más autoritario del régimen provocó la oposición alrededor del país. Grandes partes de Etiopía fueron unidas durante la expansión colonial europea a finales del siglo
XIX
y principios del
XX
por las políticas del emperador Menelik II, ganador de la batalla de Adowa, que vimos anteriormente (capítulo 8). Estos territorios incluían Eritrea y Tigray en el norte y Ogaden en el este. Los movimientos independentistas en respuesta al régimen despiadado del Derg aparecieron en Eritrea y Tigray, cuando el ejército somalí invadió Ogaden, una zona de lengua somalí. El propio Derg se empezó a desintegrar y dividir en facciones. El comandante Mengistu resultó ser el más despiadado y listo de ellos. A mediados de 1977, había eliminado a sus principales oponentes y se había hecho con el control efectivo del régimen, que se salvó del hundimiento solamente por la enorme entrada de armas y tropas de la Unión Soviética y Cuba en noviembre de aquel año.

En 1978, el régimen organizó una celebración nacional que marcó el cuarto aniversario del derrocamiento de Haile Selassie. Para entonces, Mengistu era el líder incontestado del Derg. Su residencia, desde donde gobernaría Etiopía, era el Gran Palacio de Selassie, que no había sido ocupado desde la abolición de la monarquía. En la celebración, se sentó en un sillón dorado, como los emperadores antiguos, mirando el desfile. Las funciones oficiales se volvían a realizar en el Gran Palacio, con Mengistu sentado en el viejo trono de Haile Selassie. Mengistu empezó a compararse con el emperador Teodoro, que había refundado la dinastía salomónica a mediados del siglo
XIX
después de un período de declive.

Uno de sus ministros, Dawit Wolde Giorgis, recordaba en sus memorias:

 

Al principio de la revolución, todos habíamos rechazado por completo cualquier cosa que tuviera que ver con el pasado. Ya no conducíamos coches, ni llevábamos trajes; llevar corbatas se consideraba un delito. Cualquier cosa que te hiciera parecer rico o burgués, cualquier cosa que sugiriera riqueza o sofisticación, se menospreciaba por considerarla parte del antiguo orden. Alrededor de 1978, todo aquello empezó a cambiar. El materialismo se fue aceptando poco a poco, y, posteriormente, se exigió. Los diseños de los mejores diseñadores europeos se convirtieron en el uniforme de todos los altos oficiales del ejército y los miembros del Consejo Militar. Teníamos lo mejor de todo: las mejores casas, los mejores coches, los mejores
whiskies
y champanes y la mejor comida. Era un cambio radical respecto a los ideales de la revolución.

 

Giorgis también registró claramente cómo cambió Mengistu una vez que pasó a ser el único gobernante:

 

Apareció el verdadero Mengistu: vengativo, cruel y autoritario... Muchos de nosotros, que hablábamos con él con las manos en los bolsillos, como si fuera uno de nosotros, pasamos a estar rígidos y atentos, con un respeto cauto ante su presencia. Al dirigirnos a él, siempre habíamos usado la forma familiar, el equivalente a «tú», ante; pero pasamos a tratarlo de «usted», empleando el tratamiento más formal, ersiwo. Se trasladó a una oficina más grande y fastuosa en el palacio de Menelik... Empezó a utilizar los coches del emperador... Se suponía que teníamos una revolución por la igualdad y él se había convertido en el nuevo emperador.

 

El patrón de círculo vicioso mostrado por la transición entre Haile Selassie y Mengistu, o entre los gobernadores coloniales británicos de Sierra Leona y Siaka Stevens, es tan extremo y, en algún nivel, tan extraño, que merece un nombre especial. Como ya mencionamos en el capítulo 4, el sociólogo alemán Robert Michels lo denominó ley de hierro de la oligarquía. La lógica interna de las oligarquías y, de hecho, de todas las organizaciones jerárquicas es que, según afirmaba Michels, se reproducirán no solamente cuando el mismo grupo esté en el poder, sino incluso cuando el control esté en manos de un grupo completamente nuevo. Lo que Michels no previó quizá fue un eco del comentario de Karl Marx de que la historia se repite, la primera vez como tragedia, y la segunda, como farsa.

No es solamente que muchos de los líderes postindependencia de África se trasladaran a las mismas residencias, utilizaran las mismas redes de patrocinio y emplearan las mismas formas para manipular los mercados y extraer recursos que los regímenes coloniales y los emperadores a los que sustituían, sino que también empeoraban las cosas. Fue realmente una farsa que al firmemente anticolonial Stevens le preocupara controlar al mismo pueblo, los mendes, a quien los británicos habían intentado controlar; que confiara en los mismos jefes que habían recibido el poder de los británicos y que éstos habían utilizado para controlar el
hinterland
; que dirigiera la economía de la misma forma, expropiando a los agricultores con las mismas juntas de comercialización y controlando los diamantes con un monopolio similar. Era realmente una farsa, una muy triste, que Laurent Kabila, que movilizó a un ejército contra la dictadura de Mobutu con la promesa de liberar al pueblo y acabar con la opresiva y empobrecedora corrupción y represión del Zaire de Mobutu, estableciera un régimen igual de corrupto y quizá incluso más desastroso. Sin duda, fue una farsa que intentara empezar un culto a la personalidad de tipo mobutesco ayudado e instigado por Dominique Sakombi Inongo, antinguo ministro de Información de Mobutu, y que el régimen de Mobutu en sí siguiera el modelo de explotación de la masa que había iniciado más de un siglo atrás el Estado Libre del Congo del rey Leopoldo. Fue una verdadera farsa que el oficial marxista Mengistu empezara a vivir en un palacio, a considerarse a sí mismo emperador y a enriquecerse él y su séquito igual que habían hecho Haile Selassie y otros emperadores antes que él.

Todo era una farsa, pero también más trágica que la tragedia original y no solamente por las esperanzas que se frustraban. Stevens y Kabila, como muchos otros gobernantes de África, empezarían a asesinar a sus adversarios y también a ciudadanos inocentes. Las políticas de Mengistu y el Derg aportarían una hambruna recurrente a las fértiles tierras de Etiopía. La historia se repetía, pero de una forma muy distorsionada. Fue una hambruna en la provincia de Wollo en 1973 a la que Haile Selassie fue aparentemente indiferente lo que tanto contribuyó finalmente a fortalecer la oposición a su régimen. Selassie al menos solamente había sido indiferente. En cambio, Mengistu consideró que la hambruna era una herramienta política para minar la fuerza de sus adversarios. La historia no era solamente una farsa y una tragedia, sino también algo cruel para los ciudadanos de Etiopía y gran parte del África subsahariana.

La esencia de la ley de hierro de la oligarquía, esta faceta concreta del círculo vicioso, es que los nuevos líderes que derrocaban a los viejos con promesas de cambio radical solamente aportaron más de lo mismo. De alguna manera, la ley de hierro de la oligarquía es más difícil de entender que otras formas del círculo vicioso. Existe una lógica clara para la persistencia de las instituciones extractivas en el Sur de Estados Unidos y en Guatemala. Los mismos grupos continuaron dominando la economía y la política durante siglos. Incluso cuando eran cuestionados, como en el caso de los plantadores del Sur de Estados Unidos tras la guerra civil, su poder permaneció intacto y pudieron mantener y recrear un conjunto similar de instituciones extractivas de las que se volverían a beneficiar. Sin embargo ¿cómo podemos entender a los que llegan al poder en nombre del cambio radical recreando el mismo sistema? La respuesta a esta pregunta revela, una vez más que el círculo vicioso es más fuerte de lo que parece.

No todos los cambios radicales están condenados al fracaso. La Revolución gloriosa fue un cambio radical, y condujo a lo que quizá resultó ser una de las revoluciones políticas más importantes de los dos milenios pasados. La Revolución francesa fue todavía más radical, con su exceso de caos y violencia y la ascensión de Napoleón Bonaparte, pero no recreó el antiguo régimen.

Tres factores facilitaron enormemente la aparición de instituciones políticas más inclusivas tras la Revolución gloriosa y la Revolución francesa. El primero fueron los nuevos comerciantes y hombres de negocios que deseaban desencadenar el poder de destrucción creativa de la que se beneficiarían; estos hombres nuevos eran miembros clave de las coaliciones revolucionarias y no deseaban ver el desarrollo de otro conjunto de instituciones extractivas que los explotaran de nuevo.

El segundo fue la naturaleza de la amplia coalición que se había formado en ambos casos. Por ejemplo, la Revolución gloriosa no fue un golpe por parte de un grupo reducido o un interés reducido específico, sino un movimiento respaldado por comerciantes, industriales, la
gentry
y varias agrupaciones políticas. Ocurrió lo mismo, a grandes rasgos, en el caso de la Revolución francesa.

El tercer factor está relacionado con la historia de las instituciones políticas inglesas y francesas. Crearon un marco en el cual los regímenes nuevos y más inclusivos se pudieran desarrollar. En ambos países, había una tradición de parlamentos y poderes compartidos que se remontaba a la Carta Magna en Inglaterra y a la Asamblea de Notables en Francia. Además, ambas revoluciones sucedieron en mitad de un proceso que ya había debilitado el control de los regímenes absolutistas o aspirantes a serlo. En ningún caso estas instituciones políticas facilitaron que un nuevo conjunto de gobernantes o un grupo reducido se hiciera con el control del Estado, usurpara la riqueza económica existente y construyera un poder político ilimitado y duradero. Tras la Revolución francesa, un grupo reducido dirigido por Robespierre y Saint-Just sí que logró el control, con consecuencias desastrosas, pero fue temporal y no cambiaron el sentido del camino hacia instituciones más inclusivas. Todo esto contrasta con la situación de las sociedades con largas historias de instituciones políticas y económicas extractivas extremas y sin controles del poder de los gobernantes. En estas sociedades, no habría nuevos comerciantes u hombres de negocios fuertes que apoyaran y financiaran la resistencia contra el régimen existente en parte para garantizar instituciones económicas más inclusivas; ni coaliciones amplias que introdujeran límites al poder de cada uno de sus miembros; ni instituciones políticas que inhibieran el intento de los nuevos gobernantes de usurpar y explotar el poder.

En consecuencia, en Sierra Leona, Etiopía y el Congo, el círculo vicioso fue mucho más difícil de resistir y fue mucho menos probable poner en marcha movimientos hacia instituciones inclusivas. Tampoco había instituciones tradicionales ni históricas que pudieran controlar el poder de aquellos que asumieron el control del Estado. Aquellas instituciones habían existido en algunas partes de África, y algunas, como en Botsuana, incluso sobrevivieron a la era colonial. Sin embargo, fueron mucho menos prominentes a lo largo de la historia de Sierra Leona, y, en la medida en que existieron, estuvieron pervertidas por el control indirecto. Lo mismo sucedió en otras colonias británicas de África, como Kenia y Nigeria. Nunca existieron en el reino absolutista de Etiopía. En el Congo, las instituciones indígenas fueron mutiladas por el dominio colonial belga y las políticas autocráticas de Mobutu. En todas estas sociedades, tampoco había nuevos comerciantes, hombres de negocios ni emprendedores que apoyaran a los nuevos regímenes y que demandaran derechos de propiedad seguros y el fin de las instituciones extractivas previas. De hecho, las instituciones económicas extractivas del período colonial significaron que no quedaran muchos negocios ni espíritu emprendedor.

La comunidad internacional pensó que la independencia poscolonial africana conduciría al crecimiento económico mediante un proceso de planificación estatal y el cultivo del sector privado. No obstante, el sector privado no estaba allí, excepto en áreas rurales, no tenía representación en los nuevos gobiernos y, por lo tanto, sería su primera presa. Más importante quizá, en la mayoría de estos casos hubo beneficios enormes como consecuencia de lograr el poder. Estos beneficios atrajeron a los hombres con menos escrúpulos, como Stevens, que deseaban monopolizar este poder y que sacaron lo peor de ellos una vez que lo alcanzaron. No había nada que detuviera el círculo vicioso.

 

 

La retroalimentación negativa y los círculos viciosos

 

Los países ricos son ricos, en gran medida, porque consiguieron desarrollar instituciones inclusivas en algún momento durante los últimos trescientos años. Estas instituciones han persistido a través de un proceso de círculos virtuosos. Incluso aunque al principio solamente fueran inclusivas en un sentido limitado, y que en ocasiones fueran frágiles, generaron dinámicas que crearían un proceso de retroalimentación positiva, aumentando poco a poco su inclusividad. Inglaterra no se convirtió en una democracia después de la Revolución gloriosa de 1688. Ni mucho menos. Solamente una pequeña parte de la población tenía una representación formal, pero fue crucial que pasara a ser pluralista. Una vez que se consagró el pluralismo, había una tendencia a que las instituciones se hicieran más inclusivas con el tiempo, aunque era un proceso débil e incierto.

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