¿Por qué leer los clásicos? (2 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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11. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.

Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural. Podríamos decir:

12. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía.

Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a preguntas como: «¿Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y «¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la actualidad?».

Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio, Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el
Discurso del método
, el
Wilhelm Meister
, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo esto sin tener que hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los libros clásicos hay que establecer
desde dónde
se los lee. De lo contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción.

Tal vez el ideal sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos indica los atascos del tráfico y, las perturbaciones meteorológicas, mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y articulado en la habitación. Pero ya es mucho que para los más la presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a todo volumen. Añadamos por lo tanto:

13. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

14. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del
otium
humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación.

Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi, dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina). Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía también con textos que nunca eran demasiado
up to date
: las costumbres de los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje de Colón en Robertson.

Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los descubrimientos ocasionales.

Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los italianos.

Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los clásicos se han de leer porque «sirven» para algo. La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos.

Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. “¿De qué te va a servir?”, le preguntaron. “Para saberla antes de morir”».

[1981]

Las Odiseas en la
Odisea

¿Cuántas Odiseas contiene la
Odisea
? En el comienzo del poema, la Telemaquia es la búsqueda de un relato que no es el relato que será la Odisea. En el Palacio Real de Itaca, el cantor Femio ya conoce los
nostoi
de los otros héroes; sólo le falta uno, el de su rey; por eso Penélope no quiere volver a escucharlo. Y Telémaco sale a buscar ese relato entre los veteranos de la guerra de Troya: si lo encuentra, termine bien o mal, Itaca saldrá de la situación informe, sin tiempo y sin ley, en que se encuentra desde hace muchos años.

Como todos los veteranos, también Néstor y Menelao tienen mucho que contar, pero no la historia que Telémaco busca. Hasta que Menelao aparece con una fantástica aventura: disfrazado de foca, ha capturado al «viejo del mar», es decir a Proteo, el de las infinitas metamorfosis, y le ha obligado a contarle el pasado y el futuro. Naturalmente Proteo conocía ya toda la Odisea con pelos y señales: empieza a contar las vicisitudes de Ulises a partir del punto mismo en que comienza Homero, cuando el héroe está en la isla de Calipso; después se interrumpe. En ese punto Homero puede sustituirlo y seguir el relato.

Habiendo llegado a la corte de los feacios, Ulises escucha a un aedo ciego como Homero que canta las vicisitudes de Ulises; el héroe rompe a llorar; después se decide a contar él mismo. En su relato, llega hasta el Hades para interrogar a Tiresias, y Tiresias le narra a continuación su historia. Después Ulises encuentra a las sirenas que cantan; ¿qué cantan? La Odisea una vez más, quizás igual a la que estamos leyendo, quizá muy diferente. Este retorno-relato es algo que existe antes de estar terminado: preexiste a la situación misma. En la Telemaquia ya encontramos las expresiones «pensar en el regreso», «decir el regreso». Zeus «no pensaba en el regreso» de los atridas (III, 160); Menelao pide a la hija de Proteo que le «diga el regreso» (IV, 379) y ella le explica cómo hacer para obligar al padre a decirlo (390), con lo cual el Atrida puede capturar a Proteo y pedirle: «Dime el regreso, cómo iré por el mar abundante en peces» (470).

El regreso es individualizado, pensado y recordado: el peligro es que caiga en el olvido antes de haber sucedido. En realidad, una de las primeras etapas del viaje contado por Ulises, la de los lotófagos, implica el riesgo de perder la memoria por haber comido el dulce fruto del loto. Que la prueba del olvido se presente en el comienzo del itinerario de Ulises, y no al final, puede parecer extraño. Si después de haber superado tantas pruebas, soportado tantos reveses, aprendido tantas lecciones, Ulises se hubiera olvidado de todo, su pérdida habría sido mucho más grave: no extraer ninguna experiencia de todo lo que ha sufrido, ningún sentido de lo que ha vivido.

Pero, mirándolo bien, esta amenaza de desmemoria vuelve a enunciarse varias veces en los cantos IX-XII: primero con las invitaciones de los lotófagos, después con las pociones de Circe, y después con el canto de las sirenas. En cada caso Ulises debe abstenerse si no quiere olvidar al instante... ¿Olvidar qué? ¿La guerra de Troya? ¿El sitio? ¿El caballo? No: la casa, la ruta de la navegación, el objetivo del viaje. La expresión que Homero emplea en estos casos es «olvidar el regreso».

Ulises no debe olvidar el camino que ha de recorrer, la forma de su destino: en una palabra, no debe olvidar la Odisea. Pero tampoco el aedo que compone improvisando o el rapsoda que repite de memoria fragmentos de poemas ya cantados deben olvidar si quieren «decir el regreso»; para quien canta versos sin el apoyo de un texto escrito, «olvidar» es el verbo más negativo que existe: y para ellos «olvidar el regreso» quiere decir olvidar los poemas llamados
nostoi
, caballo de batalla de sus repertorios.

Sobre el tema «olvidar el futuro» escribí hace años algunas consideraciones que concluían: «Lo que Ulises salva del loto, de las drogas de Circe, del canto de las sirenas no es sólo el pasado o el futuro. La memoria sólo cuenta verdaderamente —para individuos, las colectividades, las civilizaciones— si reúne la impronta del pasado y el proyecto del futuro, si permite hacer sin olvidar lo que se quería hacer, devenir sin dejar de ser, ser sin dejar de devenir».

A mi artículo siguieron uno de Edoardo Sanguineti y una cola de respuestas, mía y suya. Sanguineti objetaba: «Porque no hay que olvidar que el viaje de Ulises no es un viaje de ida, sino un viaje de vuelta. Y entonces cabe preguntarse un instante, justamente, qué clase de futuro le espera: porque el futuro que Ulises va buscando es entonces, en realidad, su pasado. Ulises vence los halagos de la Regresión porque él tiende hacia una Restauración.

»Se comprende que un día, por despecho, el verdadero Ulises, el gran Ulises, haya llegado a ser el del Ultimo Viaje, para quien el futuro no es en modo alguno un pasado, sino la Realización de una Profecía, es decir de una verdadera Utopía. Mientras que el Ulises homérico arriba a la recuperación de su pasado como un presente: su sabiduría es la Repetición, y se lo puede reconocer por la Cicatriz que lleva y que lo marca para siempre».

En respuesta a Sanguineti, recordaba yo que «en el lenguaje de los mitos, como en el de los cuentos y la novela popular, toda empresa que aporta justicia, que repara errores, que rescata de una condición miserable, es representada corrientemente como la restauración de un orden ideal anterior: lo deseable de un futuro que se ha de conquistar es garantizado por la memoria de un pasado perdido».

Si examinamos los cuentos populares, vemos que presentan dos tipos de transformaciones sociales, que siempre terminan bien: primero de arriba abajo y después de nuevo arriba: o bien simplemente de abajo arriba. En el primer caso un príncipe, por cualquier circunstancia desafortunada, queda reducido a cuidador de cerdos u otra mísera condición, para reconquistar después su condición principesca; en el segundo un joven pobre por su nacimiento, pastor o campesino, y tal vez pobre también de espíritu, por virtud propia o ayudado por seres mágicos, logra casarse con la princesa y llega a ser rey.

Los mismos esquemas valen para los cuentos populares con protagonista femenino: en el primer caso la doncella de condición real o acaudalada, por la rivalidad de una madrastra (como Blancanieves) o de las hermanastras (como la Cenicienta) se encuentra desvalida hasta que un príncipe se enamora de ella y la conduce a la cúspide de la escala social; en el segundo, se trata de una verdadera pastorcita o joven campesina que supera todas las desventajas de su humilde nacimiento y llega a celebrar bodas principescas.

Se podría pensar que los cuentos populares del segundo tipo son los que expresan más directamente el deseo popular de invertir los papeles sociales y los destinos individuales, mientras que los del primero dejan traslucir ese deseo de manera más atenuada, como restauración de un hipotético orden precedente. Pero pensándolo bien, la extraordinaria fortuna del pastorcito o la pastorcita representan sólo una ilusión milagrera y consoladora, que después será ampliamente continuada por la novela popular y sentimental. Mientras que, en cambio, las desventuras del príncipe o de la reina desgraciada unen la imagen de la pobreza con la idea de un
derecho pisoteado
, de una injusticia que se ha de reivindicar, es decir, fijan (en el plano de la fantasía, donde las ideas pueden echar raíces en forma de figuras elementales) un punto que será fundamental para toda la toma de conciencia social de la época moderna, desde la Revolución francesa en adelante.

En el inconsciente colectivo el príncipe disfrazado de pobre es la prueba de que todo pobre es en realidad un príncipe, víctima de una usurpación, que debe reconquistar su reino. Ulises o Guerin Meschino o Robin Hood, reyes o hijos de reyes o nobles caballeros caídos en desgracia, cuando triunfen sobre sus enemigos restaurarán una sociedad de justos en la que se reconocerá su verdadera identidad.

¿Pero sigue siendo la misma identidad de antes? El Ulises que llega a Itaca como un viejo mendigo, irreconocible para todos, tal vez no sea ya la misma persona que el Ulises que partió rumbo a Troya. No por nada había salvado su vida cambiando su nombre por el de Nadie. El único reconocimiento inmediato y espontáneo es el del perro
Argos
, como si la continuidad del individuo se manifestase solamente a través de señales perceptibles para un ojo animal.

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