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Authors: Frederik Pohl

Pórtico (19 page)

BOOK: Pórtico
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—La verdad —exclamo en voz alta— es que estoy cansado de ti, Siggy.

—Lo siento, Rob. No obstante, te agradecería que me contaras algo más de tu sueño.

—Oh, mierda. —Desato las correas de sujeción porque son muy incómodas. Esto también desconecta algunos de los monitores de Sigfrid, pero por una vez no me lo echa en cara—. Es un sueño bastante aburrido. Estamos en la nave. Llegamos a un planeta que me mira fijamente, como si tuviera un rostro humano. No puedo ver bien los ojos a causa de las cejas, pero sé que está llorando, y sé que es por culpa mía.

—¿Reconoces esa cara, Rob?

—Nunca la he visto. Sólo es una cara. De mujer, me parece.

—¿Sabes por qué llora?

—La verdad es que no, pero yo tengo la culpa de ello, sea lo que fuere. Estoy seguro.

Pausa. Después:

—¿Te importaría volver a ponerte las correas, Rob?

Me pongo inmediatamente en guardia.

—¿Qué pasa? —replico con ironía—, ¿tienes miedo de que me levante y trate de atacarte?

—No Robbie, claro que no. Pero te agradecería que lo hicieras.

Me dispongo a obedecer, lentamente y de mala gana.

—Me pregunto qué valor tendrá la gratitud de un programa de computadora.

No me contesta, y espera que siga hablando. Le dejo ganar y digo:

—Muy bien, ya vuelvo a estar metido en la camisa de fuerza. Y ahora, ¿qué vas a decirme para que hayas creído necesario tenerme atado?

—Bueno —contesta—, probablemente nada de lo que tú piensas, Robbie. Sólo me gustaría saber por qué crees ser el responsable del llanto de aquella chica del planeta.

—Ojalá lo supiera —digo yo, y ésta es la pura verdad.

—Yo sé algunas cosas reales por las que te culpas, Robbie —prosigue—. Una de ellas es la muerte de tu madre.

Yo asiento.

—Supongo que sí, aunque sea una tontería.

—Y creo que te sientes culpable frente a tu amante, Gelle-Klara Moynlin.

Me agito violentamente.

—Aquí hace un calor inaguantable —protesto.

—¿Crees que alguna de las dos te culpaba activamente a ti?

—¿Cómo demonios iba a saberlo?

—Quizá recuerdes algo que ellas dijesen.

—¡No, no recuerdo nada! —Su interrogatorio está tomando un cariz muy personal, y yo quiero mantenerlo en el plano objetivo, así que digo—: Confieso que tengo una declarada tendencia a responsabilizarme de las cosas. Después de todo, es algo muy clásico, ¿verdad? Podrás encontrarme en la página doscientos setenta y siete de cualquier manual.

Él me sigue la corriente y toma el camino impersonal que le he marcado.

—Pero en la misma página, Rob —dice—, probablemente explican que la responsabilidad es autoimpuesta. Esto es lo que tú haces, Robbie.

—Indudablemente.

—No tienes por qué aceptar responsabilidades que no deseas.

—Claro que no, pero las deseo.

Me pregunta, casi de improviso:

—¿Tienes idea de cuál es la razón? ¿Por qué quieres hacerte responsable de todo lo que va mal?

—Oh, mierda, Sigfrid —replico con impaciencia—, tus circuitos vuelven a estar obstruidos. La cuestión no es ésta. Es más... bueno, te lo explicaré. Cuando me siento a la mesa del banquete, Sigfrid, estoy tan ocupado pensando cómo recogeré la cuenta, y preguntándome qué creerán las demás personas cuando me vean pagarla, y dudando de si llevaré dinero suficiente en el bolsillo, que ni siquiera como.

Me contesta amablemente:

—No me gusta alentar esas excursiones literarias, Rob.

—Lo siento. —La verdad es que no. Me saca de mis casillas.

—Para usar tu propia imagen, Rob, ¿por qué no escuchas lo que dicen esas otras personas? Quizá digan algo agradable, o algo importante, acerca de ti.

Reprimo el impulso de romper las correas, darle un puñetazo en la cara y salir para siempre de este agujero. Él espera, mientras la sangre me hierve en las venas, y finalmente exploto:

—¡Que las escuche! Sigfrid, estúpida máquina sin cerebro, no hago nada más que escucharlas. Quiero oírles decir que me aman. Incluso quiero oírles decir que me odian, lo que sea, con tal de que les salga del corazón. Estoy tan ocupado escuchando el corazón que ni siquiera oigo cuando alguien me pide que le pase la sal.

Pausa. Me siento a punto de estallar. Entonces me dice con admiración:

—Expresas las cosas de una forma muy bella, Robbie. Pero lo que quería...

—¡Basta, Sigfrid! —grito, verdaderamente exasperado por fin; me quito las correas a puntapiés y me incorporo para enfrentarme con él—. ¡Y deja de llamarme Robbie! ¡Sólo lo haces cuando crees que me porto de un modo infantil, y ya no soy ningún niño!

—Eso no es enteramente cier...

—¡He dicho que basta! —Salto fuera de la alfombra y cojo mi bolso. De él extraigo la hoja de papel que me dio S. Ya. después de todas aquellas copas y todo aquel rato en la cama—. Sigfrid —exclamo—, he aguantado mucho. ¡Ahora me toca a mí!

18

Entramos en el espacio normal y oímos activarse los reactores del módulo. La nave giró, y Pórtico se vio diagonalmente en la parte inferior de la pantalla, como un deformado glóbulo de carbón y brillo azul en forma de pera. Nosotros cuatro permanecimos sentados y esperamos, casi una hora, hasta oír el chirriante ruido indicador de que habíamos amarrado.

Klara suspiró. Ham empezó a desatarse lentamente de su eslinga. Dred miró fijamente la pantalla, aunque no mostraba nada más interesante que Sirio y Orión. Mirando a los otros tres ocupantes de la cápsula, se me ocurrió pensar que resultaríamos tan desagradables a la vista del equipo de inspección como algunos curtidos viajeros lo fueron para mí hacía mucho tiempo, antes de que fuese novato en Pórtico. Me toqué la nariz con suavidad. Me dolía mucho y, sobre todo, apestaba. Internamente, justo al lado de mi propio sentido del olfato, donde no había forma de escapar del mal olor.

Oímos abrir las compuertas y entrar al equipo de inspección, y después oímos sus exclamaciones de asombro en dos o tres idiomas al ver a Sam Kahane en el lugar del módulo donde lo habíamos puesto. Klara se removió, inquieta.

—No sería mala idea empezar a salir —murmuró, sin dirigirse a nadie en especial, y se fue hacia la compuerta, que ya volvía a estar alzada.

Uno de los tripulantes del crucero metió la cabeza por la compuerta y dijo:

—Oh, aún estáis todos vivos. No sabíamos qué pensar.

NOTAS SOBRE ENANAS Y GIGANTES

Doctor Asmenion:
Todos ustedes deben de saber cómo es un diagrama Hertzsprung-Russell. Si se encuentran en un racimo globular, o cualquier sitio donde haya una masa compacta de estrellas, vale la pena realizar un H-11 de ese grupo. También les recomiendo que busquen clases espectrales poco frecuentes. No obtendrán un céntimo con las letras F, G o K; tenemos muchos datos sobre ellas. Pero si tienen la suerte de encontrarse en órbita alrededor de una enana blanca o una gigante roja, graben todas las cintas que tengan. Las letras O y B también deben investigarse. Aunque no sean su primario. Pero si están en órbita en una Cinco acorazada alrededor de una O brillante, pueden obtener unos doscientos mil como mínimo, en el caso de que traigan los datos.

Pregunta:
¿Por qué?

Doctor Asmenion:
¿Qué?

Pregunta:
¿Por qué no obtenemos bonificación más que si vamos en una Cinco Acorazada?

Doctor Asmenion:
Oh. Porque si no van en una Cinco acorazada, no regresarán.

Después nos miró con más atención, y no dijo nada más. Había sido un viaje agotador, especialmente las dos últimas semanas. Salimos uno por uno, pasando frente al lugar donde Sam Kahane se balanceaba dentro de la improvisada camisa de fuerza que Dred le había hecho con la parte superior de su traje espacial, rodeado por sus propios excrementos y restos de comida, mirándonos fijamente con sus tranquilos ojos de loco. Dos de los tripulantes estaban desatándole para sacarle del módulo. No dijo nada, y esto fue una bendición.

—Hola, Rob, Klara. —Era el miembro brasileño del pequeño destacamento, que resultó ser Francy Hereira—. Parece que habéis tenido mal viaje, ¿verdad?

—Oh —Contesté—, cuando menos hemos vuelto. Pero Kahane no está bien y, por si fuera poco, estamos vacíos.

Asintió comprensivamente, y dijo algo en un idioma que tomé por español al miembro venusiano del destacamento, una mujer baja y regordeta con ojos oscuros. Ésta me dio unos golpecitos en el hombro y me condujo a un pequeño cubículo, donde me indicó que me desnudara. Siempre había supuesto que los hombres registrarían a los hombres y las mujeres se encargarían de las mujeres, pero, pensándolo bien, no tenía por qué ser así. Revisó hasta la última prenda de mi atuendo, visualmente y con un contador de radiaciones, después de lo cual me examinó los sobacos y me introdujo no sé qué en el ano. Abrió la boca para indicarme que yo también debía abrirla, se acercó para mirar lo que había dentro, y retrocedió enseguida, cubriéndose la cara con una mano.

—Tu nariz huele muy mal —dijo—. ¿Qué te ha pasado?

—Me di un golpe —repuse—. Ese otro muchacho, Sam Kahane, se volvió loco; quería cambiar el rumbo.

Ella asintió dubitativamente, y examinó mi nariz llena de gasas. Tocó con cuidado uno de los lados.

—¿Qué?

—¿Aquí dentro? Tuvimos que taponarla. Sangraba mucho.

Suspiró.

—Debería sacártelo. —Reflexionó un momento y después se encogió de hombros—. No. Ponte la ropa. Está bien.

Así pues, volví a vestirme y salí a la cámara de aterrizaje, pero ahí no acabó todo. Tuve que someterme a un interrogatorio. Todos lo hicimos, excepto Sam; ya le habían llevado al Hospital Terminal.

Podría pensarse que no teníamos gran cosa que contar sobre nuestro viaje. Todo él fue concienzudamente registrado día tras día; éste era el objeto de todas las mediciones y observaciones. Pero la Corporación no trabajaba así. Nos extrajeron todos los hechos, y todos los recuerdos; y después todas las impresiones subjetivas y deducciones pasajeras. El interrogatorio duró más de dos horas y yo procuré —de hecho, todos lo hicimos— que quedaran satisfechos. Ésta es otra de las formas en que la Corporación te tiene dominado. La Junta de Evaluación puede decidir concederte una bonificación por cualquier cosa. Cualquier cosa, desde observar algo que nadie ha observado hasta ahora sobre el modo en que se enciende el aparato espiral, hasta inventar una manera de eliminar los tampones sanitarios sin tirarlos por el retrete. La verdad es que hacen todo lo posible para encontrar una excusa que les permita dar una propina a las tripulaciones que se han esforzado al máximo y no han encontrado nada. Bueno, éste era nuestro caso. Queríamos proporcionarles todas las oportunidades para que nos dieran una limosna.

Uno de nuestros interrogadores fue Dane Metchnikov, lo que me sorprendió e incluso me complació un poco. (De regreso en el aire menos pútrido de Pórtico, empezaba a sentirme más humano.) Él también había llegado con las manos vacías, tras encontrarse en órbita alrededor de un sol que aparentemente se había convertido en nova durante los cincuenta o sesenta mil años anteriores. Quizás hubiese habido un planeta en otros tiempos, pero ahora sólo existía en el recuerdo de las máquinas Heechee. No quedaba lo suficiente para justificar una bonificación científica, así que dio media vuelta y regresó.

—Me sorprende verte trabajando —comenté, durante una pausa.

No se ofendió. Para Metchnikov, que siempre había sido muy arisco, parecía estar extrañamente alegre.

—No es por dinero. Haciendo esto se aprende algo muy importante.

—¿Sobre qué?

—Sobre cómo aprovechar las circunstancias favorables, Broadhead. Volveré a salir, pero esta vez conseguiré algo más. Hay un truco nuevo.

Dred, sentado junto a mí con su propio interrogador, se irguió y exclamó:

—¡Cuéntanoslo!

Metchnikov reaccionó con cautela.

—Hay mejores datos en las líneas del espectro —dijo vagamente—. Vamos a ver, ¿qué hay de las raciones? ¿Dices que algunos alimentos tenían un sabor extraño hacia el final?

Pero antes de irme le hice prometer que me explicaría a qué se refería.

—Os llamaré —dijo, a Klara y a mí—. Quizá mañana.

Y, de esta forma, los dos llegamos a casa.

19

Me siento tan poderoso, y tan asustado, que no sé cómo actuar. En la hoja de papel que tengo en las manos, S. Ya. ha escrito las palabras de mando que convertirán a Sigfrid von Shrink, el Despiadado Perseguidor, en un indefenso gatito. No tengo que leerlas. Las sé de memoria. Sin embargo las leo, lenta y cuidadosamente:

—Presta atención, Sigfrid, ésta es una orden prioritaria: «Categoría Alfa Alfa Margaret Truman Daniel Mercurio Venus Marte La Tierra seis seis cero siete». Te ordeno que asumas el programa pasivo.

Le miro. No sucede nada.

—¿Sigfrid? ¿Lo he dicho bien? ¿Aceptas la orden?

—Desde luego, Rob.

Tiene la misma voz que antes, lo cual me desorienta. No sé lo que esperaba. No lo sé. Quizá me imaginase que el holograma de figura paternal desaparecería para dar paso a un tubo de rayos catódicos que se encendería de repente y diría: ROGER WILCO SOY TU ESCLAVO.

Me doy cuenta de que estoy temblando. No analizo la causa, pero me parece algo casi sexual. Digo:

—¡Bueno, Sigfrid, viejo montón de tornillos...! ¿Significa esto que te tengo en mi poder?

La figura paternal contesta pacientemente:

—Significa que puedes darme órdenes, Rob. Como es natural, la función de mando está limitada a la simple exposición.

Frunzo el ceño.

—Y eso, ¿qué significa?

—No puedes cambiar mi programación básica. Para eso necesitarías una orden diferente.

—De acuerdo —digo—. ¡Ja, ja! Ésta es tu instrucción: ¡revélame esa orden!

—No puedo, Rob.

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