Seldon tuvo buen cuidado de no preguntar cuál era su trabajo porque no quería humillar a la Hermana haciéndola contestar que lo ignoraba u obligarla a decirle que había cosas que él no debía saber.
Cruzaron una puerta oscilante y Seldon, de pronto, notó, aunque muy ligero, aquel olor característico que aún recordaba. Miró a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, pero ella parecía no percibirlo y Seldon, al poco rato, también se habituó a él.
La intensidad de la luz cambió de pronto. El tono rosado había desaparecido y la claridad con él. Todo estaba a media luz excepto donde el equipo aparecía iluminado por un foso, y dondequiera que hubiera uno de ellos parecía haber, también, un Hermano o Hermana. Algunos llevaban bandas de luz en la cabeza que despedían un resplandor nacarado. A cierta distancia, Seldon podía ver, en distintos puntos, pequeños destellos que parecían moverse sin rumbo fijo.
Mientras andaban, echó una rápida ojeada al perfil de la Hermana. Era lo único que realmente podía juzgar. En todo momento no podía dejar de tener presente el bulto de su calva cabeza, sus ojos desnudos, su rostro sin color. Todo eso ahogaba su personalidad y parecía volverle invisible. Pero ahora, de perfil, veía algo. Nariz, barbilla, labios generosos, regularidad, belleza. La penumbra suavizaba y dulcificaba la parte superior desierta. Sorprendido, pensó: «Podría ser muy hermosa si dejara que el cabello le creciera y se lo arreglara con gracia».
Pero a continuación pensó que ella no podía dejarse crecer el pelo. Sería calva toda la vida.
¿Por qué? ¿Por qué habían tenido que hacerle aquello? Amo del Sol le había explicado que era para que un mycogenio se conociera a sí mismo (o a sí misma) para toda la vida. ¿Por qué era tan importante que la maldición de la calva tuviera que ser aceptada como un distintivo o marca de identidad?
Entonces, al estar habituado a sopesar ambos extremos de los datos, pensó: «La costumbre es una segunda naturaleza. Acostumbrarse a una cabeza sin cabello, acostumbrarse lo suficiente haría que el pelo pareciera monstruoso, provocaría náuseas». Él mismo se afeitaba la cara todas las mañanas, rasurando todo exceso de vello, incómodo por el menor rastro que le quedaba, no obstante, no pensaba en su rostro como calvo o anormal. Claro que, podía dejarse crecer el vello facial siempre que le viniera en gana…, pero no quería hacerlo.
Sabía que había mundos donde los hombres no se afeitaban; en algunos, ni siquiera se recortaban la barba o le daban forma, sino que dejaban que creciera salvaje. ¿Qué dirían si pudieran ver su cara lampiña, su barbilla, mejillas y labios sin pelo?
Entretanto, iba andando con Gota de Lluvia Cuarenta y Tres por un corredor, interminable al parecer. De vez en cuando, lo cogía del codo para guiarle y tuvo la impresión de que ella se había acostumbrado, porque no retiraba la mano apresuradamente. A veces la dejaba allí durante más de un minuto.
De pronto la oyó decir:
–¡Aquí! ¡Ven aquí!
–¿Qué es esto? – preguntó Seldon.
Estaban delante de una pequeña bandeja llena de pequeñas esferas, cada una de unos dos centímetros de diámetro. El Hermano que se ocupaba del área, y que acababa de dejar la bandeja, levantó la vista vagamente asombrado.
–Pídele unas cuantas -dijo Gota de Lluvia Cuarenta y Tres.
Seldon recordó que ella no podía dirigir la palabra a un Hermano si él no le hablaba.
–¿Podrías darnos unas cuantas, Her… Hermano? – preguntó indeciso.
–Coge un puñado, Hermano -accedió el otro de buen grado.
Seldon cogió una de las esferas y se disponía a entregársela a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres cuando descubrió que ella había tomado la invitación como para sí y tenía dos puñados.
La esfera era brillante, suave. Al alejarse, Seldon preguntó a Gota de Lluvia Cuarenta y Tres:
–¿Son para comerlas? – Y acercó la esfera a la nariz.
–¡No huelen! – cortó ella vivamente.
–¿Qué son?
–Golosinas. Golosinas naturales para el mercado exterior. Las perfumamos de diferentes maneras, pero aquí en Mycogen, las comemos naturales, sin perfumar…, así sólo. – Y se metió una en la boca, comentando-: Nunca tengo bastante.
Seldon se metió una esfera en la boca y sintió cómo se disolvía y desaparecía rápidamente. Su boca, por un momento, se llenó de líquido, luego se deslizó, como por voluntad propia, garganta abajo.
Se quedó asombrado. Ligeramente dulzona, pese a ello, dejaba un regusto algo amargo, pero no encontraba el verdadero sabor.
–¿Puedo tomar otra? – pidió.
–Coge media docena -ofreció Gota de Lluvia Cuarenta y Tres tendiéndole un puñado-. Nunca parecen tener el mismo sabor dos veces seguidas y casi carecen de calorías; prueba.
Ella tenía razón. Seldon dejó que la golosina permaneciera un momento en la boca; trató de lamerla cuidadosamente; trató de darle un mordisco. Pero, pese al cuidado puesto en morder, se deshacía. Una vez separado un fragmento, el resto desaparecía al instante. Cada sabor era indefinible y no del todo parecido al anterior.
–Lo peor es que -explicó la Hermana, feliz-, muy de vez en cuando, encuentras una excepcional y jamás puedes olvidarla, pero tampoco vuelves a encontrar otra igual. Comí una cuando tenía nueve años… -Su expresión perdió su arrobo y dijo-: Es una gran cosa. Te enseña la brevedad de las cosas del mundo.
Seldon lo interpretó como una señal. Ya habían paseado bastante sin rumbo fijo. Se había acostumbrado a él y le hablaba. Y ahora la conversación había llegado a su punto. ¡Ahora!
–Vengo de un mundo que vive al aire libre, Hermana -dijo Seldon-, como todos los mundos, excepto Trantor. Llueve o no llueve, los ríos bajan perezosos o se desbordan, la temperatura es alta o baja. Eso significa que las cosechas son buenas o malas. No obstante, aquí, el ambiente está realmente controlado. Las cosechas no tienen más remedio que ser buenas. Qué afortunado es Mycogen.
Esperó. Cabían diversas respuestas y su línea de acción dependería de la respuesta que obtuviera.
Ahora, ella le hablaba con plena libertad y parecía haber perdido la primitiva inhibición respecto de su masculinidad, así que el largo paseo había servido su propósito.
–El ambiente no es tan fácil de controlar -observó Gota de Lluvia Cuarenta y Tres-. En ocasiones, tenemos infecciones virales y, a veces, se presentan mutaciones inesperadas y no deseadas. En ocasiones, también hay cultivos enteros que se agostan o que no valen nada.
–Me sorprendes. ¿Y qué pasa entonces?
–Por lo general, no queda más remedio que destruir el cultivo estropeado, incluso aquellos que simplemente pueden ser susceptibles de estropearse. Bandejas y depósitos deben esterilizarse por completo e incluso eliminados a veces.
–Viene a ser como la cirugía -comentó Seldon-: cortáis el tejido dañado.
–Sí.
–¿Qué hacéis para evitar esas cosas?
–¿Qué podemos hacer? Llevamos a cabo una comprobación constantemente para evitar que puedan surgir mutaciones, que aparezcan nuevos virus, cualquier contaminación accidental o alteración del ambiente. Muy pocas veces detectamos algo malo, pero tomamos medidas drásticas si lo hacemos. El resultado es que los años malos son pocos e incluso éstos afectan sólo de manera fraccionada. El peor año que hemos tenido alcanzó una media de sólo un 1%, aunque fue suficiente para producir malestar. El problema estriba en que ni la más cuidadosa previsión, ni los más inteligentes programas de computadoras planteados pueden predecir lo que es esencialmente impredecible.
(Seldon sintió un involuntario estremecimiento. Era como si le estuviera hablando de psicohistoria…, sólo que le hablaba de los productos de las microgranjas de una pequeña fracción de la Humanidad, mientras que él tenía presente todo el poderoso Imperio Galáctico en cada una de todas sus actividades).
–Seguro que no todo es inesperado, impredecible -observó, inevitablemente descorazonado-. Hay fuerzas que nos guían y que cuidan de todos nosotros.
La Hermana se envaró. Se volvió para mirarle, como si quisiera estudiarle con sus ojos de mirada penetrante. Pero lo único que dijo, fue:
–¿Cómo?
–Me parece que al hablar de virus y mutaciones, hablamos de lo natural, de fenómenos que están sometidos a leyes naturales. Esto deja de lado lo sobrenatural, ¿no? Deja fuera aquello que no está sometido a las leyes naturales y que, por tanto, la ley natural puede controlar.
La mujer continuó mirándole fijamente, como si, de pronto, él hubiera empezado a hablar un desconocido y lejano dialecto del Standard Galáctico. Y, esta vez, en un murmullo, volvió a decirle:
–¿Cómo?
Pero Seldon siguió pronunciando palabras desconocidas que casi conseguían avergonzarle:
–Debéis apelar a una esencia superior, a un gran espíritu, a…, bien, no sé cómo llamarle.
Gota de Lluvia Cuarenta y Tres le respondió con una voz que alcanzó un registro altísimo aun permaneciendo baja.
–Lo imaginé. Pensé que eso era lo que querías decir, pero no lo podía creer. Estás acusándonos de tener religión. ¿Por qué no lo confiesas? ¿Por qué no empleas la palabra? – Esperó una respuesta.
–Porque ésta no es una palabra que yo emplee -se limitó a decir Seldon, algo confuso ante el ataque-. Yo lo llamo «supernaturalismo».
–Llámalo como quieras. Es religión, y nosotros no la tenemos. La religión se queda para las tribus, para la esc…
La Hermana calló a fin de tragar saliva como si estuviera al borde de ahogarse y Seldon tuvo la seguridad de que la palabra que la había atragantado era «escoria». Pero ya se había recobrado. Y continuó hablando despacio y en un tono más bajo que el de su habitual soprano.
–No somos gente religiosa -declaró-. Nuestro reino es de esta Galaxia y lo ha sido siempre. Si tú tienes una religión…
Seldon se sintió cogido en la trampa. No había contado con aquello. Levantó la mano, como defendiéndose.
–En realidad, no. Soy un matemático y mi reino es también de esta Galaxia. Sólo que dada la rigidez de costumbres que tenéis, pensé que vuestro reino…
–No lo pienses, hombre de tribu. Si nuestras costumbres son rígidas se debe a que somos simples millones rodeados de miles de millones. De un modo u otro, debemos hacernos notar para no perdernos en medio de vuestras hordas y manadas. Debemos hacernos notar por nuestra falta de cabello, nuestros vestidos, nuestro comportamiento, nuestra forma de vida. Debemos saber quiénes somos y debemos estar seguros de que vosotros, los de las tribus, sepáis bien quiénes somos, cómo somos. Trabajamos en nuestras granjas a fin de adquirir valor a vuestros ojos y así asegurarnos de que nos dejéis en paz. Es lo único que os pedimos…, que nos dejéis en paz…
–No tengo la menor intención de hacerte daño a ti o a tu pueblo. Sólo busco conocimiento, aquí como en todas partes.
–¿Y por qué nos insultas preguntándonos sobre nuestra religión, como si alguna vez hubiéramos apelado a un misterioso e insustancial espíritu para que hiciera por nosotros lo que nosotros no podemos hacer?
–Hay mucha gente, muchos mundos que creen en el supernaturismo de una forma u otra de… religión, si prefieres esta palabra. De alguna manera, podemos no estar de acuerdo con ellos, aunque hay que reconocer algo: lo mismo podemos equivocarnos nosotros en nuestra incredulidad, como ellos en su creencia. En todo caso, la creencia no es vergonzosa, y mis preguntas no pretendían ser insultantes.
Pero ella no se calmaba.
–¡Religión! – exclamó rabiosa-. ¡No la necesitamos!
Los ánimos de Seldon, que se habían ido derrumbando en el transcurso de la conversación, tocaron fondo. Todo lo organizado, la expedición con Gota de Lluvia Cuarenta y Tres, no había servido para nada.
Pero, de pronto, oyó que ella le decía:
–Tenemos algo mucho mejor. Tenemos historia.
Los ánimos de Seldon rebrotaron de nuevo, y sonrió.
Historia de la mano en el muslo. – … Algo mencionado por Hari Seldon en un punto crucial de su búsqueda de un método para desarrollar la psicohistoria. Por desgracia, sus publicaciones no nos indican lo que era la «historia» y cualquier especulación respecto a ella (y hay muchas) es fútil. Sigue siendo uno de los muchos e integrantes misterios sobre la carrera de Seldon.
Enciclopedia Galáctica
Gota de Lluvia Cuarenta y Tres se quedó mirando a Seldon, con ojos alocados y respiración jadeante.
–No puedo seguir aquí -dijo.
Seldon miró a su alrededor.
–Nadie nos molesta. Incluso el Hermano que nos ha dado las golosinas no ha comentado nada sobre nosotros. Pareció tomarnos por una pareja perfectamente normal.
–Porque no hay nada anormal en nosotros…, cuando estamos en penumbra, cuando mantienes la voz baja de modo que tu acento tribal se nota menos, y cuando yo parezco tranquila. Pero ahora… -Su voz iba enronqueciendo.
–Ahora, ¿qué?
–Me siento nerviosa y tensa. Estoy… empapada en sudor.
–¿Quién se va a fijar? Relájate. Cálmate.
–No puedo relajarme aquí. No puedo calmarme en un sitio donde pueden verme.
–¿Adónde podemos ir, pues?
–Hay pequeños cobertizos para descansar. He trabajado aquí. Sé dónde están.
Echó a andar deprisa y Seldon la siguió. Subieron por una pequeña rampa, que a la escasa luz él no hubiera visto de no ser por ella, luego pasaron ante una hilera de puertas, ampliamente separadas.
–La del extremo -murmuró ella-. Está vacía.
Y así era, en efecto. Había un pequeño rectángulo luminoso que decía DESOCUPADO y la puerta aparecía abierta.
Gota de Lluvia Cuarenta y Tres miró rápidamente a su alrededor, indicó a Seldon que entrara y ella lo hizo a continuación. Cerró la puerta y, al cerrarla, una pequeña luz en el techo iluminó el interior.
–¿Hay algún medio de que el letrero de la puerta pueda indicar que no está libre? – preguntó Seldon.
–Automáticamente, al cerrarse la puerta y encenderse la luz, el letrero cambia.
Seldon percibía una suave corriente de aire que producía un leve sonido, pero, ¿en qué lugar de Trantor no se notaba lo mismo?
La estancia no era grande; tenía un camastro con un colchón firme y eficiente y sábanas muy limpias. Había una mesa y una silla, un pequeño refrigerador y algo que parecía una mesita caliente, quizás una pequeña placa para calentar comida.
Gota de Lluvia Cuarenta y Tres se sentó en la silla, muy tiesa, en un visible esfuerzo por relajarse.