Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (5 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—¡Mira, primo: dólares, como en las películas! —Agitó el fajo de billetes—.
¡El julay estaba forrao!

Pero Zacarías apenas le hizo caso, afanado como estaba en intentar abrir el maletín con una palanqueta.

—Esto no hay quien lo reviente —masculló, luchando en vano contra la cerradura—. Vamos a tener que
aserrar
la cadena... —Permaneció unos instantes pensativo y añadió—: O mejor el brazo,
ques
más blando...

—Mira que eres bruto,
quiyo
—murmuró Eutimio. Se inclinó sobre el cadáver y volvió a registrar las vestimentas de Barrera. En el bolsillo del chaleco encontró una pequeña llave. Se la tendió a su primo—. Anda, prueba con esto,
jilí
...

Zacarías, malhumorado, cogió la llave de un manotazo y la introdujo en la cerradura. El pestillo saltó con un leve «clic». Abrió la tapa y contempló el interior del maletín.

Estaba completamente vacío. Salvo por un pequeño sobre blanco.

Zacarías lo cogió y miró incrédulo lo que contenía.

—¿Pero qué mierda es esto...? —masculló.

Zacarías Capeche había puesto todas sus esperanzas en aquel portafolio. Pensaba, no sin razón, que si un hombre va encadenado a un maletín es porque ese maletín debe contener algo realmente valioso. De modo que esperaba encontrar alhajas o dinero, pero nunca un botín tan miserable.

—¡Maldita sea...! —gruñó.

Y se disponía a arrugar aquel estúpido sobre y su aún más estúpido contenido, cuando su primo se lo arrebató de entre las manos.

—Tranquilo, hombre —dijo Eutimio—. Esto puede valer mucha
guita.

—¿Esa mierda...? ¡No jodas!

—Sí, primo. Hay quien paga muchos
charneles
por cosas así, y yo sé dónde podemos venderlo... —Se guardó el sobre en el bolsillo, junto a los billetes. Acto seguido saltó al pescante del carro y azuzó al burro—. Ahora varaos a buscar una calera para deshacernos del fiambre, que, como sigamos así, va a empezar
a funguelar...

El animal se puso en marcha con paso cansino y, lentamente, traqueteando y bamboleándose, el carro se perdió en la oscuridad.

Así fue como Melchor Barrera, el hombre que estaba destinado a alcanzar más gloria y poder que ningún otro en la Historia, desapareció para siempre de la faz de la Tierra.

Y las piezas del juego comenzaron a desplegarse sobre el tablero.

PRIMERA PARTE

EL POLICÍA TRISTE

Era el cadáver más pulcro y elegante que Telmo Vega hubiera visto jamás.

Es cierto que el agujero de bala en la cabeza del anciano y el charco de sangre coagulada que se extendía sobre el entarimado prestaban a la escena un aire decididamente siniestro; sin embargo, tan macabros detalles no lograban restar ni un ápice de distinción a aquel cuerpo inmóvil y frío.

El comisario Vega dio una vigorosa calada a su cigarro, intentando mantenerlo encendido. La guerra estaba a punto de concluir, pero ello no parecía afectar a la calidad del tabaco que se distribuía en Madrid, una picadura infecta con más estacas que hebras. Oh, por supuesto, a Vega le hubiera resultado sencillo valerse de su condición de policía para obtener tabaco rubio americano en el mercado negro; pero hacer uso de aquellos pequeños privilegios le hubiera parecido un comportamiento mezquino, así que se resignaba a seguir inhalando aquel forraje seco y pajizo que los encargados del racionamiento tenían la humorada de llamar tabaco.

Exhaló una bocanada de humo y se inclinó sobre el cadáver. Se trataba de un anciano de aspecto venerable, próximo a los setenta años, con el pelo cano y una blanca y bien recortada barba enmarcando su noble rostro. Vestía una camisa de seda clara, con un lazo negro anudado en torno al cuello, pantalón de
tweed
y zapatillas de lana. Se cubría con una bata de franela, larga hasta los tobillos. A decir verdad, para tratarse de un muerto tenía un aspecto excelente.

Vega se puso en cuclillas y examinó las manos del cadáver. Dedos delgados y rectos, uñas bien cuidadas y limpias, sin manchas hepáticas ni arrugas. «Manos de joven en un cuerpo viejo», pensó el comisario. En cualquier caso, aquel hombre nunca se había ganado la vida con un oficio manual.

—Hola, jefe... —dijo una voz a su espalda.

Vega giró la cabeza y contempló la figura menuda del inspector Navarro, un hombre de treinta y tantos años, de baja estatura, delgado y fibroso. Tenía el pelo ondulado y un fino bigote que, según decían, le daba un notable parecido al actor norteamericano Ronald Colman. Vega se incorporó.

—Buenos días, Ángel... —Señaló con un cabeceo al cadáver—. ¿Quién es nuestro amigo?

Ángel Navarro sacó del bolsillo interior de su abrigo un cuaderno de notas y le dio un rápido vistazo.

—Se llamaba Luis Carlos de Andrade, conde de Lemos, vizconde de Betanzos, caballero de la Orden de Calatrava, Caballero Hijodalgo de la Nobleza de Madrid... En fin, el viejo tenía más pedigrí que un caballo de carreras—

—¿Quién lo encontró?

—La criada. Andrade vivía solo, pero una asistenta... —Consultó de nuevo el cuaderno de notas—, Carmela García, se ocupaba de la casa. Venía todos los días, de ocho a seis. Esta mañana, la buena mujer llegó dispuesta a quitar el polvo y se encontró a su señor criando malvas, ahí donde le ves.

—Ya... —Vega examinó la habitación, un despacho de estilo inglés lujosamente amueblado, con las paredes cubiertas de librerías de madera repletas de volúmenes y las ventanas ocultas tras cortinajes de terciopelo rojo oscuro—. ¿Cuál es el móvil? ¿Robo...?

—Quién sabe, jefe. Puede que se trate de un robo, pero en la casa hay objetos de valor que nadie se ha llevado.

—Quizá tuviera dinero guardado. Tal vez divisas... Este hombre no parece pobre.

—Antes era rico, pero la guerra lo arruinó. Por lo visto, ahora sobrevivía a base de vender poco a poco sus objetos de valor. Las joyas de su difunta mujer, antigüedades, cuadros... —Navarro sonrió con ironía—. La decadente aristocracia alimentándose de sus propios despojos. Un buen ejemplo del porvenir que les espera a los fascistas.

Vega suspiró. Eran las nueve y media de la mañana, todavía no había desayunado y no tenía las menores ganas de escuchar una de las vehementes arengas republicanas a que tan aficionado era su subalterno. Dio una nueva calada al cigarro, pero la brasa se había apagado. Contempló la colilla, sin saber qué hacer con ella. Finalmente la guardó en el bolsillo del abrigo.

—Así que un aristócrata... —comentó—. Entonces puede tratarse de un crimen político...

—Quizá... —Navarro se encogió de hombros—. Aunque, al parecer, el viejo no estaba metido en política. Era un monárquico hijo de puta, claro, y al comienzo de la guerra estuvieron a punto de darle el paseo. Pero resultó que uno de sus parientes era íntimo de Largo Caballero, y eso le salvó el culo. Estuvo unos días en la cárcel y luego le mandaron de vuelta a casa. Ahora apenas salía y casi nunca recibía visitas. Por lo visto, era un solitario...

—¿Y tú cómo sabes todo eso...?

—Me lo ha contado la portera. —Navarro sonrió abiertamente—. Una mujer encantadora, deberías conocerla, jefe. Se sabe de pe a pa la vida y milagros de todo el vecindario.

Vega se frotó los ojos con cansancio. A veces tenía la sensación de que la mayor parte de su trabajo se reducía a charlar con las porteras. Cotilleos, chismes, habladurías, murmuraciones... Era como hurgar en los cubos de basura.

Vega se percató de que Navarro le contemplaba en silencio, con un brillo de ironía agitándose en sus oscuros ojos.

Había algo más, algo que el inspector no le había dicho.

—¿Qué ocurre, Ángel?

—¿No te lo imaginas, jefe...?

Vega frunció el ceño y respiró hondo.

—Coleccionaba sellos... —musitó.

Navarro, sonriente, se dirigió a un extremo de la librería y cogió algo que parecía un libro de buen tamaño, pero que resultó ser un álbum encuadernado en piel. Lo abrió por la mitad y mostró su contenido: decenas de pequeños sellos de correos cuidadosamente clasificados.

—Premio —dijo Navarro con aire divertido—. La gran afición del conde era la filatelia. Coleccionaba sellos, igual que los otros.

Vega sacudió la cabeza.

—¿Algo más?

—Pues sí, jefe. —Navarro devolvió el álbum a su lugar—. En esta librería guardaba el viejo su colección. Pero, como puedes comprobar, aquí hay un hueco. —Señaló el lugar y luego se dirigió al escritorio—. El álbum que falta se encuentra sobre esta mesa.

Vega se aproximó y comprobó que, en efecto, sobre la ordenada mesa de despacho había un álbum cerrado, idéntico a los que se alineaban en los anaqueles de madera.

—¿Tenemos ya las huellas dactilares? —preguntó el comisario.

—No, jefe. Ruiz y los del laboratorio deben de estar a punto de llegar.

—Bueno. Que nadie toque nada. En cuanto tomen las huellas, te ocupas personalmente de poner a buen recaudo este álbum. Es una prueba, y no quiero que a ningún imbécil se le ocurra quedarse con algunos sellos para la colección de su hijo. Te hago responsable, ¿de acuerdo?

—No perderé de vista el álbum.

—Perfecto. Sigue con el procedimiento usual... Por cierto, la criada debería examinar la casa para comprobar si falta algo. —Vega se aproximó a la puerta—. Esta tarde, a las cuatro, nos reuniremos en mí despacho. Quiero que Uribe forme parte del grupo de trabajo, así que avísale. Ah, y busca a Damián Echevarría. Si puede venir, me gustaría que también asistiese a la reunión.

—¿El comisario Echevarría? Pero sí se jubiló hace años...

—Damián colecciona sellos —dijo Vega, abotonándose el abrigo—. Quizá nos pueda orientar un poco.

—Ya... —Navarro enarcó las cejas—. ¿Te vas a ir...?

—Sí —Vega caminó hacia la puerta. Antes de salir, añadió en tono de disculpa—: Todavía no he desayunado.

—Jefe...

—¿Sí...?

—¿Qué está pasando...? —El Inspector señaló al cadáver—. Estas muertes, los sellos... No tiene sentido.

Vega permaneció unos instantes inmóvil, mirando fijamente a Navarro. Luego se encogió de hombros y, sin decir nada, dio media vuelta y abandonó el piso, saludando distraídamente a los guardias de asalto que, con aire de aburrimiento, vigilaban la entrada.

Dio un sorbo al café con leche y frunció la nariz
.
El café era aún más infame que el tabaco, pero al menos la leche era leche y el brebaje estaba caliente, algo muy de agradecer en aquella fría mañana de marzo.

El camarero puso delante de él un plato de loza con media docena de churros. Vega cogió uno y lo probó. Estaba recién hecho, pero su intenso sabor a rancio proclamaba muy a las claras que el aceite en que se había frito hacía tiempo que merecía una bien ganada jubilación. Dejó el churro sobre el plato y dio un nuevo sorbo de café. Paseó la mirada por el local. Sin duda, aquel bar del barrio de Salamanca había conocido tiempos mejores; no obstante, el suelo estaba limpio y no había polvo sobre los estantes y repisas. Era como si sus dueños quisieran combatir la miseria de aquellos tiempos a base de higiene.

«Pobre, pero limpio y honrado», pensó Vega. Sonrío tristemente y contempló a los parroquianos que, en el otro extremo del local, daban cuenta de sus desayunos. Eran dos milicianos jóvenes de aspecto cansado y rostros inexpresivos. Probablemente acababan de volver del frente norte, ahora que la guerra había finalizado allí. Forzosamente, debían de sentirse felices al encontrarse en Madrid, lejos de las trincheras, pero no había en sus ojos ni un ápice de alegría. Llevaban demasiado tiempo conviviendo con el horror y cierta clase de heridas tardan mucho en cicatrizar, si es que alguna vez lo hacen.

Sobre la barra había un ejemplar del
ABC.
Vega lo desdobló y comprobó la fecha: viernes, 3 de marzo de 1939. Un gran titular encabezaba la primera página: «CAEN LOS ÚLTIMOS REDUCTOS FASCISTAS EN GALICIA Y ASTURIAS.» Más adelante, un largo artículo narraba en tono triunfal cómo las tropas republicanas, en una acción inesperada, habían tomado al asalto las plazas de El Ferrol y Oviedo, los últimos focos de resistencia que les quedaban a los militares sediciosos en el norte de España.

Otro artículo, en la segunda página, informaba de los progresos del ejército en el frente sur. Lenta, pero inexorablemente, las unidades republicanas avanzaban desde el norte y el este hacia Córdoba, Sevilla y Granada, formando una tenaza que poco a poco iba ahogando a las tropas fascistas. El general Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor Central, había declarado que la guerra podía concluir en menos de un mes.

Según informaba el periódico, las últimas fuerzas del ejército sublevado, comandadas por el general Saliquet, se estaban concentrando en el sur de Cádiz, con la intención de cruzar el estrecho e intentar hacerse fuertes en el norte de África. Pero la armada republicana controlaba las aguas que se extendían a ambos lados de las Columnas de Hércules, cortando a los rebeldes la única vía de escape que les quedaba. Ramón Serrano Súñer, el cuñado del difunto general Franco, se encontraba en Berlín, intentando entrevistarse con Adolfo Hitler, de quien pretendía obtener los aviones necesarios para formar de nuevo un puente aéreo con el que trasladar a las tropas fascistas, esta vez en sentido inverso, hacia Marruecos. Pero
el führer
aún no le había recibido, ni parecía que tuviese la menor intención de hacerlo. Hitler no sólo sentía un profundo desprecio hacia los fracasados, sino que, además, andaba aquellos días muy ocupado en adueñarse de un país llamado Checoslovaquia.

Vega dio un nuevo sorbo a su café y suspiró con resignación. Ahora que en España la contienda civil parecía tocar a su fin, el
Reich
alemán amenazaba con hacer estallar una guerra en Europa. ¿Cuándo iba a concluir aquella locura...?

Vega pasó la página y leyó el titular de otra noticia: «EL CARDENAL PACELLI ELEGIDO PAPA.» El texto informaba de que, en tan sólo veinticuatro horas, el cónclave de cardenales había elegido a Eugenio Pacelli, hasta entonces Secretario de Estado del Vaticano, como nueva cabeza de la Iglesia. El pontífice había adoptado el nombre de Pío XII.

Vega cerró el periódico con irritación y lo devolvió a su lugar sobre la barra. ¿A él qué demonios le importaba el nuevo Papa? Dios no había movido un dedo para salvar la vida de Manuela, ¿no es cierto? Jesucristo, el Señor de la misericordia y la bondad, había permitido su muerte, apartándola para siempre de su lado con indiferencia, sin un asomo de piedad.

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