Read Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción Online
Authors: Javier Negrete César Mallorquí
Tags: #Colección NOVA 83
No, Telmo Vega no podía reverenciar aun dios tan cruel, y mucho menos a su subalterno en la Tierra, aquel Papa diplomático, tan italiano como los fascistas del
Duce
que habían apoyado a Franco en su insurrección fratricida.
El comisario apuró de un trago el contenido de la taza, como si con aquel gesto brusco quisiera apartar de su cabeza los recuerdos indeseados. Ahora tenía otras cosas en que pensar.
Los asesinatos. Cinco muertes en menos de quince días, sin móvil aparente, sin ninguna relación entre las víctimas, salvo...
Vega dejó una moneda sobre la barra del bar y se encaminó hacia la salida.
Salvo que aquellos cinco cadáveres habían compartido en vida una afición común: la filatelia.
El policía notó un escalofrío al abandonar el local e internarse en el fresco aire de la mañana. Se subió las solapas del abrigo y metió las manos en los bolsillos. Comenzó a andar.
Alguien estaba asesinando a coleccionistas de sellos. Y él tenía que descubrir quién era y por qué lo hacía.
—Anoche fui al cine —comentó el inspector Enrique Uribe mientras limpiaba con un pañuelo los cristales de sus gafas—. Al Benavente. Proyectan
Dos fusileros sin bala
, de Stan Laurel y Olíver Hardy. ¿La ha visto, comisario?
Vega negó con la cabeza.
—¿Qué tal es? —preguntó.
Uribe se puso de nuevo las gruesas gafas de miope. Aquellas lentes le daban más aspecto de intelectual universitario que de policía y, en cierto modo, se trataba de una impresión atinada. Enrique Uribe amaba los informes, los archivos y el papeleo igual que un concertista aprecia su instrumento musical. Tras catorce años de servicio en el Cuerpo se había convertido en el mejor experto en documentación con que contaba la Dirección General de Seguridad.
—Divertida —dijo—. Es una parodia de
Tres lanceros bengalies.
Me reí mucho.
A Vega le resultaba muy difícil evocar la imagen de un Uribe risueño.
—¿Había espectáculo después de la película? —preguntó.
—Sí. Actuaban Isidoro Cano, las Hermanas Córdoba y Rosario
la Cartujana.
Pero no me quedé a verlo. Ese tipo de cosas no me...
La puerta se abrió, interrumpiendo a Uribe. Ángel Navarro, con un paquete bajo el brazo, entró en el despacho y tomó asiento en la silla más próxima a Vega.
—Acabo de hablar con la mujer de Echevarría, jefe. Por lo visto, Damián se quedó dormido después de comer, pero ya hace diez minutos que ha salido de casa. Debe de estar a punto de llegar.
Vega asintió.
—De acuerdo. Será mejor que empecemos. —Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa atiborrada de documentos e informes—. Nos han asignado un nuevo caso y, esta vez, con prioridad absoluta. De modo, Uribe, que mejor será que vayas transfiriendo todos los asuntos que tengas entre manos. — Carraspeó—. Desde el pasado 18 de febrero se ha venido cometiendo una serie de asesinatos de características comunes. Éstas son las víctimas...
El comisario señaló hacia la gran hoja de papel que estaba clavada con chinchetas en la pared. En ella figuraba un texto escrito a mano con grandes letras negras:
18 febrero 1939 | INDALECIO CAMARINAS | 29 años |
Funcionario | ||
21 febrero | PEDRO VERGARA | 56 años |
Abogado | ||
25 febrero | MARÍA LUISA MORALES | 38 años |
Ama de casa | ||
27 febrero | PASCUAL LÓPEZ | 42 años |
Tendero | ||
2/3 marzo | LUIS C. DE ANDRADE (?) | 67 años |
Aristócrata |
—Las fechas de la izquierda —prosiguió Vega— corresponden al día de la muerte. Todas las víctimas fallecieron de un disparo efectuado en la cabeza, a corta distancia, con una pistola del calibre nueve. Por lo que sabemos, las víctimas no se conocían entre sí, y no tenían otro nexo de unión más que su afición a la filatelia. Todos ellos murieron en su casa cuando estaban solos. Nadie vio nada, nadie escuchó nada. No hay móvil aparente. Pero de algo estamos seguros: cada una de estas muertes es obra del mismo asesino.
—¿Por qué esa seguridad? —preguntó Uribe.
—Balística ha confirmado que todas las balas partieron de la misma pistola. Además, hemos encontrado las huellas digitales del asesino en cada uno de los distintos escenarios del crimen.
—¿Tenemos las huellas del criminal...? —Uribe enarcó las cejas—. Entonces, localizarlo es sólo cuestión de tiempo...
—Me temo que no va a ser tan sencillo. Sólo contamos con unas huellas digitales que todavía no hemos podido identificar. Al parecer, nuestro hombre no está fichado.
—¿Por qué hay un signo de interrogación tras el último nombre? —preguntó Uribe, señalando la lista colgada de la pared.
—Porque, aunque se trata de un crimen similar a los otros, al señor Andrade lo hemos encontrado muerto esta misma mañana. Todavía no tenernos ni los resultados de balística ni los del laboratorio...
—Del laboratorio sí —intervino Navarro—. Acaban de darme el informe, jefe: había huellas del asesino en la entrada, en dos puertas, en un vaso con restos de agua, en varios objetos de la mesa del despacho, y aquí. —Desenvolvió el paquete que descansaba sobre sus rodillas y mostró el álbum de sellos que contenía; luego lo depositó encima de los papeles que se amontonaban sobre la mesa de Vega.
El comisario suspiró.
—Bueno, eso lo confirma. Luis Carlos de Andrade es la quinta víctima de nuestro misterioso asesino.
Vega cogió el álbum y comenzó a hojearlo. Decenas de imágenes estampilladas sobre papel engomado se abrieron como un abanico frente a sus ojos.
—Mira la última hoja, jefe —sugirió Navarro.
Vega así lo hizo. Cada una de las páginas del álbum tenía espacio para veinticuatro sellos, bajo una protección de celofán transparente. No obstante, en la última hoja sólo había trece. Lo extraño era que, entre el sello decimosegundo y el decimotercero, existía un hueco.
Vega señaló el espacio vacío.
—¿Encontraron huellas en esta hoja?
—Sí, jefe, sobre el celofán. Una completa del pulgar y parte del índice de la mano derecha.
Vega asintió, pensativo.
—De modo que quizás el asesino se llevó el sello que falta...
—Eso parece...
Uribe enarcó las cejas.
—¿Les importaría decirme de qué están hablando...?
—Este álbum se encontró sobre la mesa de despacho de Andrade —dijo Vega—. Al parecer, falta un sello. Y eso nos conduce al móvil de los crímenes...
Vega guardó silencio. La puerta se había abierto y el excomisario de policía Damián Echevarría, un hombre de sesenta y tantos años, algo grueso, pero de complexión fuerte, acababa de entrar en el despacho.
—Perdonad, me he retrasado, lo siento —dijo Echevarría, sentándose rápidamente en la silla que quedaba libre—. Seguid, seguid, no quiero interrumpiros...
—Buenas tardes, Damián —le saludó Vega—. ¿Quieres que te haga un resumen del caso?
—No hace falta, Telmo. Esta mañana, Navarro me lo contó todo. Sigue con lo tuyo. Ya preguntaré si algo se me escapa.
Vega vaciló unos instantes, intentando recordar dónde había interrumpido su exposición.
—Estaba hablando del móvil de los crímenes, comisario —le recordó Uribe.
—Ah, sí... La cuestión es que, aparentemente, no robaron a ninguna de las víctimas. En sus casas encontramos dinero y objetos de valor que el asesino no se llevó.
—En el caso del último fiambre eso está más claro aún —intervino Navarro—. El cabronazo de Andrade había sido rico. Su piso parecía un museo: había joyas, cuadros antiguos, objetos de oro y plata... Pero la criada jura que no falta nada.
—Al parecer, todo se centra en los sellos —prosiguió Vega—. Veamos: la primera víctima, Indalecio Camarinas, vivía con un amigo, digamos que... muy íntimo.
—Un par de «mariposas» —apuntó Navarro con una sonrisa sardónica.
—Una pareja homosexual, sí. El caso es que el amigo de Camarinas tuvo que salir de viaje el pasado 18 de febrero. Aquella misma tarde, Camarinas fue asesinado en el salón de su piso. Encontramos la casa en completo orden. Aparentemente, su colección de sellos no había sido tocada. —Carraspeó—. Sin embargo, no sucedió así con las tres siguientes muertes. A Vergara, Morales y López les dispararon en sus casas, pero el asesino revolvió por completo sus colecciones. Encontramos los álbumes fuera de lugar y los sellos tirados por el suelo. Por último, la quinta víctima, Andrade, murió en el despacho de su casa, al lado de su colección. Todo estaba en orden, salvo este álbum. —Dio una ligera palmada sobre el tomo encuadernado en piel—. Lo encontramos encima de la mesa y, según parece, falta un sello. —Vega se reclinó en su silla y cruzó los brazos. Tras una pausa, añadió—: ¿Alguna pregunta?
Durante unos segundos nadie dijo nada. Finalmente, Uribe, rascándose la cabeza con perplejidad, preguntó:
—Comisario, ¿quiere decir que alguien está cometiendo asesinatos para robar sellos...?
—Es lo único que cabe pensar. —Vega sacó del bolsillo interior de su chaqueta un paquete de Ideales y comenzó a liar un cigarrillo. Con voz neutra, añadió—: Pero no todos sus sellos. Sólo algunos...
Uribe frunció el ceño y contempló al comisario con mirada escéptica.
—¿Cuánto puede valer un sello de correos...? ¿Tanto como para matar?
En vez de responder, Vega volvió la mirada hacia Damián Echevarría, invitándole a intervenir.
—Quizá pueda parecer una locura —dijo el ex policía con una sonrisa bonachona—, pero algunos sellos llegan a valer cientos de miles de pesetas. Estoy seguro de que mucha gente mataría con tal de conseguir, por ejemplo, el Guayana Británica de un céntimo, negro sobre magenta, de 1856.
—¿Es caro...? —preguntó Uribe.
—Es un ejemplar único-contestó Echevarría—. No tiene precio.
Uribe enarcó las cejas y se encogió de hombros, como dando a entender que la locura humana era algo que jamás dejaba de sorprenderle. Vega encendió un cigarrillo, inhalando una bocanada de áspero humo.
—Damián —dijo, pensativo—, ¿podría ser que, por la razón que fuese, hubieran aparecido en Madrid algunos de esos sellos tan valiosos...?
—Lo dudo... En realidad, los sellos importantes que pueda haber en España están perfectamente localizados. Ten en cuenta que hay concursos y exposiciones filatélicas. El mayor placer de un coleccionista es mostrar sus tesoros y ver la cara de envidia que ponen los demás.
—Ya... Pero la guerra lo ha revuelto todo. Quizás alguna colección se ha extraviado y puede que anden circulando por ahí sellos de gran valor, sin que nadie se haya dado cuenta...
—Nadie, salvo el asesino —añadió Navarro.
Echevarría reflexionó unos instantes. Finalmente, sacudió la cabeza.
—No. Es posible que aparezcan de repente sellos muy valiosos, no sería la primera vez que ocurre, pero cualquier coleccionista los reconocería al instante. Y no los tendría en su casa, guardados en un álbum, sino en la caja fuerte de un banco.
Permanecieron en silencio durante unos segundos.
—Así que seguimos sin tener un móvil... —comentó Uribe, hojeando su cuaderno de notas.
Echevarría se inclinó hacia delante y tendió una mano hacia el álbum de sellos de Andrade.
—¿Puedo...? —le preguntó a Vega.
Con un ademán, el comisario le invitó a que lo examinase. Echevarría cogió el álbum y comenzó a pasar las hojas, deteniéndose de cuando en cuando a observar con detalle algún sello en particular.
—¿Y si se tratara de un loco? —intervino Navarro—. Una especie de psicópata filatélico, o algo así...
—Por lo que sabemos, podría ser cualquier cosa —dijo Vega—. Pero más vale que no nos enredemos en especulaciones. Lo que ahora necesitamos son hechos. Sabemos que el asesino entró en las casas sin forzar ninguna puerta o ventana, lo que quizá signifique que las víctimas le conocían; aunque esto no es seguro, la gente es muy confiada y le abre la puerta a cualquiera. Sabemos que todos los asesinatos los ha cometido la misma persona con la misma arma. Y, finalmente, sabemos que los crímenes están relacionados de algún modo con el coleccionismo de sellos... —Vega se percató de la expresión de sorpresa con que Echevarría examinaba el álbum—. ¿Pasa algo, Damián...?
El expolicía asintió levemente.
—Estos sellos —dijo, señalando el álbum— son falsos...
—¡¿Qué...?!
Echevarría sonrío.
—Lo que oyes. Falsificaciones y emisiones fantasma.
—¿Qué es una emisión fantasma? —preguntó Uribe.
—También los llaman «sellos de fantasía». Son sellos emitidos por particulares, sin valor postal. Muchas veces llevan el nombre de un país inexistente, como, por ejemplo, Ruritania.
—Eso es de
El prisionero de Zenda
—comentó Navarro, encantado de que saliese a colación una película de su admirado Ronald Colman.
—Exacto —prosiguió Echevarría—. En otras ocasiones, se trata de falsas emisiones filatélicas de un país real. Cierto americano llamado Samuel Allen imprimió sellos de Guatemala antes de que se creara una Administración de Correos en ese país. También las asociaciones políticas o gobiernos en el exilio han emitido sellos de estas características. Como los que imprimieron los militares franquistas en 1937, por ejemplo.
—¿Quieres decir que la colección de Andrade es falsa?
—De ninguna manera... Sólo digo que los sellos que hay en este álbum no son auténticos. Pero es normal, muchos filatélicos conservan las emisiones falsas y de fantasía. Probablemente, el tal Andrade guardaba en este álbum ese tipo de sellos, como parte de su colección.
Vega frunció el ceño.
—¿Son valiosas esas emisiones fantasma? —preguntó.
—La verdad es que no. Otra cosa son los errores de impresión... Por ejemplo, el sello sueco de tres skilling de 1855, blanco sobre amarillo, tiene un error de color, y es uno de los más codiciados del mundo... Pero no veo en el álbum esa clase de sellos. Lo que hay aquí no tiene casi ningún valor.
Vega pensó, con desánimo, que aquel caso parecía obstinarse en permanecer oscuro. Cada vez que esbozaba una hipótesis de trabajo los hechos se apresuraban a desbaratarla.