Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (32 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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«Excepto cuando se es un Pantócrata», añadió Radniakós para sí, y dio por terminada la conversación.

Glota había perdido el apetito, así que ordenó que retiraran la mesa y, como siempre, que arrojaran la vajilla de oro al aniquilador de materia. (Treinta y seis servicios enteros, cenara solo o acompañado.) La mesa se salvó: sería difícil encontrar otra. Después despachó holográficamente con el próxeno del Sistema Rigel y encargó a su faraute que redactara el mensaje encargado por Radniakós. Para cuando hubo terminado eran ya las doce de la noche, hora local. A las doce y cinco inhaló una dosis de Cupido, y sintió que el deseo, estragado ya por los excesos, se reavivaba con la droga. A las doce treinta y tres había terminado de satisfacerse con la
prole
que le habían traído aquella mañana de la ciudad, una púber de trece años. A las doce treinta y nueve, después de mandar que arrojaran a la muchacha al aniquilador (todo era de usar y tirar en Mesapia), ya descansado del esfuerzo, se dirigió perezosamente a los baños.

Según entraba fue desatándose la bata, en la que observó que habían quedado algunas manchitas de sangre. El agua del
yakuzi
humeaba perfumada, pero junto a él no estaba su bañista habitual, Galo, sino un hombre alto y delgado, de largo pelo negro y ojos saltones. Era inquiétame una presencia desconocida en sus aposentos, pero le preocupó mucho más la negra boca del subfusil que le apuntaba directamente al estómago.

—Ni un movimiento que yo no autorice.

La voz del desconocido era clara y terminante. Muy despacio, por reflejo, Glota levantó las manos y las colocó sobre su cabeza.

—¿Quién eres? ¿No sabes que esto te puede costar muy caro?

—¿Cómo de caro?

—Mucho más de lo que te imaginas. —Glota echó mano de su mejor impostación para impresionar al intruso.

—Lo peor que me puede ocurrir es que muera —contestó el desconocido, casi con alegría—. Sí está pensando en torturar a mis clones eternamente... adelante. Tendrá que hacerlo con los recuerdos de otro, porque ya me he cuidado de que los míos queden perfectamente borrados.

Glota no tenía intenciones de arriesgar su actual cuerpo innecesariamente, pero no pudo evitar sonreír. Sí hubiese tenido su traje oficial, se habría permitido el lujo de gotear sangre por las comisuras.

—Por el contrario, los míos están perfectamente archivados. Precisamente, desde esta misma tarde —subrayó sarcástico. Pero el intruso no pareció demasiado afectado. Con un gesto que, por alguna extraña razón, se le hizo borroso a Glota, manifestó su desdén.

—Tiene usted razón. Amenazarle con la muerte no tiene sentido.

Calmoso, y ante la incredulidad de Glota, depositó el subfusil al borde de la bañera. Pero antes de que la Voz pudiera reaccionar, sacó de su cinturón un arma minúscula que disparó contra él. Glota sintió un sordo impacto en el hombro, y después nada.

—A veces se responde mejor ante el dolor.

—¿Qué quieres decir? —se alarmó la Voz del Pantócrata.

De pronto una agonía de muerte recorrió todos sus nervios, del primero al último. Sus músculos se convirtieron en gelatina y Glota se derrumbó sobre las plaquetas del baño, preso de convulsiones. Después, un segundo en blanco, y el dolor se esfumó.

—Un nanochip —le informó el desconocido, con aire profesoral, mientras le ayudaba a incorporarse—. No ha tardado en infiltrarse en su sangre y subir al encéfalo, buscando los centros de dolor. No sabría decirle dónde exactamente, porque no soy anatomista. Me he limitado a comprar este cacharrito porque me aseguraron que producía unos dolores del diablo. ¿Qué le han parecido? ¿Debo reclamar que me devuelvan el dinero?

—Hijo de puta... —masculló Glota, apoyándose en la pared para tomar aliento. Era difícil respirar en la sala de baños, saturada por la humedad y el perfume de las sales. El desconocido se apartó tres pasos y abrió la mano izquierda. En la palma tenía un botón ominosamente negro.

—Es mejor que tenga esta mano abierta. ¿Adivina lo que pasa si la cierro y el botón se aprieta? ¿Quiere que hagamos una prueba?

—No, por favor. Dígame lo que quiere de mí y váyase de aquí.

—Eso ya me va gustando más. Son mejores modales para un huésped. De momento, salgamos de aquí. Es un lugar un poco sofocante. Por cierto, la descarga que ha sufrido usted ha sido instantánea. Digamos que una décima de segundo. Imagínese que hace algo Inconveniente, como avisar a sus Consagrados... Resulta que, sí mi corazón deja de latir, el nanochip se activa. Antes de que puedan extraérselo, le garantizo al menos media hora de dolor. Creo, según me han dicho, que tendría que cambiar de cuerpo. Este le iba a quedar inservible.

—Puede ahorrarse sus ironías. Le entiendo perfectamente.

Salieron del baño y se dirigieron al despacho oficial. Glota sentía la presencia del desconocido detrás, pero sus pasos eran tan flexibles que no los oía. Pasó la mano por la cerradura y esperó a que la puerta se expandiera. Cuál no sería su sorpresa al ver a su secuestrador dentro del despacho, esperándole con la mano izquierda en alto y abierta.

—Mis saludos.

Glota se volvió, pero nadie le seguía.

—¿Tiene la bondad de pasar a
su
despacho? Muy amable. Siéntese, como en su casa.

Glota disponía de unos cuantos botones para avisar a sus diversos servicios, pero lo que acababa de hacer su ubicuo interlocutor le había asustado tanto que se abstuvo incluso de pensar en ellos.

El intruso se sentó frente a él y cruzó las piernas haciendo casi un nudo. Después levantó la mano izquierda, en ademán de darse una palmada en el muslo, pero la detuvo a poco más de un dedo, con una sonrisa traviesa.

—Vaya, casi se me olvidaba. Hay que tener cuidado con estas cosas.

La temperatura de su despacho era agradable, pero Glota sentía la seda de la bata pegada al cuerpo.

—No quisiera provocarle, señor...

—Steel. Perdone que no me haya presentado antes.

—Señor Steel, comprenderá que me extrañe esto. —Glota trató de mostrarse a la altura de su antagonista—. No es normal que un huésped se presente sin invitación ante la Voz de Radniakós, nuestro...

—... todopoderoso Pantócrata. Sí, ya conozco el consabido pleonasmo. Mire, ya le iré explicando lo que se pretende de usted. De momento, conecte con el nivel 34-D,
exclusivamente
con ese nivel, y dé orden de que dejen pasar hasta aquí al Consagrado Zurk-56.

—¿A ése? Pero si... —Ante la callada amenaza de la palma abierta, Glota accedió al instante—. De acuerdo, de acuerdo.

Hubo diez minutos de espera, infinitamente tensos para la Voz del Pantócrata, y al parecer de relajo para Steel, que, sin dejar de vigilar con sus ojos saltones, se dedicó a toquetear —siempre con su mano derecha— algunos objetos del escritorio. Para mortificación de Glota, no se abstenía de comentarios mordaces relativos a la estética y el buen gusto.

La puerta volvió a expandirse y por ella pasó el Consagrado, no se sintió demasiado sorprendido cuando se despojó del casco y dejó al descubierto una glabra cabeza que no cumplía con el corte de pelo reglamentario. Los ojos de Virgan centelleaban con un odio expresivo y directo, bien distinto de la burla que se leía en los de Steel.

—Volvemos a encontrarnos,
Excelencia
—silabeó Virgan, dejando el casco sobre el escritorio.

—Ya entiendo. Quieres venganza, ¿no?—Glota se puso en pie, sólo para comprobar que, sin las alzas, Virgan le aventajaba en medio palmo de estatura. Pero no se arredró—. Mira, estúpido, no tienes idea del lío en que te has metido. Pero si sales de aquí ahora mismo te puedo dar garan...

Virgan le agarró por la pechera y le dio tal empujón que lo dejó sentado, y aun el sillón rodó hasta chocar contra la pared.

—Cállate y escucha.

Steel se apartó un poco, dejando a Virgan el control de la situación, aunque de vez en cuando se permitía exhibir la palma abierta como recordatorio. El escultor se despojó de los servo-guantes y la coraza y los dejó caer junto al casco. Avanzó amenazador hacia Glota, que ya estaba pegado a la pared y no podía retroceder más. Ante él blandió su mano derecha abierta, tan grande como un mundo.

—Te acuerdas, ¿no? Es muy fácil romper huesos con un servo... —Su mano partió como una serpiente y se cerró sobre la de Glota—. Pero no todo el mundo puede hacerlo con los dedos desnudos... así. —Apretó salvajemente y la Voz chilló de dolor.

—Virgan, Virgan —chasqueo reprobador Steel—. Creo que no deberíamos perder el tiempo en venganzas personales.

—Lo siento. Soy rencoroso como un elefante. ¡De rodillas!

No hubiera sido necesario decirlo, pues Glota ya se arrastraba por el suelo, aferrando con su mano libre la muñeca de Virgan y tratando en vano de que soltara su presa. La bata se había abierto y dejaba ver una panza fláccida y blancuzca como la tripa de un pez muerto. Virgan apartó la mano, asqueado. Glota quedó unos momentos arrodillado, mirando al suelo y lloriqueando de dolor.

—Esto ha sido una propina que me he permitido —dijo Virgan—. Pero ahora vamos a hablar en serio. Nos vas a llevar ante tu amo.

Glota levantó la cabeza y se quedó mirando al escultor de hito en hito.

—¿Qué estás diciendo? Os habéis vuelto locos, sin duda.

—Por eso mismo somos más peligrosos. Levántate y explícanos qué tenemos que hacer.

—No entiendo lo que quieres. Jamás lograrás convencer a mi Señor. Y además, si te llevo a la Sala Negra, me convertirá en humo de protones.

Steel se acercó a él y, con cierta gentileza, le ayudó a levantarse. Glota se encontraba ahora arrinconado por los dos hombres, y no sabía adónde era peor mirar: si a los ojos al rojo vivo de Virgan o a los extraviados del matemático.

—No vamos a ir a la Sala Negra —dijo Steel—. Nuestro propósito es algo más ambicioso. Queremos... hacer algo de turismo por el
diokosmos
de tu señor.

—¡Es imposible! No hay forma de entrar.

—La hay. ¿Por dónde entra usted cuando el Pantócrata le recibe en persona? ¿Por dónde entran los famosos primogénitos que Radniakós reclama con tanta insistencia? ¿Por dónde sale el haz por el que se comunica con usted? Lo que pasa es que a lo mejor no se acuerda bien. ¿Una ayuda para la memoria?

Steel empezó a cerrar la mano izquierda y sonrió con sevicia. Las rodillas de Glota flaquearon, anticipando el dolor. No tenía ninguna intención de volverlo a sentir. Pero tampoco albergaba esperanzas de que el Pantócrata fuera comprensivo con él si permitía a los intrusos penetrar en el
Idiokosmos.

Radniakós no llegaba al grado de leer los pensamientos, pero la escena que observaba, con todo el flujo de datos que sus macro-sentidos podían captar e interpretar, era elocuente. Ante el dilema en que se hallaba su siervo sentía algo parecido a la compasión. No había esperanza para Glota, de una manera o de otra.

«Pero deja que entren, deja que entren.» Tal vez pensaban que él era más vulnerable dentro de su
Idiokosmos.
Un tremendo error del que no tardaría en sacarles.

Las aberturas de salto que los Pantócratas enviaban a las naves para que se movieran por el hiperespacio eran algo bien conocido, aunque no del todo entendido. En relación con ellas se presumían algunos principios generales, como que debían abrirse lejos de grandes campos gravitatorios que pudieran perturbarlas, y que, ante la amenaza de partículas exóticas de alta energía fuera de control, había que proteger las naves con cascos anti radiación.

Todo ello perdió su validez cuando Glota los condujo a través de una abertura situada en sus mismos aposentos. Se trataba de una puerta de esfínter, de aspecto convencional; pero, una vez abierta, mostraba al otro lado una vista que no podía pertenecer al interior de la ciudad volante, por grande que fuese. Se abría ante ellos una amplia llanura de hierba azulada, bajo un cielo de tonalidad violeta y un sol más luminoso que el de la Tierra. Aquí y allá se veían grupos de arbolillos desperdigados y, sobre una loma, tal vez a unos quinientos metros, un pequeño edificio de piedra.

—¿Éste es el Universo Privado de nuestro Pantócrata? —se extrañó Virgan—. Me esperaba algo más... diferente.

Glota sacudió la cabeza.

—No. Es un lugar de paso, nada más. Aún hay que atravesar dos portales más, después de éste. Vamos. —Se dispuso a cruzar la puerta, pero Virgan le agarró por el hombro.

—Un momento. ¿Qué planeta es ése? No quiero pisar un lugar con atmósfera venenosa, o un suelo de antimateria.

—No sé de qué planeta se trata. Los portales cambian de sitio cada poco tiempo. Pero puedes fiarte: yo pasaré el primero.

—Podría ser una trampa —insistió Virgan, retorciéndose una punta del bigote. Se le ocurrían mil posibilidades para el engaño. La menor no sería que Glota se escapase de ellos y que quedaran abandonados en ese planeta, acaso en el confín de la Galaxia, sin medios para salir de él.

—No lo va a ser —intervino Steel—. Míreme,
Excelencia.

Glota hizo como se le pedía. Los ojos del matemático parecían más saltones que nunca, y el marrón del iris tan oscuro que apenas se diferenciaba de las pupilas. Sin que fuera posible explicar cómo, su forma parecía borrosa, cambiante. Al principio, Glota sintió una vaga náusea, pero no tardó en aparecer una sensación mucho más concreta, aunque difícilmente descriptible. Fue como si una mano se hubiera materializado dentro de sus entrañas y, apretando los intestinos contra el estómago, creara un agujero de frío en su interior. La Voz del Pantócrata cayó de rodillas y empezó a temblar, mientras la mano invisible seguía oprimiendo por dentro. Un chorro de vómito vino a su boca, y lo arrojó junto a los pies de Steel, quien no se molestó en apartarse.

—Espero que juegue limpio... al menos con más limpieza de la que está demostrando ahora.

La extraña sensación desapareció. A duras penas, Glota se puso en pie, pero ya no se atrevió a mirar cara a cara al matemático. Por comparación con aquel hombre horrible, casi empezaba a sentir simpatía por Virgan.

—No habrá trampas, ¿verdad,
Excelencia?

Glota asintió débilmente y se limpió los labios con el dorso de la mano. La boca le sabía a vómitos, la garganta le quemaba y se sentía pequeño y miserable. «Espero que mí amo os torture por el resto de la eternidad», deseó fervientemente.

—Entonces, adelante.

No hubo ninguna sensación extraña en el tránsito por el portal, pero al poner el pie sobre la hierba del prado se produjeron una serie de cambios invisibles que desorientaron a Virgan. Nada que no hubiera experimentado ya al visitar otros planetas, pero ahora sucedía de golpe. La gravedad era apreciablemente inferior a la terrestre, la temperatura más alta que en los aposentos de Glota, el aire olía a ozono. «Sólo es un lugar de paso», se dijo, y avanzó decidido hacia el edificio de piedra.

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