Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (29 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Trabajó durante un par de horas en un bloque que llevaba modelando ya cuatro días y que parecía más prometedor que los anteriores. Ya habían brotado de su interior los brazos y el arranque de los senos, y la cabeza estaba en apunte, aún vacía la mirada. Sus dedos moldeaban la plastipiedra con furia, ajenos a su voluntad, y los antebrazos empezaban a agarrotársele antes de lo acostumbrado. En un momento, su mano se cerró sobre el pecho de la escultura y apretó con avaricia, hasta clavar los dedos y estropear la forma. '«Mierda», susurró, y se escondió un momento detrás del campo difuminador para que Rosaura no viera su frustración. Pero ella le había oído.

—¿Hay algún problema?

—No, ninguno.

—La verdad, me gustaría que me dejara ver cómo va la obra. Creo que ya llevamos bastante tiempo como para que los avances sean visibles.

Ella estaba sentada en el suelo y apoyada en los codos, con el torso hacia atrás. Coquetamente, hundía el vientre al hablar, aunque no hubiera sido necesario, pues no había en él partícula de grasa.

—Ya le dije que ésta era mi manera de trabajar.

—No lo dudo, pero yo pago, y me gustaría comprobar que está gastando mi dinero en algo útil.

Virgan rezongó entre dientes y contuvo los deseos de tirar la estatua de una patada. Estaba sudando, aunque la temperatura que había ajustado era muy suave. Se despojó de la camiseta, se enjugó el sudor con ella y la arrojó a un rincón. La prenda cayó lentamente, como una pluma de ave en aquella gravedad. Virgan se volvió hacia Rosaura, que estaba observando su torso con gesto apreciativo. Se sintió juvenilmente halagado.

—Hay días en que las cosas no avanzan demasiado —reconoció—. ¿Quiere descansar y tomar algo? Yo estoy muerto de sed.

—Lo que tome usted.

Rosaura se cubrió con una sábana y aceptó la cerveza que le ofrecía Virgan. Bebía con sorbitos huidizos, como un pájaro en un estanque. Virgan apuró su jarra en dos tragos y se limpió la boca con el dorso de la mano. Los ojos le lagrimeaban por el picor en la garganta, y aun así pensó en otra cerveza. Pero mejor seguir sobrio, al menos por el momento.

—¿La inspiración le falla hoy?

—Tal vez. Pero, como ve, la sustituyo con transpiración.

Ella se rió, espontánea por una vez, y pareció aún más joven, casi una niña. Virgan sintió una súbita ternura que debía provenir de lo más hondo del arcón del olvido. Caminaba ya casi al borde del precipicio.

—Póngase de pie.

Ella obedeció, con gesto intrigado. Virgan se acercó despacio, se quedó a dos palmos de ella y con dedos neutrales como pinzas levantó la sábana y la dejó caer a un lado. El cuerpo de Rosaura estaba tan cerca que le llegaba su cálido olor de juventud. Los ojos de ella quedaban a la altura de su pecho, una altura muy tentadora para un abrazo casi paternal, pero se contuvo.

—Le dije un día que necesitaba sentir su tacto en mis dedos. Eso es lo que falla— comentó, mientras se arrodillaba junto a ella y acercaba las manos a sus piernas.

—¿No será un pretexto para...?

—Calle un momento.

Virgan detuvo las palmas de sus manos a un milímetro de la piel dorada de su modelo. Allí sentía su calor e intuía su suavidad. Muy despacio, siempre sin tocar, las manos empezaron a subir, bordearon las rodillas, amasaron los muslos en un masaje sin contacto, treparon por las caderas voluptuosas, midieron la angosta cintura. El vientre de Rosaura se escondía hacia dentro, pero ya no era la coquetería el motivo, sino contracciones que apenas podía controlar. A unos centímetros, los ojos de Virgan apreciaron cómo la respiración agitaba los pechos en movimientos cortos, casi espasmódicos, pero cuando sus manos formaron una copa sobre ellos los detuvieron con su extraño magnetismo, el escultor apretó un segundo los dientes, tentado de cerrar los dedos y sentir aquella piel que soñaba noche tras noche. Siguió su camino, trazó círculos sobre los hombros, con las piernas medio flexionadas se miró en los ojos de ella, por primera vez a su misma altura. En sus iris de ámbar se sintió un insecto prehistórico, a punto de quedar atrapado durante eras, y se dio la vuelta y se alejó de ella para poder apartar la mirada sin que lo notara.

A pesar de que no había visto en sus ojos otra cosa que no fuera muda adoración. O tal vez, precisamente por ello.

A su espalda, oyó un profundo suspiro. La mano de Rosaura se posó en su espalda, con suavidad de pluma, pero ese primer contacto entre ellos le sobresaltó. Se volvió y de nuevo la miró a los ojos, pero ahora había recuperado su estatura, un torreón de seguridad. Ella estaba muy tensa, casi temblaba, y de mala gana retenía su mano para no tocarle más.

—¿Eso es todo?

Virgan encogió sus hombros rocosos. Pero la indiferencia se acababa en el gesto. No podía apartar la vista de los labios de Rosaura, que se entreabrían sin poder creer que sus deseos fueran a quedar frustrados. Su perfume le llegaba más intenso que nunca, y desde la nariz se filtraba directamente a las zonas más animales de su cuerpo.

—Creo que... he captado el volumen.

—¡Maldito hijo de puta! —restalló ella, y le dio un bofetón. La expresión había cambiado: en pocas mujeres había visto Virgan un odio tan genuino, y no pudo evitar sentirse halagado.

—Me temo que no comprendo nada, señorita Dantres.

—¡Lo comprendes perfectamente, y deja de llamarme así!

—Tal vez tenga alguna... vaga idea. Pero si me hablara claro, sabría qué es lo que se espera de mí.

—¡Maldita sea, jamás un hombre me había excitado tanto! ¡Termina lo que has empezado!

Virgan renunció a la comedia, y ambos hicieron lo que desde aquella primera vez en la fiesta habían deseado hacer.

La unidad de energía no tuvo que llegar de Nínive, puesto que nunca se había descargado. Pero Rosaura permaneció en Urgat no cuarenta y ocho horas, sino cuatro semanas, durante las cuales Virgan se dedicó fundamentalmente a la escultura, el sexo y el reposo. Fue durante estos momentos de descanso, abrazados y desnudos los dos, brazos y piernas entrelazados, cuando aprendió a conocer a Rosaura. Ella le confesó que se había enamorado a los trece años, leyendo el libro que había escrito Ulma Stcrrit sobre él y su obra. «¿Por qué?», preguntaba Virgan (como todos los amantes, solía repetir esa pregunta aunque ya sabía la contestación), y ella le contestaba: «Porque parecías tan fuerte y tan seguro como una montaña, como si el resto del mundo pudiera desaparecer y tú en cambio permanecer inmutable.» Virgan cosquilleaba sus pechos, o pasaba el dedo por las aletas de su nariz, por aquellos cartílagos que le fascinaban. «¿Y qué opinas ahora?» Ella sonreía pícaramente. «No has sido tan fuerte como esperaba. Te has rendido a mí. Porque tú me quieres, ¿verdad?» Virgan contestaba con toda seriedad: «No contestaré a esa pregunta sí no es delante de mi abogado.» No podía decir si estaba enamorado, al menos no con la pasión que demostraba ella, pero a veces cuando se besaban sentía que un calor muy peligroso crecía en ondas desde su vientre y derretía sus articulaciones.

Descubrió en Rosaura a una mujer calculadora y racional que se fijaba las metas y las perseguía con tenacidad, sabedora de los medios para alcanzarlas. Conocía bien sus virtudes y sus defectos, y en sociedad explotaba aquéllas y disfrazaba éstos. Sabía frenar casi siempre su temperamento, brioso como el de un potro, pero en la intimidad no tenía demasiados reparos en soltarlo. Virgan no tomaba sus enfados demasiado en serio, y esto aún la irritaba más. Era muy orgullosa, pero ante él se había rendido con armas y bagajes. No soportaba perder a ningún juego. Era muy rápida en el ajedrez: habitualmente barría a Virgan del tablero antes de que él pudiera disponer sus defensas. Pero algunas veces se equivocaba y perdía, y entonces era capaz de retirarle la palabra durante horas. Luego aparecía detrás de él, mientras estaba trabajando, le masajeaba los hombros y le besaba en el cuello, señal de que la tempestad había pasado. Virgan nunca se enfadaba con ella. Era tan joven que la veía casi como una niña, y le encantaban su ardor, sus ganas de vivir, su falta de cinismo.

En el sexo era espontánea y apasionada. Disfrutaba de su cuerpo y ayudaba a Virgan a aprender las caricias que podían brindarle placer. También deseaba físicamente a su amante con una sinceridad que Virgan nunca había visto en ninguna de sus parejas. Ante Rosaura se sintió joven y fuerte de nuevo, libre del peso de trescientos años.

En una ocasión en que hicieron el amor con particular violencia, ella se quedó dormida con la cabeza sobre el antebrazo de él. Virgan estaba incómodo, pero el sueño de Rosaura era tan plácido que no osó despertarla y aguantó durante más de una hora simplemente mirando su rostro. Al hacerlo descubrió algo dentro de sí que le asustó. No era una sensación olvidada: era una que jamás había conocido. Se había enamorado de ella.

Por supuesto, no pensaba decírselo. No quería que una mujer tuviese tanto poder sobre él.

Pero ella lo descubrió en cuanto abrió los ojos y capturó los de él. Y Virgan el artista no tuvo otro remedio que confesar.

La poetisa Vilyana Urumam había escrito en una de sus odas que, por larga que fuese la vida de un hombre, forzosamente habría de llegar a un punto culminante tras el cual todo fueran experiencias inferiores y un prolongado declive hacia la mediocridad. (Como para corroborar su afirmación, había dejado de componer versos cincuenta años atrás y ahora se dedicaba a explotar su red de restaurantes en el sistema de Centauro.) De ser cierto, Vírgan podía localizar con precisión el momento de su
akmé
: la exposición en Sotería, el centro de recreo más caro y aristocrático del Sistema Solar.

Sotería era un cometa cuyo corazón había sido perforado para hacerlo habitable y, sin ninguna peculiaridad digna de mención, se limitaba a continuar su viaje alrededor del Sol en una órbita más bien aburrida y sin vistas espectaculares. Pero por alguna de esas impenetrables razones que guían el comportamiento humano, se había convertido unos seis años atrás en el lugar de moda y seguía siéndolo. Sólo poner el pie en él costaba el equivalente en dinero a una pequeña planta de fusión nuclear; tal vez ése fuera su mayor atractivo. La firma que lo explotaba había decidido organizar en él una exposición de toda la obra de Virgan, a pesar del enorme coste que suponía transportar sus creaciones desde otros sistemas solares y pagar los correspondientes alquileres y fianzas a sus respectivos dueños. Virgan aceptó, sin sospechar que tras los sonrientes propietarios de Sotena estaba la alargada mano del Pantócrata, que era el propio Radniakós quien había ordenado que se celebrara la exposición para tenderle una trampa.

Recordaba aquellos días como una mezcla imposible de lucidez y sueño. Se había encontrado de nuevo ante obras suyas que no veía desde siglos antes y descubrió que le parecían salidas de las manos de otro artista. El mismo número de sus creaciones, cuyo catálogo jamás se había molestado en revisar, le sorprendió. Algunas obras no las recordaba siquiera; no era de extrañar, puesto que Malina le señaló que parte de ellas eran hábiles imitaciones de otros artistas. «Y tan hábiles —comentó Virgan— me podrías haber convencido de que eran mías.» «Creo que deberías hacer que te reforzaran la memoria», le aconsejó su agente.

No había quedado VIP en ningún sistema, por alejado que estuviese, sin visitar la exposición. Los comentarios de todos los críticos habían sido elogiosos, incluso los de los pocos que entendían algo de arte. Y, para que su felicidad fuese absoluta, Rosaura estaba con él.

El penúltimo día de exposición se anunció un honor inesperado, del que sólo Adela Regno, compositora de la ópera
La Re-Creación
, podía alardear: al día siguiente acudiría a contemplar las obras de Vírgan el mismísimo Pantócrata del Sistema Solar, Radniakós. Como si Dios Padre en persona hubiera bajado a admirar los frescos de la capilla Sixtina.

Por supuesto, Dios Padre no hubiera descendido en toda su infinita e intangible majestad pudiendo servirse como vehículo del cuerpo de algún mortal. De la misma forma, en el espectacular séquito no viajaba el propio Radniakós, sino la encarnación que había elegido en aquellos últimos tiempos. A Virgan le satisfizo el gusto dramático de Radniakós. El Pantócrata había elegido a un niño de unos ocho años que se desplazaba en un palanquín transportado por ocho gigantescos marcianos. (Porteadores absolutamente innecesarios en aquella gravedad casi nula.) El atuendo multicolor de ellos contrastaba con la desnudez del niño, que permanecía sentado en la posición del loto, vestido de cielo como un santón de la antigua India. Sus párpados estaban innaturalmente cerrados y su expresión tenía el hieratismo de una máscara funeraria. En medio de la frente le había sido injertado un ojo ciclópeo, gelatinoso, que bailaba de aquí para allá con movimientos nerviosos, absorbiendo la información que sin duda viajaba en un haz taquióníco hacia el universo privado del Pantócrata.

Junto a la litera venían cuatro Consagrados, dos armados con alabardas y los otros dos con ballestas láser, enormes en sus negras armaduras, y, al frente de ellos, el mortal más poderoso del Sistema Solar: Glota, la Voz del Pantócrata. Andaba con paso solemne, arrastrando una capa de púrpura oscura y reforzadas su natural estatura y corpulencia por el impresionante servotraje negro. Pero los ojillos pequeños y mezquinos traicionaban la impresión de majestad que quería transmitir. Glota sólo era poderoso porque Radniakós lo había elegido así, y si el Pantócrata cambiaba de opinión, lo aplastaría como a una polilla, del mismo modo que había hecho con otros favoritos.

La imponente comitiva se fue deteniendo frente a varias de las obras de Virgan, y la Voz del Pantócrata comentó elogiosamente algunas de ellas, expresando unas veces sus propias opiniones y otras las de su señor.

Cuando llegaron ante Bisagaistha, el ojo-sensor instalado en la frente del niño dejó de bailar y se detuvo con interés. Virgan se apartó para que pudiera apreciar mejor la obra, y al hacerlo casi tropezó con Rosaura. Ella le animó con una caricia furtiva en el antebrazo.

—Mi señor quiere saber si esta obra tiene ya propietario.

Cuando Glota hablaba por su señor no podía evitar engolar la voz. Vírgan lo encontraba divertido, aunque se abstuvo de demostrarlo.

—No... En realidad sí. Pertenece a mi propia colección.

Por primera vez, la cabeza del niño giró y el ojo se centró en Rosaura. Virgan sintió una difusa inquietud e interpuso el cuerpo para cubrir a su amante.

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