Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (28 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—Parecen una bendición para la humanidad, pero en realidad son una plaga, una maldición —argumentaba Steel al otro lado de su copa. Sus palabras se hacían más despaciosas por el hecho de que continuamente miraba a los lados, temeroso de que alguna persona de aquel sombrío y huméame tugurio estuviera escuchándoles.

Virgan había objetado que el dominio de los Pantócratas era benévolo si se tenía en cuenta lo que hubieran podido hacer con su poder, y que, en cualquier caso, considerando los beneficios que los hombres obtenían a cambio de su sumisión, la relación con ellos era provechosa.

(Evidentemente, Virgan no sabía que un Pantócrata le robaría a Rosaura. Por aquel entonces, ni siquiera sospechaba que no tardaría en enamorarse de ella. Si alguien se lo hubiera dicho, habría contestado con una carcajada.)

—Ni benévolo ni narices —le contestó Steel—. Hemos perdido nuestra dignidad. El hombre siempre ha luchado por conocer el universo y domarlo. Y ahora, ¿qué? Nos limitamos a aceptar que los Pantócratas, como si fueran nuestros papas, nos den toda la comida masticada. ¿En qué ha avanzado la ciencia desde que llegaron?

A Virgan no se le ocurría en qué, pero le disculpaba el no estar versado en materias científicas.

—¡Es lo mismo que le sucede a todo el mundo! Cada vez hay menos científicos— ¿Para qué, si de los Pantócratas obtenemos toda la tecnología que necesitamos? Manejamos aparatos muy complicados, sí, pero ¿tenemos la menor idea de qué principios explican su funcionamiento? ¿Sabes tú cómo funcionan las máquinas que utilizas en tus creaciones?

Virgan hizo un intento de explicar a Steel la forma en que manejaba sus servos, proyectores y amplificadores, pero el matemático le cortó con una seca carcajada.
«A
veces —pensó Virgan—, los gestos de Steel no acaban de concordar, como si la mitad inferior de su rostro se adelantara a la otra media.» Resultaba desconcertante y desagradable. Virgan prefería apartar la mirada para concentrarla en el espectáculo triví que se desarrollaba en la barra principal.

—¡Todo eso es mierda! Te limitas a saber qué botones tienes que apretar, pero no tienes la menor idea de en qué realidad física se basan. Si los Pantócratas desapareciesen mañana y nos quedáramos solos, descubriríamos que estamos mucho más atrasados que antes de que ellos llegaran.

Virgan nunca había sentido demasiada curiosidad por los Pantócratas, pero el interés de un borracho suele ser contagioso, de modo que acabó preguntando a Steel si sabía algo sobre los
Idiokosmos
, los universos privados en que habitaban.

—¿Universos privados? Conozco a algunos que los han visto, y parece que hay cosas increíbles en ellos. ¡Bah! —No era tanto una expresión de desprecio como una muletilla que soltaba cada vez que iba a dar un trago de su copa; una acción cuya frecuencia estaba disminuyendo conforme su organismo se saturaba de alcohol. Tras repostar, el matemático clavó en Virgan sus ojos saltones y prosiguió—. Nadie pensaría en atacar directamente a los Pantócratas, pero aunque a alguien se le ocurriera, no tendría cómo. Mejor dicho, no tendría dónde. Ellos viven fuera de nuestro espacio y nuestro tiempo.

—¿Vienen del pasado o del futuro? —Virgan recordaba haber escuchado algo así en un canal de divulgación.

—Nooo... He
dicho fuera
de nuestro tiempo. ¿No sabes de qué está hecho el universo?

Virgan estuvo a punto de contestar algo, pero decidió que, dijera lo que dijese, probablemente se ganaría una reprimenda y prefirió encogerse de hombros.

—¡Pues sobre eso estaba yo investigando cuando esos hijos de puta cerraron mi departamento!

Virgan inclinó la cabeza, conmiserativo, aunque era la décima vez que lo oía en esa noche. Pero el matemático cortó la retahíla de lamentaciones que había ensartado en otras ocasiones y se zambulló en su explicación.

—Imagínate unas cuerdas muy pequeñas, muy pequeñas, más pequeñas que cualquier cosa que puedas concebir, más pequeñas que un átomo, que un quark.

Vírgan cerró los ojos y en vez de cuerdas vio una miríada de puntos luminosos que bailaban erráticos. La cabeza se le iba y tuvo que abrirlos ojos.

—Ya me las imagino. ¿Y bien?

—Pues esas cuerdas vibran, ¿sabes? Y todo lo que existe es producto de la armonía de sus vibraciones. —Soltó una carcajada que se hubiera podido denominar «seca» si no hubiera regado a Virgan con restos de licor—. ¡Los pitagóricos sabían bien lo que hacían cuando hablaban de la armonía de la lira! La armonía de las esferas, la armonía de las cuerdas...

El matemático estaba empezando a desbarrar y Virgan tuvo que sacudirle por el hombro para devolverle a la realidad. Al hacerlo, la imagen de Steel se le desdibujó por un momento, y pensó que él también había bebido más de lo recomendable.

—Mira, todas las partículas pueden explicarse como distintas armonías de esas cuerdas primordiales. ¡Ja! Es como si el quark «arriba» fuera un
do, y
el quark «abajo» un re, ¿entiendes?

—Nada de nada. ¿Qué tiene que ver eso con los Pantócratas?

—¡Es evidente hasta para el más torpe! El espacio y el tiempo son también resultado de las vibraciones, de las ondas de las cuerdas. ¡Ni el tiempo ni el espacio son infinitamente divisibles, y sólo esa verdad se cargaría las aporías de Zenón!

Virgan apuró el resto de su copa y se dedicó a mirar a dos mujeres que acababan de entrar en el local. Iban vestidas de cuero rojo, que dejaba al descubierto sólo sus senos, nalgas y pubis, y discutían como amantes revenidas. No le resultaban deseables, pero recordó a Rosaura Dantres y sintió en los ijares la dulce tibieza de la excitación.

—Los Pantócratas, de alguna forma que daría mí alma por comprender, saben cómo dominar esas cuerdas. Son... cómo diría... los músicos que interpretan la armonía del cosmos. ¡Sí, no ha estado mal esa metáfora! —Lo celebró con un trago y continuó. Virgan decidió volver a mirarle—. Bah... Todas las cuerdas que participan de nuestro espacio vibran acordes en una dimensión, y lo mismo ocurre con el tiempo, pero en otra, ¿de acuerdo hasta ahí?

Aquello se ponía cada vez peor, y además seguro que le tocaría acompañarle hasta un taxi.

—Entonces... ¿qué hacen los malditos Pantócratas? En los lugares en que deciden refugiarse, alteran las vibraciones de las cuerdas de la forma que les place, de modo que todas esas cuerdas resuenan fuera de la armonía del resto... ¡Y todo ese lugar desaparece de nuestro universo! ¿Cómo puñetas logran comunicarse con nosotros, si prácticamente están en.... a ver cómo lo digo... otra dimensión? Te lo estarás preguntando.

—Por supuesto.

—¡Pues lo más divertido es que no tengo ni repajolera idea! Pero te diré algo: daría
cualquier cosa
por entrar en el Universo Privado de nuestro Pantócrata.

Lo más divertido fue cuando al sacarle del bar le vomitó en el traje nuevo.

Al decimotercer día llegó Rosaura, con retraso de sólo una hora, menos de lo que Virgan esperaba. Venía en un pequeño vehículo intersistema, sin el característico anillo en la cola que servía para acoplarse con las aberturas de salto enviadas por los Pantócratas. Eso quería decir que había viajado hasta el Sistema de Ninurta en un crucero y que, en buena lógica, no poseía su propio saltador. Muy cotizada, pero aún no lo suficiente: los honorarios de Virgan le habían sentado como un tiro. La ropa que traía era un sencillo peplo dórico de color blanco. Las aberturas bajo los costados bajaban hasta una altura insinuante, sin llegar al mal gusto, y parecía evidente que no llevaba nada debajo.

Virgan la recibió con lo que para él era el colmo de la amabilidad, y que incluía un amago de reverencia, una bebida ligeramente alcohólica y una gravedad de giro adecuada a la visita. Sentados en mullidos cojines de piel, pasaron pronto a discutir los detalles del trabajo: ella deslizó una insinuación sobre lo elevado de la tarifa —con el tiempo, Virgan descubriría que tendía a ser un poco tacaña, deuda sin lugar a dudas de su humilde origen—, pero no insistió —era más orgullosa que tacaña—. Virgan preguntó cómo sería el retrato y ella encogió los hombros y, por primera vez desde que la conocía, sonrió. Se le marcaban unos hoyuelos poco clásicos pero, sin duda, agradables.

—No le contrato como retratista, señor Virgan. Ya que uno de los artistas más grandes de nuestra satrapía ha accedido a que yo sea su modelo, creo que lo mejor sería que se dejara llevar por la inspiración.

Virgan contestó con otro encogimiento de hombros y un comentario algo cínico sobre la inspiración. En realidad sí creía en ella, pero ante los demás le divertía el papel de creador materialista y desencantado, escéptico de su propio arte. Como ella insistiera en que él elegiría la forma del retrato, le pidió que se pusiera en pie.

—¿Le importaría desnudarse? —preguntó sin mover ni una ceja.

—Así que esculpirá un desnudo. ¿Vamos a empezar ahora mismo?

—Aún no. En realidad, no he decidido si será un desnudo. Precisamente por eso quiero verla desnuda, ¿entiende?

Ella resopló furiosa y le preguntó si acaso dudaba de que su cuerpo era lo bastante perfecto para un desnudo.

Virgan se disculpó como solía hacer. —Según su antiguo psicoconsultor, cuando pedía excusas parecía un Pantócrata otorgando clemencia—. No tenía que ver con la perfección tal como la juzgaría cualquier otro hombre, sino con la adecuación de las formas a las capacidades de él, de Virgan. Aunque a regañadientes, Rosaura accedió, y fue la primera vez que Virgan contempló su cuerpo a placer. Y por ello lo hizo, por puro placer, puesto que para nada necesitaba de aquella exhibición. La joven se giró ante él, ofreciéndose a la vista, con el orgullo de una diosa virgen.


¿Y
bien, señor Virgan? ¿Le parece mi cuerpo merecedor del derroche de su talento?

—Mañana empezaremos. A la misma hora —fue toda la respuesta de Virgan.

Durante las jornadas siguientes, Virgan esculpió en su plastipiedra a razón de tres horas diarias. Su sistema era un tanto difícil de entender para Rosaura, puesto que la hacía posar de distintas maneras y con gestos variados, aunque la escultura sólo tendría una pose. La joven, que ignoraba cuál sería ésta, pues Virgan mantenía su trabajo tapado por un escudo difuminador, le preguntó al tercer día por qué era así.

—Usted no está pasando a la piedra, señorita. Usted está pasando a mí cabeza, y la imagen que formo en ella es la que luego fluye a este material. Cada vez necesito que pose de una manera porque he de conocer todos los movimientos y los ángulos de cada músculo y cada tendón, y la textura de cada trozo de piel.

—De modo que usted ya conoce mi cuerpo a la perfección, mejor que yo incluso. —El comentario de ella sonaba preñado de satisfacción.

—Aún no. Sólo veo su tacto. Al final lo sentiré en mis dedos... y sin haberla tocado.

Ella enarcó una ceja y respondió con un «ah» de burlesco asombro.

Lo cierto es que, durante el resto de las horas que pasaba en su asteroide, no podía apartar de su cabeza el cuerpo de Rosaura. Ella no lo sabía, pero Virgan desechaba modelos porque sentía que estaba tomando la senda equivocada, que si seguía de aquella o de la otra manera no reflejaría la verdad de lo que estaba viendo. Y se daba cuenta de que veía más de lo que podían mostrarle sus ojos.

A veces se acercaba a ella, y, aunque estaba subida en una plataforma, la examinaba desde su mayor altura. La joven subía los ojos, las miradas se cruzaban, y cada vez le aguantaba más tiempo. Posaba desnuda con naturalidad, pero voluptuosa, como bañada en un aura de tenue lascivia. Virgan aceptaba el juego. Cuando la distancia era muy corta, dilataba las ventanillas de la nariz, venteando el perfume de Rosaura de tal manera que ella lo viera y supiera que despertaba en el reacciones primarias. Lo cual era cierto. El calor en sus ijares empezaba a ser inquietante, y a veces, cuando ella ya no estaba, se descubría perdido en fantasías muy alejadas de los intereses artísticos.

La imagen de Rosaura se estaba convirtiendo en una obsesión y la obra no avanzaba. Pensó en tomarse unos días libres en Nínive y trató de localizar a Steel. Los rasgos casi grotescos del matemático y su figura desgalichada parecían el mejor antídoto. Pero ya no se encontraba en el sistema, y tampoco estaban el resto de sus conocidos.

En realidad, no los buscó con demasiado interés.

Y llegó el día inevitable. Rosaura entró sofocada. Arrebolada, su rostro era aún más adorable. Llevaba un vestido negro, ajustado a sus formas como la mirada de un amante, y en la suave gravedad que había ajustado Virgan para aquel día sus senos se balanceaban en un ondular premioso, desacompasado con la agitación de sus palabras.

—¡Descargada! ¿Usted puede creerlo? Podría haberme estrellado contra este maldito asteroide si...

Virgan escuchaba sin oír, distraído en despojarla mentalmente del vestido y hacer experimentos con aquella ondulación, de modo que tuvo que pedirle que empezara de nuevo.

—¡Pues que el ordenador de la nave me dice que la unidad de energía está prácticamente descargada y que no debo moverla hasta que consiga otra unidad!

Por supuesto, la unidad de energía de aquel vehículo era incompatible con cualquier sistema de recarga de que dispusiera Virgan en su asteroide. Y, también por supuesto, la nueva unidad que había encargado Rosaura no llegaría hasta cuarenta y ocho horas después.

—Así que me temo que tendré que alojarme aquí hasta entonces.

El plan de Rosaura no era ni mucho menos perfecto: Virgan tenía su propio vehículo intersistema, que hubiera podido prestarle hasta que llegara la nueva unidad. Pero le pareció de una crueldad innecesaria frustrar tan candorosa malicia, de modo que ordenó a los servos que prepararan una estancia para la joven.

—¿Tiene alguna preferencia alimenticia?

Rosaura negó con la cabeza, mientras se despojaba del vestido como al desgaire. Por primera vez, Virgan apartó la mirada, avergonzado. Desde fuera, se observó a sí mismo y se dijo que la situación se estaba volviendo tal vez excesivamente interesante. Pero debía apurar la copa del peligro hasta los posos si quería seguir disfrutando del juego.

—¿Empezamos?

Ella ya estaba desnuda, con los brazos en jarras. Cada día venía más morena, con un bronceado que no parecía artificial. Virgan se la imaginó tomando el sol sin ropa, en una playa de Nínive, bajo las miradas de otros hombres, y aquel pensamiento le excitó y a la vez le molestó.

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