Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (36 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—¿Te preocupa el destino de este hombre? —preguntó el Pantócrata.

Virgan volvió a mirar a Rosaura. Ella asentía suavemente con la cabeza.

—No le mataré, sí ése es tu deseo. Volverá sano y salvo a su hogar... siempre que renuncie a ti.

—¿Me permitirías hablar un instante con él?

Radniakós concedió con un mayestático gesto, se dio la vuelta y se alejó hacía su séquito. Rosaura se acercó a Virgan con pasos vacilantes y se detuvo a menos de un metro de él, tan próxima que le llegaba su perfume. Aunque eran el lugar y el momento menos adecuados, recordó los días de Urgat, cuando la esculpió desnuda, y un latigazo de deseo recorrió fugaz su vientre. Ese mismo olor había llegado a embriagarle en las noches de amor que ya se habían perdido en un pasado irrecuperable.

O tal vez no. Si Rosaura quisiera volver con él, ¿le negaría el Pantócrata su deseo?

—Es mejor que te vayas, Virgan. —Había preocupación por él en su tono, y ternura, pero no el amor ciego de tan sólo unos meses atrás. La mirada de Rosaura era muy distante, separada de él por un mar de tiempo.

Pero si Virgan no se había rendido a una criatura que manejaba las leyes del universo a su antojo, tampoco lo haría ante el olvido de aquella mujer.

—He venido por ti, Rosaura. No me iré solo.

—No lo entiendes. No puedo volver contigo.

—¿No puedes... o no quieres?

Ella abrió la boca para contestar, pero no brotó ninguna palabra.

—¿Es que te has enamorado de esa... cosa? —Virgan buscó al Pantócrata con la mirada. Estaba hablando con una extraña criatura reptilesca, a unos veinte metros de ellos. «Seguro que nos está escuchando. Me da igual.»—. Es un vulgar asesino, ya lo has visto.

—Tú no lo puedes entender. Es alguien que está tan por encima de nosotros que ni lo imaginarías.

—Por encima del bien y del mal, ¿no? ¿Qué puede retenerte junto a él? No puedo creer que sea amor.

Rosaura se giró para mirar al Pantócrata y suspiró. Virgan sentía que un frío de muerte extendía las garras por sus entrañas.

—Es... algo distinto. Tiene tanto poder...

—Como una montaña, ¿verdad? Así me veías a mí. Claro, que ahora has encontrado una montaña más alta.

—¡No seas tan simple! Quiero decir que es tan poderoso que a veces puede hacer cosas que no comprendemos. Tal vez su propio poder lo domine a veces, ¿entiendes? Pero debajo de todo eso hay algo que... —Se encogió de hombros y volvió a suspirar— no sabría expresarte.

—¡Estás cegada, Rosaura! ¿Es que no te das cuenta? Tú me amabas. ¿Cómo has podido perder ese amor en tan poco tiempo?

Virgan nunca había sabido lo que era suplicar. Ahora se hubiese arrodillado ante Rosaura para no perderla.

—Yo... es posible que te amara, sí —dijo ella, evocando un recuerdo de otra era.

Virgan la tomó por los hombros para sacudirla, pero al sentir el contacto de su tibia piel le invadió una ternura tan intensa que no pudo evitar abrazarla,

—¡No la toques!

La voz del Pantócrata le hizo apartarse de un salto. De alguna manera Radniakós se había materializado a su lado, inmenso en su furia. Rosaura se interpuso entre ambos, alzando los brazos como las mujeres de los sabinos para evitar que el Pantócrata destrozase a Virgan entre sus dedos.

—¡Por favor, no le hagas nada!

Virgan había cerrado los puños, obedeciendo al impulso ancestral de pelear por la mujer. Pero aunque Radniakós no hubiese dispuesto de otros poderes, sólo su enorme cuerpo hubiera bastado para aplastarle como a una cucaracha. Respiró hondo y trató de serenar sus pensamientos.

—¿Qué busca alguien tan poderoso como tú en una mujer mortal? —arguyó, aprovechando que el Pantócrata había controlado su acceso de ira—. Es comprensible que yo ame a Rosaura, pero ¿tú? Si estás tan por encima de ella como...

—No me provoques, gusano, o puede que no sea capaz de controlarme a pesar de sus intercesiones. Lo que yo veo en esta mujer no podría comprenderlo alguien tan limitado como tú aunque viviera cien miserables vidas.

—Demuéstramelo entonces. Cédeme tus poderes y enfréntate conmigo por ella como estoy haciendo yo.

—¡Por favor! —exclamó Rosaura—. No soy un trozo de carne por el que se pueda pelear. Si tanto sentís por mí ambos, ¿estaréis dispuestos a aceptar mi decisión?

—Si tu decisión es rebajar tu belleza compartiéndola con este gusano, de ningún modo —rugió Radniakós, y Virgan sintió un atisbo de lástima por él, comprendiendo que la misma enormidad de su poder lo había convertido en un ser pueril.

—¿Querrías tenerme a tu lado en contra de mi voluntad? —preguntó Rosaura en un tono que hubiera deshecho el más duro granito. El Pantócrata cerró los ojos un momento y apretó los labios en un gesto que, a su pesar, era demasiado humano; pero cuando los abrió de nuevo el destello de sus pupilas volvía a ser demoníaco.

—De todo lo que puedo conseguir con mi poder, tú eres lo único que no quiero. Si estás conmigo, debe ser por propia elección.

—¿Estás seguro de lo que dices?

El Pantócrata asintió tozudamente; aquellos cuernos invertidos le hicieron pensar a Virgan en un carnero en embestida.

—Sí. La belleza encarcelada se marchita.

«Bien dicho», hubo de reconocer Virgan. Pese a todo, no podía evitar sentir admiración por aquel semidiós que contenía las llamaradas de su poder cada vez que se dirigía a Rosaura.

—¿Aceptarías que ella viniera conmigo, entonces?

—¡No me provoques, gusano!

—Por favor, Radniakós. Deja que diga lo que tenga que decir... y luego le dejaremos marchar.

«Le dejaremos marchar«, se repitió Virgan. Aquélla no era su Eurídice, a la que como Orfeo pudiera rescatar con su arte: se había convertido en Perséfone, la oscura diosa de los Infiernos que compartía el trono con Hades. Como una reina llena de soberbia se permitía ya dispensar su poder.

—Rosaura... ¿Eres la misma que yo conocí?

Ella miró en derredor, a los grandiosos edificios que los rodeaban, a la difusa bóveda que se cernía sobre sus cabezas cien kilómetros más allá, a la magnífica figura del Pantócrata; y cuando sus ojos se volvieron a posar en Virgan había en ellos un paño de conmiseración que apuñaló a Virgan con una herida más honda que todas las que hasta entonces había sufrido.

—Me temo que ya no soy la misma, Virgan. Yo... siento hacerte daño.

—¡¡Estás ciega!! Te dejas llevar por el brillo de un poder vacío...

—¿Un poder vacío? —gruñó Radniakós—. Estúpido, el poder siempre es el poder, la auténtica realidad del universo. Tú sólo eres una mota de polvo más en el cosmos, una partícula arrastrada por fuerzas que no alcanza a comprender. ¡Yo puedo decidir sobre el espacio y el tiempo! La eternidad es mía. ¿Qué puedes tú ofrecer a esta mujer a la que dices amar?

Virgan se encogió de hombros y trató de que su tono fuera lo más indiferente posible.

—Mi arte.

La carcajada del Pantócrata retumbó bajo sus pies e hizo que el suelo vibrara en ondas que se hicieron visibles y se elevaron brillantes por los aires, convirtiéndose paulatinamente en una cuerda plateada que se enroscaba sobre sí misma mientras ascendía a las alturas. El desvaído azul de aquel falso cielo se desvaneció, y en su lugar apareció la profunda negrura del espacio tachonado de estrellas. Radniakós levantó las manos y de sus dedos brotaron relámpagos de luz que partieron entre horrísonas detonaciones hacia la bóveda del firmamento.

—Tu arte no es más que la torpe manipulación de innobles materiales. ¡El poderes el verdadero arte! Mi materia es todo el cosmos. ¿Puedes tú ofrecer algo mejor a tu amada, gusano?

Sobre sus cabezas, las estrellas se agruparon para formar una nueva constelación, un maravilloso dibujo que representaba el rostro de Rosaura. No se trataba más que de un truco, pero Virgan hubo de reconocer que era impresionante tanto en su magnitud como en su belleza.

—Tú pasarás, Virgan el artista, a pesar de esa falsa ilusión de inmortalidad que os ofrecemos con la Sociedad de Resurrección. Pasarás y acabarás como todas las cosas mortales, y de ti no quedará ni el recuerdo. ¿Qué son para mí las eras, los eones? Yo puedo ofrecerle a Rosaura el universo, la eternidad. —Con un gesto recogió su capa y el negro del firmamento se diluyó de nuevo—. Confórmate con pensar que durante un tiempo se te permitió mancillar su belleza, ¡y retírate de mi presencia!

Terminado su breve discurso, el Pantócrata se alejó de nuevo a grandes zancadas. Llegó al borde del abismo y se asomó a él, apoyando el brazo en una columna. La absurda idea de empujarle pasó por la mente de Virgan. Inútil.

Se volvió hacía Rosaura aprovechando ese breve momento de intimidad que se les permitía. Era la mirada distante de la joven lo que le asustaba, y no el derroche de poder de Radniakós.

—¿Es eso lo que quieres? ¿La eternidad?

—Yo... no sé qué decir. No entiendes...

—Valoras algo que no lo merece. En mi amor por ti he aprendido algo, pero lamento comprobar que tú no. —Sacudió la cabeza con tristeza y trató de buscar las palabras adecuadas para expresar sus sentimientos—. El brillo de algo que debe diluirse a lo largo del tiempo es débil, pálido. No, no es mi arte lo que te puedo ofrecer, sino mi amor, Rosaura. El amor que siento por ti en este momento y que, si algo de valor tiene, es porque
debe
acabar. No hay belleza en la eternidad, mi niña.

—No te entiendo... —murmuró ella, mirándole por primera vez a los ojos. Virgan solía llamarla «mi niña» cuando estaban solos.

—Vine a este lugar por ti, Rosaura, y sabía que con ello renunciaba a mi futuro. Pero ya no lo deseo. No quiero recordar tu amor como algo que perdí en el pasado.

—Idiota —protestó Rosaura con dulzura—. No debes morir por mí. Yo no merezco la pena.

—He vivido ya tres siglos, mi amor —musitó Virgan, cada vez más cerca del rostro de Rosaura, hasta el punto de que ya podía sentir su tibio aliento—. Es tiempo más que suficiente. Tú has sido lo mejor de todos estos años. Si ahora te pierdo, el resto de mi vida será un declive sin fin. Prefiero... acabar ahora.

Rosaura apoyó sus manos en los hombros de Virgan y le masajeó suavemente, la misma caricia que solía hacerle cuando dejaba de estar enfadada con él. Radniakós bufó, pero ellos ya no tenían ojos para nada más.

—¿Es eso verdad? ¿Estás dispuesto a... perderlo todo por mí?

—Sin ti perdería mí alma.

Rosaura cerró los ojos, se puso de puntillas y le atrajo hacia sí. Sus labios se abrieron apenas y su boca se posó sobre la de Virgan, en un beso que tenía la suave cualidad de un sueño del alba. Se apartaron y se miraron a los ojos, y Virgan comprendió que la había recuperado.

—¿Es eso lo que quieres, así pues?—gruñó el Pantócrata, acercándose a ellos.

Rosaura no contestó. Sólo miró un momento al poderoso Radniakós, después a Virgan, y asintió con una sonrisa de dulce melancolía mientras rodeaba con sus brazos la cintura de su amante humano.

Su sonrisa se borró, reemplazada por un gesto de espanto al escuchar el horrísono bramido que brotó de la garganta de Radniakós. Todo el
Idiokosmos
pareció temblar de pavor cuando el Pantócrata elevó los brazos al cielo, enormes como aspas de molino.

—¡Se acabó mi paciencia contigo, gusano!

—Prometiste que aceptarías mi decisión —suplicó Rosaura, interponiéndose entre ambos, Virgan, al mismo borde de la muerte, se sentía extrañamente eufórico. Lo que le pudiera pasar carecía de importancia.

Radniakós sacudió la cabeza y miró con odio a la mujer que se había permitido despreciarle. Las puntas de su barba se agitaban con vida propia y de sus ojos saltaban chispas azuladas que al caer al suelo quemaban el mármol con una marca negra.

—No serás mía, puesto que no te quiero así. Pero tampoco serás de él. Tú volverás a tu mundo.., pero él se quedará aquí, conmigo, sufriendo por toda la eternidad.

De un manotazo mandó a Rosaura por los suelos y se encaró con Virgan. Éste se sintió tan furioso al ver a su amante así tratada que se arrojó sobre el Pantócrata. Una vez, en un bar de Francia, había derribado a tres hombres de un solo golpe. Ahora su puño se estrelló contra el abdomen de Radniakós y fue como si hubiera golpeado en la cabeza a un toro de lidia. El Pantrócrata no le dejó tiempo para intentarlo de nuevo. Su garra se cerró sobre el cuello de Virgan y, como a una marioneta rota, lo levantó sin ningún esfuerzo.

—Si intentas enfurecerme lo bastante para que te mate, olvídalo, gusano —silabeó, tan cerca de su rostro que Virgan pudo oler su aliento mefítico. Después lo levantó más aún y se giró, estudiando contra qué podría lanzarlo. Los miembros del séquito abrieron una cuña, temerosos de que el escultor cayera sobre ellos con su peso nada despreciable.

En ese momento de silencio se escuchó una discreta tosecilla, tan fuera de lugar que el propio Radniakós, perplejo, soltó a Virgan y miró a su alrededor. Sentado al borde de una pequeña fuente, a unos pocos pasos, los observaba Milman Steel.

—Creo que ya os he dejado jugar lo suficiente —comentó en tono falsamente dolido al tiempo que se levantaba—. Me gustaría que mis justas peticiones fueran atendidas.

Virgan aprovechó que estaba libre para arrastrarse hasta Rosaura. Ambos se abrazaron en el suelo y contemplaron la escena. De alguna extraña manera, el matemático había vuelto a ser de carne y hueso, y ahora se enfrentaba a Radniakós señalándole con un dedo admonitorio, como el del maestro ante el alumno díscolo.

—Radniakós, Radniakós... ¿Para toda esta vacía ostentación me robaste la Gota del Origen? Devuélveme lo que me pertenece.

Para sorpresa de Virgan y Rosaura y consternación de los cortesanos, en el rostro del Pantócrata se dibujó un inconfundible gesto de miedo. Steel avanzaba hacia él, tendiendo una mano exigente. Radniakós retrocedió hasta chocar con una de las columnas del pórtico.

—Tú.,, no puedes estar aquí. ¿Cómo has entrado?

—Tu propia vanidad te tendió la trampa.

Radniakós levantó la mano derecha y de ella brotó una llamarada blanca que redujo instantáneamente a cenizas a Steel. Pero donde había estado el matemático apareció un punto negro del que brotaron con no menos rapidez brazos, piernas, cabeza, y un segundo después Milman Steel volvía a encontrarse en pie ante Radniakós.

—Lo siento, pero mucho me temo que una vez que me has dejado meter un dedo aquí, ya no me podrás sacar.

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