Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (38 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Azlaech se volvió y le miró sin comprender. Anduvieron un centenar de metros esquivando cañas y arbustos bajos acompañados sólo por el sonido, en la lejanía, de las aguas del Putunchán. ¿Y los cantos de las aves? ¿Y los graznidos de los papagayos? ¿Y el zumbido del aleteo de las avispas y mosquitos?

«Cuando la selva calla, oculta un misterio o ha sido profanada», recordó las palabras del anciano Technotelz.

Chenehoal no tenía más de diecisiete años, pero era ya un adulto para su pueblo, robusto y fuerte, un experto cazador, y conocía la selva como su propio padre, sin embargo, en aquellos momentos, sintió un estremecimiento de miedo.

Recordó cuando llegaron los españoles, pacíficamente, mostrándoles baratijas y collares, buscando su ayuda. Cuando Chenchoal se ofreció voluntario para ayudarles y liberar de ese modo a su pueblo de la opresión a la que les tenía sometidos Muteczuma, y fue aceptado, se hizo posible su sueño de conocer nuevas civilizaciones, nuevas culturas... Quería saber sí era cierto que, más allá de Tascaltecal existían aquellos pueblos de mujeres guerreras, o las aldeas de los hombres de dos cabezas y cuatro piernas, o si de verdad había seres mitológicos como el dios Serpiente o que... Sus pensamientos se diluyeron en el silencio.

Azlaech miraba a través de unas cañas altas, inmóvil, atento. Súbitamente los músculos de su espalda se tensaron, sus hombros se irguieron y sus vértebras se marcaron profundamente. Azlaech, mayor que él, era de piel más oscura y de cabellos negros como el ébano. Cuando giró su rostro hacía Chenchoal, éste creyó que sus bellos ojos almendrados habían sido convertidos, por alguna repentina maldición, en diminutas bolas de cristal tallado como las que llevaban las mujeres de su pueblo en los collares que adornaban sus cuellos. En aquellos diamantes negros, vio el miedo reflejado, estaba aterrorizado. Chenchoal sintió una extraña sensación en el estómago. Una sensación que le atormentó y le ascendió hasta la boca dejándole un regusto amargo. ¿Qué podía dar miedo a Azlaech? Él, que había matado a Pelcotaz, el tigre comehombres y que había luchado con la anaconda en el Putunchán, en la época de las lluvias. Azlaech le hizo un gesto para que se acercase y mirase el horror que había más allá de las cañas. Al hacerlo, le arañaron la piel y le rasgaron el brazo abriéndole una larga herida, pero su dolor fue ahogado al ver a los demonios.

El cabello de la nuca se le erizó, y quiso convertirse en churcha para esconderse bajo los helechos o subir al árbol más alto. El regusto amargo de su boca se incrementó.

Ante sus ojos se abría un llano, lo suficientemente grande para albergar quince o veinte cabañas construidas con buenas maderas, de paredes de cañas clavadas en el suelo, muy juntas, unidas unas a otras con bejucos y techos formados con largas hierbas y hojas de palmeras que crecían cerca del río.

Era una aldea de churultecas, seguramente de algún grupo aislado que había decidido vivir fuera de la dependencia del cacique local, o que había sido desterrado por infringir alguna de las leyes del pueblo, pero no fue eso lo que aterrorizó a Azlaech y a Chenchoal.

El pánico se había apoderado de ellos. La aldea parecía encontrarse bajo el influjo de alguna extraña magia. Sus habitantes debían haber ofendido a Tezcatlipoca, el dios de las tinieblas, y éste había enviado a sus siervos a destruirlos.

La muerte parecía haberse adueñado de aquella región de la selva. El silencio seguía envolviéndoles como una gélida mano que se posaba débilmente sobre sus nucas. Había cuerpos por el suelo, sin vida, cuerpos de mujeres y niños. Se dieron cuenta, entonces, de que sí había sonidos circundándoles, los de las moscas surcando el aire alrededor de los cadáveres. Pero aun así ello sólo consiguió atenazarles su corazón. Lo que realmente les vació el alma fueron los demonios. Eran grandes, mucho más que ellos, aunque los españoles también lo eran, pero, a diferencia de estos últimos, su piel era de color anaranjada, como las frutas que proporcionaban algunos de los árboles de la selva. Llevaban una especie de joroba a las espaldas, y se movían con lentitud, entrando de una cabaña a otra, buscando, oliendo, cazando. A veces se detenían, y parecían hablar sin pronunciar palabra, pues después de sus encuentros, movían las cabezas, rectangulares y arrugadas, sin pelo, y se iban a hacer otras cosas.

—Demonios de Tezcatlipoca —dijo Azlaech.

Chenchoal asintió con la cabeza, pálido. ¿Qué habrían hecho aquellos churultecas para avivar el odio del dios de la muerte? Tuvo ganas de llorar. No habían tenido compasión. Mujeres, niños, ancianos, todos habían muerto.

Debían avisar a los españoles, ellos eran dioses, aunque lo negasen, y con sus animales, sus «caballos» como les llamaban, podrían destruirlos. En ese momento, Chenchoal vio el rostro de aquellos seres. ¡No tenían cara! ¡Aquellos monstruos no tenían cara! El sol, en lo alto del cielo, iluminó con sus poderosos rayos sus cabezas, y sus rostros sólo emitieron un destello luminoso que les cegó momentáneamente. Chenchoal tuvo la sensación de que les habían descubierto, pero Azlaech impidió que se incorporara sujetándole fuertemente por el brazo. Eran cuatro, contó. Dos de ellos estaban dentro de una cabaña y no veían lo que hacían. Los otros dos estaban en el exterior, moviéndose lentamente, acercándose hasta el cadáver de lo que parecía una mujer joven, aunque las pústulas y las moscas hacían difícil la identificación.

Chenchoal no pudo soportarlo más cuando los monstruos con joroba extrajeron un estilete afilado, lo introdujeron en el cuerpo muerto de la joven y le chuparon la sangre como aquellos murciélagos que vivían en el interior de la selva, guardándola en unos recipientes pequeños que se llenaron del viscoso fluido vital. Chenchoal miró con repulsión a Azlaech y vio que la tez de éste había adquirido un color verdoso enfermizo. Sus miradas se encontraron.

Sigilosamente se escondieron entre las cañas, retrocediendo. Salieron fuera del campo de visión de los demonios y corrieron a través de la selva, con sus pies vestidos con delgadas sandalias de cuero, azotadas por las hierbas, y los arbustos, en busca de los dioses de metal, con la sensación de que parte de sus almas había quedado allá detrás, en el llano de la muerte, con el destello luminoso de los rostros de los seres de su infierno aun incidiendo en sus negros ojos.

«Los dos indios parecían muy asustados», pensó Cortés. Hacía calor. Las armaduras brillaban intensamente emitiendo destellos bajo los rayos reflejados sobre ellas. Los caballos estaban intranquilos, les era difícil atravesar aquella jungla densa y oscura. Todos se sentían un poco decaídos, pero sabían que su misión era llegar cuanto antes al centro del Imperio azteca y derrotar a Moctezuma. Hernán Cortés, delgado, ataviado con una labrada armadura argéntea, pasó su mano derecha cuidadosamente por su barba castaña mientras esperaba que Jerónimo de Aguilar tradujese lo que los indios, nerviosamente, intentaban explicar con gestos y expresiones extrañas y horrorizadas. Después del naufragio, su estancia con los indios yucatecos le había servido de algo, al fin y al cabo.

—Mi señor —dijo Aguilar dirigiéndose a Hernán Cortés, omnipotente sobre su caballo negro como el carbón—, Chenchoal y Azlaech dicen que allí delante... —Señaló con uno de sus dedos—, a una milla escasa, hay unos demonios devorahombres que han asesinado a toda una aldea de indios churultecas.

—Historias de estos salvajes —dijo Fernán Sancho, montado también en uno de los caballos que relinchó débilmente mientras su jinete lo sujetaba con destreza de las bridas.

El grupo de españoles estaba constituido por veinticinco hombres con cabalgadura y ciento cincuenta de infantería, entre los que destacaban cien armeros, cargados con arcabuces, y cincuenta lanceros. Treinta indios del poblado de Chenchoal les acompañaban. Los quinientos hombres que faltaban les seguirían al día siguiente, al despuntar el alba, comandados por su capitán don Fernando de Agujas. Cortés no quería que los habitantes de Churultecal creyesen que su intención era invadir sus tierras, sabía que debía ser más... diplomático. Desconocía el flamante colonizador, en aquellos momentos, que pronto debería mostrar su poder en Cholula, ante la sospecha de una posible conspiración de los indígenas.

—¡Demonios! —rugió fray Juan de Medina ataviado con sus hábitos religiosos. Cortés le lanzó una mirada helada—. Sabía que esta tierra de infieles sería castigada por su ignorancia y lujuria. —El monje de la orden jesuita aferró una cruz de madera con fuerza—. ¡Dios se ha olvidado de esta zona del mundo y el demonio, Satanás, ha enviado a sus discípulos del averno a conquistarla!

—Callad, por el amor de Dios —gritó entre dientes Hernán Cortés—. Lo único que hacéis vos al caer en la cólera es asustar a nuestros hombres. —Se dirigió a Jerónimo de Aguilar y volvió a preguntarle—: ¿Cómo son? ¿Cuántos? Que os den más información.

Hubo unos momentos de comunicación en la lengua indígena. Miedo. Silencio. La selva parecía hacerse por momentos más ingrata, menos hospitalaria. Los caballos se movían nerviosos. Hernán Cortés supo que tenía que hacer algo. No podía permitir que las leyendas de aquellos indios salvajes entorpecieran su camino e impidiesen la conquista de las tierras del Yucatán para el reino de España.

—Dicen que son cuatro, de piel naranja, sin rostro, que andan torpemente y que han chupado la sangre de los muertos, como los murciélagos que habitan en el interior de la selva. Dicen, también, que deben ser siervos de Tezcatlipoca, el dios de los muertos.

—¡No hay más Dios que el Altísimo, nuestro Padre! Estos salvajes idolatran a dioses satánicos, a dioses enfermos y salvajes —bramó el religioso, alzando sus ojos al cielo.

Se oyeron rumores entre los hombres. Hernán Cortés supo que debía atajar aquello de raíz.

—Está bien. ¡Callad, fray Juan! Capitán. —Giró su rostro hacia un hombre grande, alto y fuerte, de barba frondosa y oscura. Su cuerpo se cubría con una armadura sencilla, brillante, que ocultaba con dificultad su aspecto bonachón. Era el capitán Alonso Fernández—. Llevaos a diez hombres con arcabuces y que los dos indios os conduzcan hasta la aldea. Nosotros no podemos avanzar tan rápido con los caballos. Id a pie. Observad el terreno y sí creéis que podéis atacar, hacedlo sin remisión. Enviad a alguien cuando tengáis noticias. Suerte, capitán.

—Quiero ir con ellos, señor —le dijo el fraile a Cortes—. Quiero ver con mis propios ojos a esos discípulos de la muerte.

—No creo que sea aconsejable, fray Juan.

—Quizá, Cortés... —El religioso era un hombre delgado, pálido, con una tez amarillenta, enfermiza, y un rostro de aspecto acerado, como si nunca hasta aquel momento hubiera surgido al exterior, oculto como un secreto en su propio monasterio. Sus ojos, vidriosos y grandes, parecían haber sido forjados en algún otro mundo. Eran verdes, de un verde esmeralda intenso. Hernán Cortés fijó su mirada en ellos. Y tuvo miedo. Era un fanático, tan peligroso como los propios demonios. Ahora, todos aquellos rasgos se acentuaron malignamente, y el comandante de aquellas tropas sintió un escalofrío—. Quizá las armas no puedan con esos seres, quizá sea el alma pura y la voz de Dios lo único que pueda detenerles. —Cortés supo entonces que no quería a aquel nombre entre los suyos, podía provocar una rebelión. Era mejor mantenerlo alejado de sus soldados hasta que la crisis hubiese acabado.

—Está bien. Podéis ir, fray Juan. Pero tened cuidado.

El religioso desmontó y se unió al grupo que se preparaba para realizar la avanzadilla, le miró, y en sus ojos vio un intenso fuego que restalló como las brasas del infierno.

—Lo tendré, Cortés. Además, yo llevo la palabra de Dios conmigo para darla a conocer a los demás, señor. Y nada puede contra eso.

El grupo desapareció entre las sombras de la selva, en silencio, como fantasmas. Cortés volvió a sentir un escalofrío. Miró a sus capitanes. Sus rostros estaban compungidos y alertas. Que Dios les protegiese.

Chenchoal se arrepintió en más de una ocasión de avisar a los españoles. El silencio de la selva se había vuelto más amenazador, una vez que sabían lo que ocultaba, pero los torpes soldados envueltos en duras corazas metálicas se movían con dificultad, lentitud y, sobre todo, con estruendo. Estaban acostumbrados a ir en grupos, en columnas, sin pensar en el sigilo y la sorpresa. Eran toscos en aquellas lides y, en aquellos momentos, en los que necesitaban disimulo y precaución, eran más una carga que un beneficio. Aun así, no tardaron en llegar al cañizal tras el cual el bosque se despejaba para dar paso al paraíso de la muerte. Azlaech, Chenchoal, el capitán Alonso Fernández y el religioso fray Juan de Medina, al que todos quisieron detener, pero no pudieron, se ocultaron entre las cañas y miraron más allá.

Los dos indios aguantaron la respiración mientras observaban, pero Chenchoal vio cómo el saludable color sonrosado de las mejillas del capitán desaparecía transformándose en una máscara blanca y enferma. Los ojos de fray Juan se abrieron desmesuradamente, y se santiguó varias veces, mientras aferraba la cruz y comenzaba a rezar varios Padre Nuestro en silencio.

Los seres de piel naranja aún continuaban trabajando entre los muertos, que descansaban su sueño eterno sobre el suelo de la selva, deformados por la enfermedad. Sin embargo, estaban demasiado lejos para determinar cuál había sido la causa de la muerte. Iban de una cabaña a otra, y uno de ellos portaba una especie de caja en la que guardaron algunos recipientes llenos de sangre. Cuando abrían aquel cajón surgía una pequeña nube que se extendía por el suelo, desapareciendo con rapidez, formando volutas de un humo blanquecino y fantasmagórico. No tenían uñas, ni cabello, ni rostro, ni boca, pero se entendían y trabajaban con eficacia.

El capitán, que hablaba un poco la lengua indígena, les dijo a los dos indios que estaban dispuestos a atacar. Confiaba en sus hombres, y en sus armas. Aquellos seres no parecían llevar objeto alguno con el que defenderse, excepto aquel puñal delgado y mortal con el que extraían la sangre de los cadáveres. Fueran lo que fueran, demonios u hombres, eran profanadores de muertos, y vive Dios que iban a luchar con ellos.

Fue en aquel instante de distracción, mientras hablaba con los dos indígenas, cuando fray Juan vio algo que le heló la sangre. Aquellas bestias procedentes del Apocalipsis se acercaron a uno de los cuerpos, lo que parecía ser un niño de corta edad, y extrayendo un diminuto objeto, cortaron un trozo de su carne, limpiamente, guardándolo en aquel cajón que siempre portaban consigo. No pudo soportarlo. Él, como cristiano, debía luchar por Dios y apartar de la Tierra a los ángeles caídos del infierno.

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