Read Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción Online
Authors: Javier Negrete César Mallorquí
Tags: #Colección NOVA 83
Comenzaron a castañetearle los dientes de nuevo. Los escalofríos recorrieron su cuerpo. El hombre le introdujo en la furgoneta sin mucha dificultad. Una vez dentro, cerraron las puertas y le tumbaron sobre una camilla.
La parte trasera de la furgoneta estaba equipada como si se tratase de un vehículo de asistencia sanitaria de emergencia. Domson se sorprendió y a la vez sintió un extraño alivio al encontrarse en aquel lugar.
—Ahora, tranquilo, señor...
—Domson, William Domson.
—... Domson. —La chica le desnudó el torso con facilidad y le colocó hábilmente unas ventosas de conexión eléctrica sobre el pecho. Un momento después, un electrocardiógrafo comenzó a emitir un débil —«beep... beep».
—No se encuentra muy bien, señor Domson, —El pitido eléctrico del aparato era irregular—. ¿Qué le ha sucedido?
—No...
no lo sé. —Las últimas palabras de Lammor le encogieron el alma. No, no se encontraba nada bien. Y él lo sabía.
«Temperatura: treinta y nueve grados. Pulsaciones: ciento diez. Tensión: ciento ochenta y cien milímetros de mercurio. Electro-cardio-encefalograma...», gimió el microordenador de control de sistemas vítales conectado a Domson.
Lammor sonrió descaradamente. Miró a la muchacha de rostro acerado, y ésta sacó de un diminuto armarito un sistema intravenoso que conectó a una gruesa vena que latía con rapidez azulada en el brazo sano del enfermo.
—Veinte mililitros —dijo simplemente.
La chica conectó el gota a gota, y llenó una jeringa con el veneno. Segundos después lo introdujo en la arteria de goma que conducía hacia el brazo de Domson. El efecto sería rápido, quizá no tan rápido como el veneno podía actuar, pero a Lammor le gustaba ver llegar la muerte a los ojos de su víctima, verse reflejado en ellos, ser la última visión del enfermo. No lo notaría. El veneno neuromuscular, la solución diluida de Curare, actuaría sobre su sistema nervioso central deteniendo sus músculos, entre ellos, el músculo principal del organismo, el cardíaco, el corazón. La parada cardiorrespiratoria se produciría en apenas cincuenta segundos. Y ya está.
Lammor puso la mano sobre el hombro de Domson, que temblaba por la fiebre.
—Tranquilo, William —le dijo entre dientes, mientras sus labios trazaban una sonrisa suave, casi infantil—, pronto dejará de dolerle, y la fiebre desaparecerá.
—¿De verdad? —preguntó inocentemente el hombre—. Tengo... sed
(veinte segundos, el veneno se desplaza rápidamente por el torrente circulatorio).
No sé qué... me ha pasado... creo que... me secuestra...
(diez segundos, el veneno llega hasta el cerebro y busca el centro nervioso que se encarga del control muscular)...
ron... Gracias, por ayudar...
(cuatro segundos, las neuronas motoras dejan de transmitir sinápticamente)...
me
(tres segundos, dos, uno, el corazón emite su último bombeo. La sangre deja de circular. Muerte).
La señal cerebral emite un largo e intenso suspiro. La boca de William Domson, Obrero Clase 1, queda colgando eternamente, en una mueca que casi traza una débil sonrisa de felicidad. Los ojos, vidriosos, se transforman en canicas de cristal, sin vida, sin brillo. La noche, en el exterior, se cierne sobre ellos como una enorme mano de gigante, arrebatando una nueva alma. La Dama Negra sonríe. Lammor sonríe. —Empecemos el trabajo.
Una hora después, en una habitación del hotel Golden Tulip Barbizon, en la 140 Este, esquina con la calle Sesenta y tres, con Central Park como último paraíso verde de Nueva York ante sus negros ojos, Lammor Benson, sentado en una cómoda silla de estilo Luis XV, que cuesta trescientos dólares, mira hacía el baño, donde Suzaiine se está desnudando. Abre su ordenador portátil, un P1O IBM, treinta y dos megas de RAM y quinientos de disco duro, y coge el teléfono del hotel que introduce en las ranuras del módem, adecuadas a cualquier auricular. Teclea su código e introduce una tarjeta magnética que le da acceso a la red informática Internet-2. Momentos después teclea un sólo mensaje: «Acceso Código Rojo. Nuevo Donante.»
Desconecta el teléfono y lo vuelve a dejar en su sitio. Cierra el ordenador tras extraer su tarjeta de acceso. Un minuto más tarde, recibe una llamada. No hay señal de vídeo. Nunca ve a su Servidor. Una voz distorsionada electrónicamente le habla entre débiles chasquidos interferencias.
—Código Rojo, hable.
—Tengo el donante. Un hígado sano descansa en estos momentos en un sistema de perfusión criogénico adecuado. Puede aguantar unos cinco días.
Se hace el silencio durante unos breves segundos. Su Servidor está buscando el próximo cliente en el banco de datos.
—El Receptor se encuentra en la colonia lunar Génesis.
¿En la Luna? —Lammor se sorprende. Y se enfurece. En la Luna. Nunca antes había ido a la colonia humana establecida en el satélite. Nunca desde sus inicios en el 2038.
—Tiene reservado billete a su nombre en el espaciopuerto Kennedy para las ocho de la mañana. Cuando llegue a la Luna... —La voz era un gemido metálico monótono y frío—, vaya al hospital de la colonia y contacte con el doctor Fergrer. Él está al corriente de todo.
—¿El ingreso?
—Dentro de un minuto se transferirán cincuenta mil dólares a su cuenta, como es habitual. Código Verde, cierro.
Lammor cuelga el teléfono y mira hacía el baño. La luz incide sobre el cuerpo de Suzanne mostrando su silueta, desnuda, como una sombra negra de muerte. Su cuerpo es perfecto, terso y joven. No la ama, pero siente, quizá, lo más cercano al amor que nunca jamás podrá albergar su corazón. Se levanta del escritorio y aparta su ordenador. Suzanne no dice nada. No puede. Perdió sus cuerdas vocales en una de las múltiples reyertas que acaecieron durante los años posteriores a la crisis del 2029. Sin embargo, Lammor siente sus ardientes ojos felinos mirándole a través de la oscuridad. Él le tiende una mano.
—Ven, vida mía.
La silueta oscura de la muchacha se funde entre las sombras de la habitación en su busca. La noche les envuelve. La Luna les ilumina. El mundo se encoge hasta que desaparece a su alrededor, perdido en sus cuerpos.
Bajo la luz de la Luna, entre varios contenedores de desperdicios, despreocupadamente, yacía William Domson o lo que quedaba de él. Estaba rodeado de basura, de inmundicia, y algunas ratas comenzaban a olisquearlo. No tenía ojos, sólo unas cuencas ensangrentadas, ni hígado, ni riñones, ni bazo, ni páncreas, ni pulmones, ni tan siquiera corazón. Era, simplemente, la funda muscular y carnosa de William Domson, un vacuo recipiente, otrora humano, que comenzaba a pudrirse bajo el cielo de la ciudad de Nueva York, a la luz de la Luna, a la luz de las estrellas, sin saber que había sido víctima de la maldad humana, de la amoralidad de algunos, de la incomprensión de otros. Aquel día de abril del año 2047 William Domson, Obrero Clase 1, dejó de existir para permitir la perduración de otras vidas, sin saber que él mismo iba a ser su propia venganza.
Observé la Luna a través de la vidriera acristalada de la sala de descanso, mientras una taza de humeante café reposaba en mis manos. Mis ojos buscaron alguna sombra en aquel satélite pálido y luminoso que me miraba colgado del cielo, ampuloso y místico. La Luna. Bajo ella, los edificios de Nueva York se alzaban como espículas orgánicas que tanteasen la oscuridad sin destino definido, mientras a su alrededor, como miembros de una extensa colonia animal, los cópteros, aeromóviles y magnetones, se desplazaban inquietos, con sus ojos luminosos brillando en la noche, como luciérnagas de un mágico bosque encantado de los que surgían en los cuentos que mi madre me había explicado cuando era niño. Con mi frente apoyada sobre el cristal sentí frío, un frío reconfortante que diluyó mis ansias de sueño.
La puerta de la sala de descanso de los residentes se abrió con un suave zumbido eléctrico. Era un recinto pequeño, con un par de mesas, donde descansaban algunos gruesos volúmenes de neurocirugía y cardiología sacados de la biblioteca del hospital, un ordenador con un sistema de vídeo incorporado, por sí alguien se decidía a estudiar algunos tratados médicos escritos sobre soporte láser, varias sillas, unas cuantas taquillas vacías, una televisión de alta definición que emitía una antigua película de guerra antes del noticiario, y una máquina expendedora de café y golosinas. Lo necesario para que el tiempo transcurriera con rapidez. En aquellos momentos todo parecía silencioso, aunque afuera, en el exterior de la sala, la vida continuaba igual, estresante y condenadamente rápida. Las luces estaban apagadas. Prefería la oscuridad. Acababa de pasar por la UVI, para seguir el postoperatorio del señor Thomson, un trabajador de las empresas Burgenton, que había sido arrollado por un robot de carga, y observar si se habían evitado sin problema los efectos de un posible rechazo. El robot le había destrozado una pierna y la consecuente pérdida de sangre le había producido un fuerte
shock
del que se estaba recuperando. No así la pierna, que había tenido que ser sustituida por una prótesis biomecánica, en contra de sus familiares, que se habían negado a ello, al menos inicialmente.
Recordé mi lucha con la mujer de Thomson. Había sido difícil convencerla de que la pierna había sido convertida en fosfatina de que el fragmento más grande de hueso que habían encontrado los médicos en el lugar del suceso no era mayor que una astilla de un par de centímetros, de que era irrecuperable, pero finalmente había aceptado. El hecho de que los Implantados fueran considerados por algunos sectores de la sociedad como unos parias no podía permitir que una familia muriera de hambre, sobre todo en aquellos tiempos de crisis.
Seguí mirando a través de la ventana hacia la oscuridad exterior, mientras sentía a la persona que había entrado cómo se acercaba con lentitud hacia mí. Debía ser algún interno novato con ansias de conversación tras su primera intervención quirúrgica. De pronto sentí unos brazos que me rodeaban por la cintura, y un atisbo de miedo recorrió mi columna. ¿No había oído que algunos compañeros habían sido asaltados durante la noche por algunos siervos de los Degolladores? El miedo desapareció, como una voluta de humo perdida entre las nubes de un cielo celeste, cuando el rostro del interno se apoyó sobre mi espalda con suavidad y oí una dulce voz que me susurraba:
—Un día de éstos te voy a comer vivo, cariño.
Me giré y la abracé con ternura. Sentí su cálido aliento sobre mi rostro cuando sus labios se acercaron a los míos y se posaron sobre ellos. Le miré los ojos. La noche los envolvía de un color azul zafiro, preciosos. Su melena oscura, sin teñir, caía sobre sus hombros deshaciéndose sobre ellos con una gracia casi premeditada.
—¿Qué tal, pequeña princesa? —le susurré al oído.
—Cansada —dijo—. Acabo de poner una válvula tricúspide en el corazón de un niño que había sufrido una insuficiencia coronaria por una malfunción hereditaria de la membrana.
—Cielos, cómo me gustas cuando hablas así— dije sarcásticamente. Ella hizo un gesto de desaprobación, y me reconfortó con una de sus mejores sonrisas.
La volví a besar, suavemente. Sus labios eran dulces.
—¿Por qué tienes que marcharte? —pregunté.
—Sólo serán unas semanas, Robert —dijo sin dejar de abrazarme.
—Pero... ¡A la Luna! ¿Por qué a la colonia? —Me separé un poco de ella, intentando parecer enojado. Pero no podía evitar sentir aquel amor que me atraía hacia ella como un intenso imán.
—Sabes que el proyecto de investigación sobre enfermedades coronarias bajo gravedad diferente a la terrestre es muy importante para mí. Mi padre y los médicos de su equipo llevan ya varios años analizándolas, y ahora tienen unas estadísticas que deben ser estudiadas.
—Te las podían enviar por fax —dije, refunfuñando. Sabía que era inútil. Sabía que al día siguiente, a las ocho de la mañana, tomaría su nave colonial en dirección al satélite, sin que hubiera nada que se lo impidiese. La conocía lo suficiente para saber que aquella terquedad suya era lo único que la había llevado a donde ahora se encontraba: a ser uno de los cardiólogos residentes más considerados de su especialidad. Y el que su padre hubiera sido el famoso doctor Blake MKcheil, cirujano cardiólogo, no había influido en ello. Habían sido su vocación y su ánimo quienes la habían situado en el hospital New Mount Sinai.
—Sabes que eso no es posible, Robert. —Su voz, melodiosa, me produjo un escalofrío de sentimiento. Se acercó hacia mí y me volvió a abrazar—. Debemos contrastar datos y entrevistar a los pacientes, la mayoría mineros, los cuales han sido sometidos a estudio durante estos años de funcionamiento de la colonia.
Se hizo el silencio. Sólo el ronroneo de la televisión en la otra punta de la sala lo perturbaba como el zumbido de un molesto insecto.
—Lo sé, Sylvia —tuve que decir—. Sé que es muy importante para ti y sé que debes ir, pero me siento mal. —Pocas veces me confiaba a ella, en realidad, a nadie. Era muy celoso de mis propios sentimientos y consideraba algo agónico para mí, expresarlos en palabras—. Me siento mal porque me vas a dejar unos pocos días, aunque parezca una tontería. Te quiero, Sylvia. Te voy a echar mucho de menos.
El calor de su respiración me embriagó cuando volvió a besarme con dulzura y delicadeza.
—Yo también te quiero, Robert —dijo con sinceridad—. Y gracias.
—Gracias, ¿por qué? —Me sorprendieron sus palabras.
—Por lo que has dicho, porque sé que te cuesta decirlo, porque sé que lo dices de corazón y porque sé que hoy no tenías guardia, y se la has cambiado a John.
Me ruboricé. Sentí el calor ascender hacia mis mejillas, que se encendieron como una brasa de madera, y esperé que la oscuridad de la sala cubriese mi vergüenza.
—Bueno... yo... no podía permitir... que te quedaras sola, de guardia... la última noche, antes de irte.
—¿Vendrás mañana a despedirme? —preguntó.
—Por supuesto —dije gravemente. ¿Cómo había podido dudarlo?
«Doctor Robert Hammond, Doctor Robert Hammond, le esperan en Inmunología», dijo claramente la voz de una enfermera a través de los altavoces dispuestos en la sala.
Le rodeé la cintura con mi brazo y volví a besarla.
—Creo que esta noche tenemos un poco de movimiento. —Fruncí el ceño.
—Suerte, cariño.
La puerta se abrió con suavidad. Me giré. Vi a Sylvia sentarse en una de las sillas, frente a la televisión, cambió de canal y dejó uno donde emitían un programa sobre las próximas elecciones. El senador Lawson y el senador Mornson, candidatos a la alcaldía por la ciudad de Nueva York, mostraban sus mejores sonrisas ante la locutora, una bella joven rubia, de ojos inteligentes que parecía acosarles a preguntas.