Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (16 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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El policía se interrumpió al ver cómo una amenazadora pistola aparecía de pronto en la inmensa mano del negro.

—Será mejor que no enfade a Abby, comisario —dijo el joven, mientras le quitaba a Vega el arma que portaba en la funda del cinturón—. Se pone muy nervioso cuando le llevan la contraria.

El negro agarró el brazo del policía con un apretón de hierro y, sin dejar de encañonarle, lo empujó al interior del coche. Vega intentó resistirse, pero era como luchar contra una apisonadora.

El Renault arrancó, haciendo chirriar los neumáticos, con el policía sentado en el asiento trasero, entre el joven de pelo erizado y el enorme negro.

—¿Adónde coño me lleváis? —preguntó Vega.

Pero nadie le contestó.

Quince minutos más tarde, el automóvil cruzaba la entrada del número 122 de la calle Serrano y se detenía frente a un palacete neoclásico rodeado por un inmenso jardín romántico vigilado por un buen número de guardianes armados.

—Me llamo Leonor Hidalgo —dijo la mujer, tendiéndole la mano—. Es un honor recibirle en mi hogar, comisario Vega.

El policía ignoró la mano que le ofrecía la mujer.

—Tiene usted una forma muy peculiar de invitar a la gente a su casa —dúo, con expresión hosca.

—Oh, lo siento. —Leonor Hidalgo dejó caer lentamente el brazo. Parecía realmente apenada—. ¿Le han molestado mis hombres?

—No, ni mucho menos. Me han secuestrado muy amablemente.

Leonor esbozó una sonrisa.

—Tiene razón, no son unos métodos muy ortodoxos. Pero era de vital importancia que nos entrevistáramos, comisario. —Señaló los sillones de cuero marrón—. ¿Nos sentamos...?

Vega encajó la mandíbula y se cruzó de brazos. Bajo ningún concepto pensaba ponérselo fácil a aquella gente. El negro Abby se aproximó a él y le empujó levemente con la yema de los dedos. El policía sintió como si los extremos de cinco barras de acero se clavaran en su espalda. A regañadientes, tomó asiento.

Sólo él, la mujer y el gigante se encontraban en el salón; el joven de pelo erizado ni siquiera había entrado en la casa. Vega contempló el lujo que le rodeaba, los cuadros, las antigüedades, los objetos de oro y plata... Jamás había estado en un lugar tan suntuoso.

—¿Desea tomar algo, comisario? —preguntó Leonor.

Vega no contestó. La mujer le hizo un gesto al negro y éste se aproximó a una licorera de bronce. Cogió una botella de jerez, sirvió una copa y se la entregó a la mujer.

—¿Quién es usted? —preguntó Vega, tras un prolongado silencio. Señaló con un cabeceo al gigante—. ¿La novia de King Kong?

Leonor rió alegremente.

—Qué divertido... No, comisario, Abby es mí secretario particular.

—¿Su secretario? Vamos, no creo que ese gorila sepa siquiera escribir su propio nombre.

—Bueno... digamos que también se ocupa de protegerme.

—Ya, su ángel guardián... —Vega se cruzó de brazos—. ¿Qué demonios quieren de mí?

—Comprendo que esté enfadado, comisario —dijo la mujer, con una amable sonrisa—. Pero debe entender que mí único propósito es ayudarle.

—Ayudarme... Fantástico. ¿A qué?

Leonor Hidalgo, con el rostro repentinamente serio, se inclinó hacia el policía.

—Ayudarle a detener al hombre que ha asesinado a cinco coleccionistas de sellos.

Vega enarcó las cejas.

—¿Y cómo piensa hacerlo?

—De dos maneras, comisario. Diciéndole quién es el asesino y qué es lo que busca. Si no tiene inconveniente, empezaré por el final. —Cogió una carpeta y sacó de ella una fotografía en color. La dejó sobre la mesa, frente al policía: la foto mostraba tres sellos de correos, idénticos salvo por sus colores, rojo, verde y azul respectivamente. Vega contempló la triple imagen de un anciano alado leyendo un libro, y la frase en latín tres veces repetida,
«Mobile quod movetur»
, y el mismo nombre multiplicado por tres, «Thule». Leonor prosiguió—: El Coleccionista está buscando estos sellos. Por supuesto, la foto es una ampliación, los auténticos sellos miden cuatro centímetros de alto por tres de ancho. Y no se trata de sellos con valor postal, sino de los llamados «sellos de fantasía», emisiones fantasma, falsificaciones.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —preguntó Vega, que, a su pesar, comenzaba a sentirse interesado.

—No se impaciente, comisario. —La mujer sonrió, ahora con ironía—. Estos sellos se encuentran desperdigados por Madrid, en poder de tres filatélicos distintos. Es muy probable que el Coleccionista se haya hecho ya con dos de ellos. Pero todavía anda buscando el tercero.

—Insisto —dijo Vega—: ¿cómo lo sabe?

Leonor suspiró con resignación.

—De acuerdo. Le he contado cuál es el móvil de los asesinatos, ahora le diré quién es el asesino. —Sacó una nueva foto de la carpeta y se la mostró a Vega. Esta vez se trataba del retrato de un hombre muy apuesto, vestido con ropa deportiva, que sonreía seductoramente mientras sostenía una raqueta de tenis en la mano—. Se llama Mano Yáñez-Borghese —continuó la mujer—, y es mi marido.

Vega se frotó la nuca.

—Señora Hidalgo —murmuró—, ¿me está diciendo que su esposo ha matado a cinco personas para robar unos sellos...? —Sonrió sin humor—. ¿Y por qué iba a hacer eso? ¿Qué importancia pueden tener unos sellos falsos...?

—Ay, comisario, llegamos a la parte más delicada del asunto. —Leonor sonrió con tristeza—. Créame, se lo contaré todo. La otra vez le oculté muchas cosas, y fue un desastre... Pero sí yo le explicara ahora cuál es la importancia de esos sellos... Bueno, sencillamente no me creería. Así que lo primero que tengo que hacer es convencerle de que digo la verdad. —Cogió de la mesa un abultado sobre y se lo entregó al policía—. Ahí dentro hay varios documentos. No, no lo abra... Lléveselos a su casa y examínelos con detenimiento. Luego, compruebe si su contenido es exacto.

—¿Y después...?

La ironía bailó en los ojos de Leonor.

—Después se morirá de ganas de volver a hablar conmigo. —Recogió la foto de los sellos y la metió en la carpeta, junto con el retrato de Yáñez-Borghese. Se lo entregó todo a Vega—. Llévese esto también. Le será de utilidad. Y no se olvide del álbum del difunto señor Andrade. —Se incorporó—. Abby le conducirá en coche a su casa. Buenas noches, comisario.

Vega encendió las luces del salón y dejó sobre la mesa camilla el álbum de sellos y los documentos que le había entregado Leonor Hidalgo. Se quitó el abrigo y lo arrojó sobre un sillón. Contempló con indiferencia el desorden que le rodeaba; los platos sucios sobre la mesa, el polvo acumulándose en los muebles, las botellas de ginebra vacías, desperdigadas por el suelo... Desde que doña Eulalia, su portera, abandonara Madrid para buscar algo de paz en su pueblo natal, nadie se ocupaba de limpiar la casa.

La mirada del policía paseó por las fotografías enmarcadas que ocupaban la pared situada frente al balcón. El rostro de Manuela se multiplicó en sus pupilas, risueño, amable, cariñoso... pero también estático, congelado en la memoria muerta de una emulsión de plata.

Vega suspiró. Habían transcurrido casi tres años desde que puso esas fotos allí, como un altar en recuerdo de su mujer. Quizás aquello era la evidencia de una actitud malsana por su parte, algo así como un oscuro sentimiento necrófilo, pero eso carecía ahora de importancia. Las fotos estaban cubiertas por una pátina gris de polvo, y el recuerdo de la muerte de Manuela se había transformado en una herida infectada que, a no tardar, acabaría matándole, como si de una septicemia moral se tratara.

Manuela estaba muerta, sí, y los que la asesinaron iban a ganar la guerra.

Vega encajó la mandíbula, notando cómo la ira bullía en la boca de su estómago. Él era un policía, el brazo armado de la justicia y, sin embargo, no podía hacer nada, estaba a merced de fuerzas incontrolables, como una rama arrastrada por un torrente.

Resopló y sacudió la cabeza. Era mejor no pensar en nada. Se aproximó al aparador y abrió un cajón, en cuyo interior se amontonaban las latas de conserva. Aquel era el tributo que los estraperlistas pagaban a Vega para que éste hiciera la vista gorda. Un mezquino soborno en especias: sardinas en aceite, judías, carne de Argentina, fruta en almíbar...

Vega cerró bruscamente el cajón. Llevaba sin comer todo el día, pero no tenía hambre. Encendió un cigarrillo y tomó asiento frente a la mesa camilla. Cogió el sobre que le había dado Leonor Hidalgo y lo rasgó, sacando de su interior un puñado de folios escritos a máquina. Leyó la frase que encabezaba la primera hoja:

RESULTADOS DEL MERCADO DE VALORES

DE LA BOLSA DE NUEVA YORK

AL CIERRE DE LA SESIÓN

DEL 6 DE MARZO DE 1939

¿El 6 de marzo? Eso era el próximo lunes...

A continuación había una lista con las cotizaciones de una larga serie de empresas norteamericanas. Las siguientes páginas eran también resultados de valores bursátiles, concretamente, los correspondientes a los días 7, 8, 9 y 10 de marzo. Es decir, todas las cotizaciones de la Bolsa neoyorquina correspondientes a la siguiente semana.

Las nueve últimas hojas contenían una pormenorizada relación de los resultados de los diversos eventos deportivos que debían celebrarse en Estados Unidos durante los próximos siete días: los tanteos finales de todos los partidos de las ligas de fútbol americano y béisbol, los ganadores de diez combates de boxeo y el desenlace de quince carreras de caballos.

Vega aspiró una bocanada de humo y lo expulsó lentamente. ¿Qué pretendía Leonor Hidalgo? ¿Convencerle de que podía prever el futuro?

«Debe de estar loca», pensó el policía, aplastando el cigarrillo sobre un plato con restos resecos de comida. Una millonaria excéntrica que jugaba a ser pitonisa. Y no sólo era eso: durante su entrevista, la mujer había dicho algo extraño acerca de las cosas que le había ocultado en otra ocasión... ¿Pero en que otra ocasión, si nunca antes se habían visto? Guardó los folios en el sobre y lo dejó todo encima de la mesa.

Entonces, la luz de la lámpara osciló un par de veces, debilitándose rápidamente hasta extinguirse.

Otro apagón. Vega aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y se levantó. Cogió una botella de ginebra medio llena y echó a andar pasillo adelante, despojándose por el camino de la americana y los zapatos. Al llegar a su dormitorio se tumbó en la cama. Abrió la botella y dio un largo trago.

El alcohol le inundó de fuego el estómago. A sus oídos llegó el sonido lejano de unos disparos. Bebió de nuevo, sintiéndose cada vez más relajado.

Unos segundos antes de conciliar el sueño, Vega evocó la imagen de Leonor Hidalgo; su cabello oscuro, sus ojos cargados de ironía, su cuerpo esbelto, la sinuosa curva de sus senos...

El policía se durmió sin percatarse de la erección que comenzaba a abultar su entrepierna.

Vega optó por no contarle a nadie su encuentro con aquella extraña mujer; era todo demasiado absurdo. Sin embargo, el mismo sábado por la mañana le pidió a Uribe que hiciese averiguaciones acerca de Leonor Hidalgo y de Mario Yáñez-Borghese, su marido. El inspector asintió con no mucho entusiasmo. Vega se disponía a abandonar el despacho de Uribe, cuando una repentina idea le obligó a detenerse.

—Ah, una cosa más... La semana que viene quisiera recibir ejemplares de algún periódico de Nueva York. ¿Es posible?

Uribe enarcó las cejas, sorprendido, y asintió dubitativamente. ¿Para qué demonios podía querer el comisario Vega prensa norteamericana, si ni siquiera hablaba inglés?

Entre tanto, Madrid estaba a punto de precipitarse ciegamente a un abismo de violencia y confusión. Los generales Casado y Miaja, así como el líder socialista Julián Besteiro, decidieron sublevarse contra el Gobierno del doctor Negrín y, el domingo por la noche, constituyeron el Consejo Nacional de Defensa que, desde aquel momento, pasaba a asumir el mando total sobre lo que quedaba de la maltrecha República española. En realidad, los militares republicanos pretendían poner fin a la guerra, negociando con Franco una rendición sin represalias. Pero eso era algo que los comunistas no estaban dispuestos a tolerar.

El lunes, Negrín y sus ministros abandonaron en avión el territorio nacional, refugiándose en la ciudad francesa de Toulouse. Aquella misma tarde, las fuerzas de Casado realizaron una amplia redada en el transcurso de la cual fueron detenidos centenares de militantes comunistas. La casa central del Partido fue clausurada.

Durante el amanecer del martes, las unidades del ejército controladas por mandos comunistas se sublevaron contra el Consejo de Defensa y una guerra civil en miniatura estalló en Madrid. La situación se volvió confusa: los comunistas atacaban a las fuerzas de Casado y Miaja, mientras que los anarquistas —antimarxistas acérrimos— arremetían contra los comunistas. Y, entre tanto, las tropas de Franco luchaban contra todos ellos. Durante cinco días Madrid se bañó de sangre, convirtiéndose sus calles en un campo de batalla donde los únicos sonidos que podían escucharse eran el tableteo de las ametralladoras y el estampido de las bombas de mano.

Pese a que el mero hecho de salir de casa suponía un grave riesgo, Vega no dejó de acudir ni un sólo día a su despacho de la Dirección General de Seguridad. No es que realmente tuviera nada que hacer allí —a esas alturas, era una tontería pensar que existía algún orden que mantener—, pero el policía no estaba dispuesto a permitir que las circunstancias siguieran arrastrándole. Él era un miembro de las Fuerzas de Seguridad y no iba a abandonar su puesto hasta que los fascistas le echaran, literalmente, a balazos de allí. Aquello, sin duda, no era otra cosa más que una forma obstinada de suicidio, pero Vega sabía que el mundo, su mundo, se estaba viniendo abajo, y que ya nada tenía realmente mucha importancia. Ni siquiera morir o vivir parecía una alternativa con algo de sentido.

El sábado 11 de marzo, a mediodía, las radios de Madrid emitieron una nota del Consejo de Defensa, anunciando la rendición de las fuerzas comunistas sublevadas. De repente, un inmenso silencio se extendió por el centro de la ciudad. La voz de las armas había enmudecido, pero la gente se resistía a salir a la calle. Por unas horas, Madrid pareció, más que nunca, una ciudad fantasma.

Esa misma tarde, Uribe se presentó en el despacho de Vega con un puñado de ejemplares del
New York Times.

—Los he conseguido en el consulado de Estados Unidos —dijo, depositando los periódicos sobre la mesa—. Son todos los números que han aparecido esta semana, del lunes al viernes.

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