Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (15 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—Aquí falta un sello —comentó.

—Quizá se lo haya llevado el asesino —sugirió Navarro.

—Ya... O quizás el viejo se lo regaló a un amigo. O lo vendió. O lo cambió de lugar. —Vega cerró el álbum de golpe—. ¿Vendrá el juez a levantar el cadáver?

—Supongo... Lo que no sé es cuándo.

—De acuerdo. Tú quédate aquí hasta que llegue. —Vega le entregó el álbum—. Y luego te llevas esto al despacho. Nos veremos allí.

—¿Adónde vas, jefe?

—Necesito un café —contestó Vega mientras salía de la habitación—. Y no me llames «jefe», coño...

Al llegar a la puerta del piso, Vega observó cómo el guardia de asalto que debía vigilar la entrada, un joven con barba de un par de días y aspecto demacrado, se encontraba profundamente dormido.

«De pie y dormido —pensó Vega—. Una habilidad que sólo los soldados más veteranos llegan a dominar.»

El policía pasó a su lado, sin despertarlo. A fin de cuentas, todo lo que podía suceder en aquella casa ya había ocurrido.

Aquel podría haber sido el peor café que Vega hubiese probado, en el caso de haberse tratado de café o, cuando menos, de achicoria. Pero el brebaje que humeaba en su taza parecía elaborado con cáscara tostada de cacahuete, o alguna otra aberración similar.

«Al menos está caliente», pensó Vega, dando un sorbo a la sospechosa infusión. El policía paseó la mirada por el local, en otros tiempos una prestigiosa cafetería del barrio de Salamanca. El suelo estaba sucio y había polvo sobre las botellas y los estantes. En un extremo, sentados frente a una mesa, dos milicianos de aspecto mortecino bebían pausadamente sendas copas de anís. Ambos tenían la mirada perdida y el rostro crispado, como si sus mentes continuaran ancladas en las trincheras de la Casa de Campo o de la Moncloa.

Vega cogió el periódico que había sobre la barra. Era el
ABC
del 3 de marzo. Los titulares destacaban la elección del nuevo Papa, otra vez un italiano, el cardenal Eugenio Pacelli. Vega torció el gesto y pasó bruscamente la página. ¿A él qué puñetas le Importaba el nuevo Papa? A fin de cuentas, se trataba del jefe de una Iglesia que había apoyado la insurrección de Franco. Una Iglesia que, aunque sólo fuera por complicidad, tenía las manos manchadas de sangre.

Hojeó el periódico pasando las páginas con rapidez. Los titulares hablaban del heroico comportamiento de las tropas, de cómo el pueblo y el ejército defendían el país contra la invasión «italogermanofacciosa», de los supuestos avances republicanos en el frente andaluz. Pero ningún titular mencionaba que Inglaterra y Francia habían optado por reconocer al régimen de Franco, que la República sólo contaba con cuarenta y siete Divisiones mal pertrechadas y setenta aviones, frente a las sesenta y una Divisiones perfectamente equipadas y los setecientos aviones de Franco, que las tropas republicanas no hacían otra cosa que retroceder.

Por no hablar, el periódico ni siquiera hablaba ya de la dimisión de Azaña, acaecida tan sólo tres días antes, ni de la carta que había dirigido a Martínez Barrio, presidente de las Cortes, en la que daba la guerra por perdida.

Y tampoco hablaba del desastre de Cataluña... Hacía poco más de un mes que Barcelona había caído en manos de Franco. Un cuarto de millón de refugiados se moría de hambre en los campos de concentración del sur de Francia. Los principales puertos del Mediterráneo lucían ahora la enseña bicolor.

Pero la prensa, lejos de hablar de todo eso, se limitaba a componer épicos cantos al heroico comportamiento de las tropas republicanas. Todo con tal de mantener alta la moral del pueblo.

—Mierda... —masculló Vega, arrojando el periódico sobre la barra.

Lo que necesitaba el pueblo era comida, no heroísmo. Pero el Jefe de Gobierno, Negrín, y los comunistas pretendían llevar la guerra hasta sus últimas consecuencias.

«Bien por ellos —pensó el policía, apurando su taza de un trago—. «Verteremos hasta la última gota de sangre, si eso es lo que desean."

Dejó una moneda sobre la barra y salió de la cafetería. Una ráfaga de viento le dio en el rostro. Cerró los ojos, sintiendo la caricia helada del aire. Ni toda la nieve del Guadarrama podría apagar el fuego que ardía en su interior, pero, al menos, el frescor de la mañana traía algo de pureza a aquel Madrid en estado de descomposición.

Escuchó a lo lejos el sordo rumor de la artillería franquista, bombardeando a las tropas republicanas concentradas en la Ciudad Universitaria y el Parque del Oeste.

«Bum-bum, bum-bum...», como el loco corazón de un gigante.

Vega sacudió la cabeza y echó a andar. La guerra, ahora, no importaba. Alguien estaba asesinando a coleccionistas de sellos, y a él le tocaba descubrir quién y por qué.

Uribe enarcó las cejas y miró por encima de las gafas a Vega y a Navarro.

—¿Que están matando a filatélicos? —preguntó, con sorpresa—. Eso es nuevo... ¿Por qué querría hacer alguien una cosa así?

—No tengo ni idea —respondió Vega—. Pero ya van cinco cadáveres. Y el asesino sólo parece mostrar interés por las colecciones de sellos de sus víctimas. —Dio un palmetazo sobre una de las pilas de papeles que se amontonaban en su escritorio—. Uribe, necesito información, datos sobre los coleccionistas que haya en Madrid, sobre las filatelias que todavía estén abiertas, sobre los peristas que trafiquen con sellos...

Uribe rió sin humor.

—¿Y de dónde saco todo eso, comisario? No tengo gente, las comunicaciones están cortadas y todo es un caos. ¿Cómo coño quiere que le facilite información sí yo mismo no tengo ni idea de lo que está pasando...?

Vega respiró profundamente.

—Te pido que lo intentes —dijo—. Sólo eso, que lo intentes.

Uribe se incorporó y comenzó a pasear de un lado a otro, con el rostro serio y concentrado. De pronto, se detuvo en medio del despacho, contemplando fijamente a Vega a través de los gruesos cristales de sus gafas.

—¿Por qué no lo deja correr? —preguntó.

—¿A qué te refieres...?

—A todo. —Suspiró—. ¿Es que no lo entiende? Esto se ha acabado. Ya no hay policía republicana... De hecho, ni siquiera hay República. Escuche: dicen que el general Casado no está de acuerdo con las decisiones de Negrín. Los militares quieren capitular y lo más probable es que antes de fin de mes, Franco haya entrado en Madrid. —Se encogió de hombros—. Y, entonces, ¿a quién le importará que un loco haya asesinado a cinco coleccionistas de sellos...? Ha muerto medio millón de personas en esta guerra, cinco cadáveres más no tienen ninguna importancia.

—Así que debo quedarme cruzado de brazos, ¿no...? —preguntó Vega, inexpresivo.

—¡No...! —respondió Uribe—. Debe irse, comisario. Y tú también, Navarro. Las carreteras hacia Levante todavía están abiertas. Marchaos los dos. En caso contrario, ya sabéis lo que os espera cuando lleguen los franquistas.

—¿Y tú, qué? —objetó Navarro—. Estás aquí, no te has ido.

Uribe se frotó los ojos con cansancio.

—Yo sólo soy un policía. He sido policía con la Monarquía, con la Dictadura, con la República y seguiré siendo policía con el fascismo. Nunca me he metido en política. Nunca me he dedicado a cazar quintacolumnistas, como tantas veces habéis hecho vosotros. Mi nombre no está, como los vuestros, en todas las listas negras de la ciudad. Debéis iros, creedme.

El despacho quedó sumido en un pesado silencio. Vega se incorporó, mirando directamente a los ojos de Uribe.

—Mientras esté aquí —dijo con voz neutra—, seguiré siendo tu superior. Te he pedido que obtengas una información. Decide si vas a obedecer o no...

Uribe permaneció en silencio unos instantes. Tragó saliva y asintió.

—Haré lo que pueda —dijo. Y, tras una pausa, salió del despacho.

Vega contuvo el aliento, para expulsarlo después bruscamente. Se volvió hacia Navarro.

—Uribe tiene razón —dijo—. Si te quedas en Madrid, tu vida peligrará. Más vale que te vayas, Ángel.

Navarro negó con la cabeza, sonriente.

—No, jefe. Estamos en el mismo barco, y yo no soy una rata. Además, tenemos un trabajo que hacer: detener al Coleccionista.

Vega sacudió la cabeza con gesto malhumorado, dando a entender que desaprobaba la decisión de Navarro. Pero la sonrisa que acto seguido afloró a sus labios pareció contradecir su anterior muestra de enfado.

Había que detener al Coleccionista, sí.

—Como quieras, Ángel; sigamos trabajando... Ahora debemos encargarnos de averiguar si, aparte de la filatelia, existe alguna relación entre las víctimas.

—Jefe, son cinco fiambres... Y aquí no hay ni un agente disponible. Todos los que están sanos y no se han pasado al enemigo, se encuentran en el frente. Por lo visto, la guerra resulta más importante que la investigación policial...

—Pues tendrás que arreglártelas solo. Y deja de llamarme «jefe», coño... —Vega cogió el álbum se sellos de Andrade—. Me voy a llevar esto para enseñárselo a Damián Echevarría; ¿te acuerdas de él?

—Se jubiló hace años... ¿Para qué quieres que vea el álbum?

—Damián coleccionaba sellos. Quizás él pueda echarnos una mano.

Navarro frunció el ceño.

—He oído decir que su esposa falleció recientemente.

Vega asintió en silencio. Luego cogió su abrigo y salió del despacho.

Damián Echevarría, sentado en un sillón de pana verde y ajada, llevaba puesto un raído batín de lana sobre el pijama descolorido y remendado. Se cubría las piernas con una manta y tenía enfundados los pies en unas zapatillas de felpa.

¿Cuántos años tenía aquel hombre...? Sesenta y siete o sesenta y ocho, a lo sumo. Sin embargo, parecía un octogenario senil y decrépito. Su hermana, una mujer gruesa y animosa que le cuidaba desde el fallecimiento de su mujer, había advertido a Vega sobre la grave depresión que embargaba a Damián. La muerte de María, su esposa, a causa de una pulmonía contraída el pasado otoño, y las noticias de la detención de su hijo Roberto, hecho prisionero al término de la batalla del Ebro, le habían minado tanto la salud como el equilibrio mental. Ahora, el ex policía parecía una sombra del hombre robusto y enérgica que en otro tiempo fue.

Mientras Echevarría examinaba con manos temblorosas el álbum de sellos, Vega dejó vagar la mirada por el dormitorio. No había cuadros en las paredes, tan sólo un crucifijo de madera sobre la cama recién hecha. Un brasero humeaba en el centro de la habitación, mientras la luz amarillenta del atardecer se filtraba en hileras a través de la persiana.

Echevarría levantó la mirada del álbum. Por un instante, sus ojos reflejaron una intensa desorientación. Se volvió hacia Vega.

—¿Has traído noticias de mi hijo...?

Era la cuarta vez que preguntaba lo mismo.

—No, Damián —contestó el policía con voz paciente—. No sabemos nada de los prisioneros del Ebro. Pero no te preocupes; seguro que Roberto está bien.

Echevarría parpadeó.

—Mí hijo es un héroe, ¿sabes...? Le iban a dar la medalla al mérito militar, pero... —Su mirada se extravió de nuevo. Luego, tras un parpadeo, contempló el álbum que tenía entre las manos, como si lo viera por primera vez—. No sabía que coleccionaras sellos, Telmo...

—No son míos, Damián. Forman parte de una investigación... Me preguntaba si tú podrías decirme algo acerca de ellos.

Echevarría asintió débilmente. Pasó una página del álbum.

—Hace mucho que no me dedico a la filatelia y no sé si te serviré de ayuda... —Vaciló—. Pero, ¿sabes?, estos sellos son falsos...

—¿Falsos? —exclamó Vega, sorprendido.

—Falsos y de fantasía —musitó el anciano—. Hay gente que colecciona cosas así... Falsificaciones y sellos emitidos por particulares... No tienen mucho valor, pero... —Una madera crujió en el suelo del pasillo. Echevarría volvió la cabeza, repentinamente alerta—. ¿María...? —dijo en voz alta—. ¿Estás ahí, María...?

Su hermana se inclinó hacia él.

—No es María, Damián —dijo suavemente—. No puede ser María.

La mirada de Echevarría se oscureció. Sus ojos, húmedos de lágrimas, se volvieron hacia Vega.

—Tu mujer también murió, ¿verdad...? —preguntó con voz trémula—. Se llamaba... Manuela, sí. A Manuela la mataron al comienzo de la guerra, ya me acuerdo... ¿Cómo has podido superarlo, Telmo, cómo...?

¿Qué podía decirle? ¿Que aún no lo había superado? ¿Que la muerte de su mujer le había matado a él por dentro...?

—El tiempo todo lo cura, Damián —dijo el policía, lamentando no poderle ofrecer como consuelo más que un triste tópico.

—Pero yo no tengo tiempo... No lo tengo, Telmo... —Echevarría se estremeció. Parpadeó varias veces y miró de nuevo a Vega—. ¿Has traído noticias de mí hijo...? —preguntó por quinta vez.

Vega suspiró y cogió el álbum de sellos que descansaba sobre las rodillas del anciano.

—No, Damián. No sé nada de tu hijo —dijo, con tristeza, mientras se disponía a salir de aquella triste habitación.

Vega salió a la calle y respiró profundamente varias veces. En casa de Echevarría había tenido la sensación de estar ahogándose, como si en la atmósfera de aquel oscuro dormitorio el oxígeno se hubiese transformado en un gas letal, denso y asfixiante.

«Maldita guerra —pensó el policía—. Maldita guerra que mata a las mujeres y destroza a los hombres, convirtiéndolos en cadáveres vivientes.»

Echó a andar, con el álbum bajo el brazo y el paso algo vacilante. Le había afectado mucho encontrar a su viejo amigo en aquel estado. Quizá por eso no se percató del Renault blanco que se encontraba aparcado cerca de la casa, ni advirtió cómo el automóvil se ponía en marcha nada más cruzar él el portal.

Vega continuó andando mientras el coche le sobrepasaba, pero dejó de hacerlo cuando vio que el automóvil se detenía, unos metros por delante, y de su interior surgían dos personajes de aspecto más bien sospechoso, un joven de pelo corto, erizado como el lomo de un puerco espín, y un gigantesco negro con facciones de boxeador.

—¿Comisario Vega...? —preguntó el joven, aproximándose al policía.

—¿Qué quieres? —preguntó a su vez Vega, notando cómo un timbre de alarma comenzaba a resonar en su interior.

—Hay una persona que desea hablar con usted. ¿Sería tan amable de acompañarnos?

—¿Quién quiere hablar conmigo...?

—Alguien muy importante, ya lo verá. ¿Le importaría subir al coche?

Vega encajó la mandíbula.

—No voy a ir con vosotros a ninguna parte. Podéis decirle a esa persona, que si quiere verme, me puede encontrar en la DGS cuando...

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