Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (14 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—Puede ser... —Vega sonrió sin humor—. Quizá su marido sea muy guapo, señora Hidalgo, pero también es un asesino.

—Oh, vamos, basta ya de tanto «señora Hidalgo». —La mujer se dirigió al centro del salón—. Mis amigos me llaman Leonor... ¿Por qué no lo hace usted también? Y yo, en vez de comisario, le llamaré Telmo. ¿De acuerdo?

Vega negó con la cabeza.

—Creo que «señora» y «comisario» son los términos adecuados. Así los dos tendremos muy claro en todo momento quién es quién...

—La dama y el policía, ¿no...? Le veo muy sarcástico esta noche, amigo mío. —Leonor suspiró—. De acuerdo, mantendremos el tratamiento. —Señaló con un ademán los sillones—. ¿Le parece bien que nos sentemos...?

—Estoy mejor de pie.

La sonrisa se difuminó en los labios de la mujer. Frunció el ceño mientras escoltaba el rostro del policía.

—Como le plazca, comisario —dijo—. Me quedaré también de pie, si eso es lo que quiere... —Suspiró—. ¿Y qué le trae por aquí a estas horas? Es un poco tarde para una visita de cortesía, ¿no le parece?

En vez de contestar, Vega sacó la cartera del bolsillo de su chaqueta y extrajo el sello de Thule. En silencio, se lo mostró a la mujer.

Los ojos de Leonor se llenaron, primero de asombro, de júbilo después. Avanzó lentamente hacia el policía, sin apartar la vista del sello.

—Lo ha encontrado... —musitó—. ¿Dónde...?

—Eso no importa.

—Tiene razón. —Respiró hondo, sin dejar de mirar el sello—. Lo realmente importante es que lo tiene... —Tendió la mano—, ¿Me lo deja ver?

Vega sacudió la cabeza, apartando el sello del alcance de la mujer.

—No, señora Hidalgo. Lo he encontrado y lo he traído aquí. Ahora le toca a usted contármelo todo. ¿Por qué es tan importante este sello?

Leonor parpadeó y bajó la mirada. Sonrió con tristeza. Del exterior llegaron ecos lejanos de risas y canciones. La mujer se acercó a la ventana.

—Hoy es un gran día para todo el mundo —dijo, contemplando la oscuridad de la noche—. ¿Pero qué haría esa gente si supieran que sus problemas no han hecho más que comenzar? ¿Estarían tan alegres si fueran conscientes de que, después del verano, Hitler invadirá Polonia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Francia... y que no se detendrá en los Pirineos, sino que hará avanzar sus tropas hasta que toda España caiga bajo el dominio nazi?

Una pausa.

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó Vega, desconcertado.

La mujer se dio la vuelta y observó al policía casi con ternura.

—Sencillamente, lo sé —dijo. Luego, mirando por encima del hombro de Vega, añadió—:
Abby: disarm him and take the stamp. But don't kill him.

Vega no entendió las palabras de la mujer, pero supo instantáneamente que había alguien a su espalda. Se dio la vuelta y vio cómo Abraham Lincoln Smith, el guardaespaldas de Leonor, le apuntaba con una pistola.

El gigante, sin dejar de encañonarle, se acercó al policía y procedió a cachearlo con la mano que tenía libre. Le quitó la pistola que llevaba en la funda y se la guardó en el cinturón. Acto seguido, con una delicadeza insospechada en alguien tan enorme, cogió de entre los dedos del policía el sello de Thule y se lo entregó a la mujer. Luego, siempre apuntando a Vega, se alejó un par de pasos. La hierática expresión de aquel rostro tallado en ébano en ningún momento se había alterado.

—¿Qué significa esto? —preguntó Vega, mientras maldecía interiormente su decisión de acudir solo a aquella casa.

Leonor, contemplando casi con embeleso el sello de Thule, respondió:

—Significa que voy a incumplir mi parte del trato, comisario: no le contaré nada. Aunque eso no debe preocuparle; ya le he dicho muchas veces que no me creería. —Suspiró—. Significa, también, que me voy a quedar con este sello. Pero no lo tome como un robo; le juro que me limitaré a devolvérselo a sus legítimos propietarios.

—¿Y qué hará conmigo...? ¿Matarme...?

—No sea melodramático —rió la mujer—. Usted me ha ayudado mucho; de ninguna manera deseo que le ocurra nada.

Vega tragó saliva.

—Ese sello es la principal prueba de varios asesinatos. Si salgo de aquí sin él, la obligaré a devolverlo.

La ironía destelló en los ojos de Leonor.

—Sinceramente, dudo mucho que usted pueda obligarme a nada. —Señaló con un gesto a su guardaespaldas—. Ahora Abby le llevará en coche a su casa y le dejará allí sano y salvo. Luego puede hacer usted lo que le venga en gana. Buenas noches, comisario Vega, ha sido un placer conocerle...

La mujer comenzó a darse la vuelta, y...

Lo que ocurrió a continuación sucedió demasiado rápido como para que ninguno de los presentes pudiera reaccionar.

La puerta del salón se abrió bruscamente, franqueando la entrada a un individuo joven, vestido de pana oscura, que llevaba en la cabeza una boina falangista y un amenazador subfusil Schmeisser en las manos.

El negro Abraham Lincoln se giró inmediatamente, apuntando con la pistola al desconocido, pero éste apretó antes el gatillo de su arma. Una ráfaga de balas impactó contra el pecho del guardaespaldas, proyectándolo brutalmente hacia atrás. El gigante rebotó contra la pared y, sin proferir un gemido, cayó muerto al suelo.

Por un instante el tiempo pareció detenerse. Vega y Leonor permanecieron estáticos, desconcertados por la rapidez y violencia de los acontecimientos— El falangista había vuelto su arma hacia ellos, pero se limitaba a estar ahí, inmóvil, encañonándolos.

Entonces, hubo un movimiento al otro lado de la puerta y entró en el salón un hombre de rasgos agraciados, elevada estatura y figura atlética.

Mario Yáñez-Borghese.

En su mano había una Luger-Parabellum de fabricación alemana.

—Oh, mira a quiénes tenemos aquí —dijo el hombre, con un ligero acento italiano—. Mi bella esposa y el valiente comisario Vega. ¿He sido inoportuno...?

Leonor contempló con incredulidad a su marido.

—¡Mario...! —susurró.

Y entonces, sin una vacilación, echó a correr en dirección a la chimenea.

Como si todo sucediese a cámara lenta, Vega vio cómo Yáñez-Borghese levantaba su pistola, afinaba la puntería y efectuaba dos disparos casi consecutivos.

Leonor pareció tropezar. Extendió los brazos, giró sobre sí misma y comenzó a caer, el cabello oscuro ondeando como el ala de un cuervo. De su mano se desprendió el sello de Thule, que, por unos instantes, pareció revolotear, igual que una mariposa azul, para luego iniciar su caída, entre quiebros y espirales.

Tanto el cuerpo sin vida de Leonor Hidalgo como el sello falso del falso país de Thule alcanzaron el suelo al mismo tiempo.

Vega permaneció inmóvil, sintiendo cómo el corazón le palpitaba desbocado en el pecho. A su nariz llegó el perfume acre de la pólvora. Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca. De soslayo, observó cómo Yáñez-Borghese se aproximaba al cadáver de Leonor.

—Una mujer muy valiente, ¿verdad, comisario? Ha sacrificado su vida en aras del deber. —Se inclinó para recoger el sello—. Y todo por esto... Quería echarlo a las llamas, ¿sabe?, destruirlo. Cualquier cosa con tal de que no cayese en mis manos. —Contempló con ternura el cuerpo exánime de Leonor—. Es triste que las cosas hayan acabado así. Aunque le parezca increíble, yo la quería... Mírela, incluso muerta está preciosa. —Levantó la cabeza—. Pero hay cosas más importantes que el corazón de un hombre, ¿no cree, comisario?

Vega respiró hondo, intentando tranquilizarse.

—¿Por qué está haciendo todo esto...? —preguntó.

—Por los sellos. —Palmeó el morral que llevaba colgando del hombro—. Aquí tengo los otros dos. Y ahora, gracias a usted, he conseguido el tercero.

Vega sacudió la cabeza.

—Pero, ¿por qué...? Son unos sellos falsos, ¿qué importancia pueden tener...?

Yáñez-Borghese sonrío. Todo el irradiaba simpatía y cordialidad.

—Imagino, comisario, que habrá visto en las películas cómo, cuando se produce una situación similar a la que ahora protagonizamos usted y yo, el que tiene el arma suele extenderse en una larga explicación. —Suspiró—. Pero me temo que eso sólo sucede en las películas...

Y, tras decir esto, disparó su pistola.

Muchas veces, Vega había oído comentar a los soldados que regresaban del frente que uno nunca escucha el disparo que le mata. El policía siempre pensó que eso era algo imposible de comprobar, y tenía razón, porque aquella bala del calibre nueve largo le destrozó el cerebro mucho antes de que pudiera darse cuenta, siquiera, de que le habían disparado.

Mario Yáñez-Borghese observó con tristeza cómo Vega se derrumbaba sobre el suelo. Sin el menor asomo de burla, se llevó la pistola a la sien, componiendo una especie de siniestro saludo militar.

—Eras un buen policía... —murmuró, observando cómo la sangre de Vega se derramaba sobre sus ojos yertos y empezaba a gotear encima de la alfombra.

Luego, guardó el arma en su cinturón y se volvió hacia el joven falangista, que había asistido silencioso e impasible a toda la escena.

—Ayuda a los otros a registrar la casa —le ordenó—. Aseguraos de que no quede nadie con vida y luego marchaos.

—¿Y tú qué, Mario? —preguntó el joven—. No puedes quedarte mucho tiempo aquí, es peligroso...

—Todavía tengo algo que hacer. No te preocupes, no tardaré... Anda, vete.

El falangista asintió, obediente. Tras extender el brazo, haciendo el saludo fascista, salió rápidamente de la habitación.

Yáñez-Borghese contempló con ojos inexpresivos los tres cadáveres que yacían sobre el suelo del salón. El negro Abraham Lincoln Smith, con su gigantesco pecho destrozado por una ráfaga de ametralladora. La hermosa Leonor Hidalgo, luciendo nuevas joyas, dos rubíes de sangre, sobre su corazón. Y el pobre comisario Vega, el cadáver más perplejo y desconcertado del mundo.

Un tétrico panorama, desde luego.

Pero aquello formaba parte del trabajo sucio, pensó Yáñez-Borghese mientras tomaba asiento en uno de los sillones de cuero. Algo que la gente como él se veía obligado a hacer en aras de una causa más alta.

La causa de la Revolución Fascista...

Yáñez-Borghese dejó el sello azul de Thule sobre la mesa y abrió el morral, extrayendo de su interior dos sellos idénticos al primero, con la salvedad de que su color era rojo y verde, respectivamente.

El hombre encajó la mandíbula, reprimiendo un grito de triunfo. Aquellos tres sellos suponían la diferencia entre la victoria y la derrota.

Respiró profundamente y sacó del morral un sobre de gran tamaño y un grueso fajo de documentos. Desenroscó el capuchón de su estilográfica y escribió algo en el dorso del sobre: el nombre y apellidos de una persona muerta. Debajo anotó unos números.

Luego, introdujo los documentos en el sobre y lo cerró. Cogió el sello azul y pasó la lengua por el lado engomado.

«Sabe a menta —pensó—. Qué detalle...»

Lo pegó en el sobre y repitió la operación con los otros dos sellos.

—Ya está... —murmuró Yáñez-Borghese, contemplando el resultado de su labor con reverencia casi religiosa.

Cerró el morral, se incorporó y, poniéndose el sobre bajo el brazo, caminó hacia la puerta. Antes de salir, dirigió una última mirada al cadáver de su mujer.

—Espero que no me guardes rencor —dijo, con seriedad—. A fin de cuentas, tú sabes que nada de esto es del todo definitivo...

Yáñez-Borghese abandonó e! salón, atravesó el vestíbulo, abrió la puerta principal y salió al exterior. Cruzó el jardín romántico y el gran portalón de hierro que daba a la calle Serrano.

Caminó tranquilamente a lo largo de varias manzanas. En la esquina con María de Molina divisó un buzón de correos.

Se aproximó. Contempló el sobre, franqueado con la triple imagen del anciano alado, en rojo, en verde y en azul.

Un grupo de milicianos borrachos caminaban, agarrados por los hombros, en dirección a la Puerta de Alcalá. Uno de ellos gritó a voz en cuello:

—¡No pasarán!

Yáñez-Borghese esbozó una sonrisa.

—Sí pasarán... —susurró.

Y dejó caer la carta en el interior del buzón.

El sobre descendió en picado, zambulléndose dentro del oscuro saco de lona donde se almacenaba el correo. Pero no llegó a tocar el fondo. Porque, antes, se esfumó en el aire.

Y todo cambió.

SEGUNDA PARTE

EL POLICÍA FURIOSO

Era el cadáver más pulcro y elegante que Telmo Vega hubiera visto jamás.

El policía encendió con un fósforo el cigarrillo que tenía entre los labios. Aspiró una bocanada de humo y señaló con un movimiento de cabeza el cuerpo del anciano.

—¿Quién coño es?— preguntó.

—Se llamaba Luis Carlos de Andrade, conde de no sé qué —dijo el inspector Navarro—. Un jodido aristócrata, jefe...

—No me llames «jefe» —gruñó Vega—. ¿De qué va esto, Ángel? ¿Robo, crimen político, venganza...?

Navarro se encogió de hombros.

—Más vale que mires encima de la mesa, jefe...

Vega se aproximó al lujoso escritorio de estilo inglés. Sobre él, junto a una escribanía, descansaba un álbum filatélico encuadernado en piel.

—¡Mierda...! —masculló.

—La criada encontró el cadáver a primera hora de la mañana. Según dice, nadie ha tocado ningún objeto de la casa, salvo ese álbum de sellos... El Coleccionista actúa de nuevo, jefe...

Vega dio una furiosa calada a su cigarrillo. Torció el gesto: en aquellos momentos hasta el rubio americano —ilegalmente conseguido en el mercado negro— le sabía a rayos. Buscó un cenicero con la mirada y, al no encontrar ninguno, aplastó el cigarrillo sobre la cabeza de uno de los ciervos de plata que adornaban la escribanía.

—Supongo que nadie va a venir a tomar las huellas dactilares...

Navarro suspiró.

—Ruiz lleva una semana sin aparecer por el laboratorio. Dicen que se ha pasado a los franquistas.

—Hijo de puta... —murmuró Vega.

—Ya sabes lo de las ratas que abandonan el barco... He interrogado a la portera y los vecinos; ¿te cuento lo que he averiguado?

—¿Para qué? —Vega cogió el álbum de sellos y comenzó a hojearlo—. Si quieres te lo digo yo: nadie sabe nada, nadie ha visto nada.

—Eres un adivino, jefe.

Vega sacudió la cabeza con desánimo y continuó pasando las páginas repletas de sellos alineados bajo tiras de celofán. Al llegar al final, se detuvo y contempló el hueco que había en una de las hileras.

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