Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (18 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—Ah, claro, Yáñez-Borghese... ¿Qué pinta él en todo esto?

Leonor cogió su copa y la contempló unos segundos con expresión soñadora.

—Mario fue mi gran debilidad, comisario. Era joven, guapo, brillante, encantador y extremadamente sexy... Demasiado bueno para ser verdad. Nos casamos hace cuatro años, y debo reconocer que lo he pasado muy bien a su lado. —Bajó la mirada—. Pero cometí el error de contárselo todo. Le hablé de Thule, de los sellos, del asunto de Barrera. Y él...

Hizo una pausa.

—¿Y él, qué...? —preguntó Vega.

—Mario tenía sus propias ideas al respecto. —Apuró el jerez de un trago y dejó la copa vacía sobre la mesa—. Comisario, le he dicho que los sellos de Thule pueden cambiar la Historia, y que eso ya había ocurrido. Pues bien, todo esto... —Hizo un amplio ademán—, la realidad en que nos movemos, no es la realidad original. Porque lo cierto es que la guerra civil la perdieron los franquistas. El mismísimo Franco murió en diciembre del 37, víctima de un atentado. A raíz de esto, se produjo una lucha por el poder entre los generales sublevados, lo que generó profundas divisiones en el seno del ejército nacionalista. Esta desunión minó su eficacia militar y las tropas republicanas obtuvieron una gran victoria en la batalla del Ebro. Desde ese momento, la guerra se decantó del lado de la bandera tricolor.

»Sin embargo, en esa realidad original, mi marido logró encontrar los tres sellos. Y mandó una carta a Francisco Franco, ¿lo entiende, comisario?, una carta a través del tiempo mediante la cual le suministraba información acerca de todo el desarrollo de la guerra, incluyendo el atentado que iba a sufrir. —Leonor sonrió tristemente—. Por lo que parece, el general Franco hizo caso. No murió, no hubo divisiones en el ejército sublevado y la batalla del Ebro fue una victoria del bando franquista, quedando así la Historia cambiada.

Vega se echó a reír.

—¿Se da cuenta de lo absurdo que resulta todo lo que me está contando?

—Por supuesto. Y más absurdo le parecerá saber que, en esa otra realidad original, Mario, mi marido, me mató a mí... y le mató a usted, comisario.

Vega enarcó las cejas y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón.

—Muy bien... —dijo—. ¿Y ahora qué pretende su marido? Ya cambió la Historia, Franco está ganando la guerra... ¿Para qué coño quiere los sellos de Thule?

—Sinceramente, no lo sé. Recuerde que Mario no sólo es español, sino también italiano; quizá piensa ayudar de algún modo a Mussolini. O evitar la muerte de José Antonio. O conseguir que Franco gane aún más rápidamente la guerra. No tengo ni idea. Quizá pretenda, sencillamente, enriquecerse. Pero eso da igual. Escuche, comisario, los thulanos me han advertido de que esos sellos no deben volver a usarse en este contexto histórico. Podría producirse un especie de nudo en el tiempo, la realidad oscilaría y la línea temporal se volvería imprecisa. Por eso es de vital importancia que encuentre esos sellos. —Vaciló—. No soy una mujer acostumbrada a pedir favores, Telmo, pero ahora necesito tu ayuda... —Leonor se incorporó, aproximándose al policía. Se arrodilló frente a él, muy cerca, apoyando las manos en sus piernas—. Estoy harta de llamarte comisario. Telmo es un nombre hermoso. Como el «fuego de san Telmo»... Hay mucho fuego en tu negro corazón de policía, Telmo...

Las manos de la mujer se deslizaron por las piernas de Vega y acariciaron su abdomen. Luego, muy despacio, comenzaron a desabrochar el cinturón. Vega, sobresaltado, sujetó a Leonor por las muñecas.

—¿Qué demonios está haciendo...?

La mujer se desasió suavemente de Vega. Mirándole con fijeza, preguntó:

—¿Cuánto hace que no estás con una mujer? —Comenzó a desabrocharle los botones del pantalón—. Dime, ¿cuánto hace...?

Vega sintió que un golpe de calor inundaba su estómago, acelerándole el corazón. Sí, ¿cuánto tiempo llevaba .sin hacerle el amor a una mujer...? Desde que murió Manuela. Tres años. Una eternidad sin caricias ni besos, sin suavidad ni dulzura. Eonesde soledad y tristeza.

Leonor comenzó a inclinarse sobre el regazo de Vega. Éste sintió cómo su cuerpo se estremecía, pero sujetó la cabeza de la mujer.

—No... —musitó.

—¿Por qué no...? —susurró ella.

—Porque quieres utilizarme, manejarme... —dijo Vega, el aliento agitado.

—Sí, es cierto —repuso Leonor—. Quiero que me ayudes a encontrar los sellos de Thule, y esto es parte de tu recompensa. Pero hay otra razón, Telmo. Tú no tienes futuro, te han quitado la esperanza y, por tanto, también el miedo. Eres un hombre terminal, un pasajero al final de la línea. Estás más allá de la vida y de la muerte —susurró—, y eso te hace muy atractivo...

Leonor apartó las manos de Vega. Sus labios buscaron el centro del hombre y un beso cálido y húmedo borró toda resistencia, toda precaución, toda suspicacia.

Vega, arrastrado por un torrente de sentimientos puramente animales, intentó despojar de su vestido a la mujer. Sus manos, torpes por la ansiedad y la falta de costumbre, desgarraron la blusa y apartaron la ropa interior. Cuando Vega notó en las yemas de sus dedos la piel íntima y tibia de Leonor experimentó un intensa impresión, sintiéndose turbado y excitado a la vez. Después de tantos años, creía definitivamente olvidado aquel tacto, pero ahí estaba, de nuevo, tan excitante y ardiente como lo había sido en el pasado.

Hicieron el amor, medio vestidos, sobre la alfombra persa que acolchaba el suelo del salón. Fue un acto lleno de premura y ansiedad, de jadeos y excitación. Cuando acabaron, Leonor cogió de la mano a Vega y le condujo en silencio a su dormitorio. Allí le desnudó lentamente, con delicadeza, permitiendo que él la despojara a su vez de la ropa rasgada y arrugada. Y luego, sobre sábanas de raso tan suaves como la caricia de un niño, se amaron una vez más, y luego otra, y otra...

Finalmente, Leonor se durmió, acurrucada contra el cuerpo del policía. Pero Vega no logró conciliar el sueño. Permaneció toda la noche contemplando el techo del dormitorio, sumido en sus pensamientos.

Al amanecer, cuando los primeros rayos del sol comenzaron a filtrarse por el ventanal, delineando luminosas bandas doradas en el aire, Leonor abrió los ojos y miró el rostro abstraído de Vega.

—¿No has dormido? —preguntó.

—No.

—¿Qué te preocupa?

—No lo sé... —Vega giró la cabeza, contemplando los ojos todavía somnolientos de la mujer. Extendió una mano y acarició su piel sedosa y tenue. Los dedos iniciaron un lento periplo, deslizándose sobre el pecho para descender luego hacia la cadera. Finalmente, Vega dijo—: Tú conoces el futuro... ¿Qué va a pasar?

Leonor se incorporó, apoyándose en el cabezal de la cama. Comenzó a desenredarse los cabellos.

—Las tropas de Franco entrarán en Madrid el próximo día 28 —dijo, con voz carente de emoción—. La guerra terminará el primero de abril. Muchos, huyendo de los fascistas, se dirigirán a Levante, donde intentarán embarcar en los buques contratados por la República para el transporte de refugiados a Francia. Pero esos barcos nunca llegarán. Habrá detenciones masivas y miles de fusilamientos. La represión será extremadamente cruel. Y Franco... Franco permanecerá treinta y seis años más en el poder. Eso es lo que va a pasar.

Vega se levantó de la cama y recogió la ropa que se encontraba desperdigada por el suelo. Comenzó a vestirse.

—En tal caso, sólo dispongo de dieciséis días para encontrar a tu marido y los sellos —dijo—. Será mejor que me dé prisa...

—Entonces, ¿crees mi historia?

—No sé lo que creo o no creo... Pero, ¿eso qué más da? Con lo único que cuento es con tu palabra. Y con la certeza de que, del modo que sea, conoces el futuro. En realidad, es más de lo que podía esperar. Por cierto, ¿tienes alguna idea de dónde puede esconderse tu marido?

—Me temo que no. Supongo que estará con sus amigos falangistas...

Vega terminó de vestirse en silencio. Guardó la corbata en el bolsillo de la chaqueta y abrió la puerta del dormitorio. Antes de salir, se volvió hacia Leonor. La mujer continuaba reclinada en la cama, las piernas cubiertas por la sábana y el torso desnudo, con la indolencia de una ninfa aburrida.

—Encontraré los sellos de Thule —dijo el policía.

—Seguro que lo harás —murmuró Leonor—. Pero, mientras los buscas, ¿por qué no vienes a visitarme de vez en cuando...?

—Hombre,
poliyas
—dijo Isidoro Mendoza, cogiendo la escopeta de caza que descansaba sobre el mostrador de madera.

—Dales algunas latas de conserva y que se vayan —musitó, distraído, Herminio Mendoza, que estaba sentado frente a un buró desvencijado, ocupado en poner al día las cuentas de su negocio.

Vega y Navarro intercambiaron una mirada. Según les había informado Uribe, los hermanos Mendoza eran los únicos peristas que traficaban con sellos en Madrid. El garaje donde habían instalado su almacén se encontraba atiborrado de objetos, desde tablas románicas hasta máquinas de coser. Tres sicarios mal encarados, situados más allá del mostrador y armados con amenazadoras escopetas de dos cañones, custodiaban el local.

Vega mostró la foto de los sellos de Thule.

—Sólo queremos haceros unas preguntas —dijo, con voz calmada—. Estos sellos fueron robados a primeros de año. Según me han informado, vosotros traficáis con material filatélico... ¿Los habéis visto?

Pero Isidoro Mendoza no prestaba atención a la foto. Con la mirada fija en Vega se aproximó a él lentamente, siempre empuñando la escopeta.

—Oye, yo te conozco... —dijo, pensativo—. Tú eres Vega, ¿no...? —Rió alegremente y se volvió hacia su hermano—. Mira a quien tenemos aquí, Herminio. Es el comisario Vega. Ofrecen cinco mil duros por su cabeza, ¿qué te parece...?

—Déjate de tonterías —gruñó Herminio, absorto en sus cuentas—. Dales algo y que se marchen...

—¡Basta ya! —exclamó Vega secamente—. ¿Habéis visto estos sellos, sí o no?

Isidoro frunció el ceño y se acercó amenazador al policía. Levantó la escopeta y apoyó la boca de los cañones contra su pecho.

—¡Eh, eh, eh...! Tú, aquí, no das órdenes, cabrón. —Amartilló los percutores—. Me joden los polis, ¿sabes...? Anda, dame una razón para no volarte la cabeza y cobrar la recompensa que los fachas dan por ti,
poliya...

Vega observó de reojo a Navarro. El inspector estaba en tensión, a punto de saltar. Le hizo un leve gesto con la mano, indicándole que no hiciese nada. Volvió la mirada hacia Isidoro.

—Te voy a dar, no una, sino dos razones —dijo Vega, en tono impersonal—. La primera, que no tienes cojones para disparar. Y la segunda, que eres demasiado estúpido y lento para hacerlo...

Y, de un manotazo, apartó los cañones de la escopeta. Un doble disparo resonó en el interior del almacén, pero las ráfagas de perdigones se perdieron por encima de la cabeza del policía. Instantáneamente, Vega sacó su pistola Astra de la funda y efectuó un disparo a bocajarro en la rodilla de Isidoro Mendoza. Éste, aullando de dolor, se derrumbó sobre el suelo como un árbol talado. Vega clavó el cañón de su arma en la cabeza del perista.

Entre tanto, Navarro había sacado su pistola y apuntaba directamente al estómago del estupefacto Herminio. Los tres matones que custodiaban el negocio apenas habían tenido tiempo de reaccionar. Comenzaban a empuñar sus escopetas cuando la voz de Vega resonó autoritaria.

—¡Si alguien se mueve, le vuelo la cabeza a este hijo de puta!

—Y yo le vuelo las tripas al hermano de ese hijo de puta —añadió Navarro—. Entonces os quedaríais sin jefes. ¿Y quién os iba a pagar.,?

—¡Está loco! —gritó, nervioso, Herminio Mendoza—. ¡Ha herido a mí hermano!

—Para ser exactos, le he dejado cojo —dijo Vega—. Pero todavía está vivo. Y si quieres que las cosas sigan así, más vale que hables de una vez. —Sin dejar de apuntar a Isidoro, recogió la foto del suelo—. ¿Qué sabes de estos sellos?

Herminio tragó saliva y miró alternativamente al policía y a su hermano que, tirado en el suelo, intentaba contener con las manos la sangre que manaba de su pierna.

—De acuerdo, de acuerdo... —dijo, finalmente, indicando a los guardas con un gesto que no hicieran nada. Tragó saliva—. A principios de enero le compramos unos sellos como ésos a los «Capeches»...

—¿Quiénes son los «Capeches»?

—Una familia de quinquis... No sé de dónde los sacaron. Les dimos tres reales por ellos y se fueron. Más carde le vendimos los sellos a un tal Bardasano, que tiene una filatelia en la calle Mayor... Eso es todo, se lo juro... Suelte a mi hermano, por favor...

Vega, sin perder de vista a los tres hombres armados, le indicó con un gesto a Navarro que retrocediese hacia la salida. Agarró el cuello de la camisa del infortunado Isidoro Mendoza y, sin apartar la pistola de su cabeza, lo arrastró por el suelo hasta llegar a la puerta. En cuanto salieron del almacén, Vega soltó al perista herido y, seguido por Navarro, salió corriendo hacía la calle. Al doblar la esquina, escucharon tres disparos de escopeta, efectuados, afortunadamente, con escasa puntería.

Unos minutos más tarde, Vega y Navarro se dejaron caer jadeantes sobre un banco de una pequeña plaza.

—Estás loco, jefe —dijo Navarro, algo pálido—. Han podido matarnos ahí dentro...

—Pero no lo han hecho —repuso Vega—. Y ahora sabemos dónde hay que buscar los sellos...

Navarro sacudió la cabeza.

—¿Cómo sabes que lo que quiere el Coleccionista son esos sellos? ¿Y de dónde has sacado la foto?

Vega sonrió débilmente.

—Eso no importa, Ángel. —Consultó el reloj—. Ahora me voy a acercar a la calle Mayor. Tú vuelve a la DGS y ayuda a Uribe. Tenemos que encontrar a Mario Yáñez-Borghese.

—Pero, ¿quién demonios es Yáñez-Borghese, jefe?

—El Coleccionista —dijo Vega, alejándose—. Y no me llames «jefe», coño...

Vega encontró la filatelia Bardasano en el número 16 de la calle Mayor. El local tenía el cierre echado, y un pequeño cartel en el que aparecía escrita la frase: «CERRADO POR DEFUNCIÓN». La portera le informó de que don Roberto, el dueño de la filatelia, había fallecido el pasado 14 de febrero, en extrañas circunstancias. Añadió que el difunto tenía una hija, llamada Isabel, que vivía en el piso situado sobre la tienda.

Isabel Bardasano resultó ser una mujer triste, prematuramente envejecida. Vestía de negro y tenía los ojos permanentemente húmedos, como si el llanto fuese un rasgo más de sus facciones. La mujer, con tono quejicoso, le contó a Vega el alcance de sus desgracias: la muerte de su marido en el frente del Ebro, el asesinato de su padre y la enfermedad de su hijo...

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