Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (12 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Era una visión poderosa.

Mara vio la visión que veía Ucan.

El poema.

Lo reconocía, claro que sí.

Ella lo había escrito cuando era estudiante, para una clase de literatura, en tiempos en que soñaba que la poesía podía ser su vocación. Un poema a la luna. Se titulaba «La Virgen de las Nubes», y pertenecía a la época más intensa del «misticismo» de Mara, como años más tarde lo llamaría el director del Instituto. Describía una luna que se mecía sobre las nubes y cuya luz triunfaba sobre la oscuridad de la noche. Estaba plagado de clisés y pretenciosas alusiones simbólicas a la noche, el sueño y el triunfo de la luz sobre las tinieblas. Era un pecado muy perdonable en una estudiante de quince años, pero al parecer ella no se lo había perdonado, porque lo había olvidado por completo hasta ese momento.

Y también reconocía la voz que lo recitaba.

La voz que sonaba en la cabeza de Ucan era la voz de ella, la voz de Mara.

Emergió.

Vio la cabaña, las pantallas, el balcón.

Y notó que estaba recitando mecánicamente ese poema.

Casi en un estado de catatonía, se plantó frente a la pantalla donde la imagen por satélite mostraba al Pueblo Radiante en marcha por el Páramo: una larga hilera de gente a pie, mulas cargadas de muebles toscos y bolsas de semillas, ovejas y cabras, jaulas con aves, carretones que eran viejos coches sin motor y sin llantas, una gran polvareda, la vastedad de los cardales.

Miró el monótono movimiento durante horas, hasta que la caravana se detuvo y acampó para pasar la noche. La cesación del movimiento la invitó a dormirse.

9

Al salir de la caverna, Ucan vio una nube brillante que bajaba del cielo. Quería correr, pero estaba paralizado de miedo. Entonces vio a la radiante mujer de túnica blanca que bajaba de la nube. La nube se posó en el suelo y la Virgen de las Nubes caminó hacia él.

Ucan cayó de rodillas.

La mujer se le acercó, le tomó la mano.

—Mi nombre es Mara —dijo—, y es hora de ir a casa.

—¿A casa? —preguntó Ucan.

—El Valle Radiante —dijo Mara.

Ucan la miró desconcertado. Esa tarde, después de estar en la laguna, había visto el Valle Radiante, había oído esa voz recitando algo que él no comprendía.

—He tenido una visión del Valle Radiante —murmuró.

—Ahora —susurró la Virgen de las Nubes— tendrás que verlo con tus propios ojos. Todo tu pueblo verá con sus propios ojos el lugar que le ha dado nombre. Tu pueblo tendrá que seguirme.

Ucan se irritó. Aunque estaba deslumbrado por la visión de la Virgen, de pronto sintió que estaba en presencia de una mujer de carne y hueso, y le molestaba que una mujer le hablara así.

Le ordenó que se callara, intentó pegarle, y al mover el brazo despertó gritando. La Virgen se esfumó.

Un sueño.

Pestañeó. La visión de esa tarde lo había afectado. Se levantó. La muchacha que había dormido con él no estaba. Oyó susurros fuera de la tienda. Comprendió que eran los susurros que había atribuido a la Virgen de las Nubes.

Los susurros cesaron, como si alguien acechara afuera y hubiera callado al oír sus movimientos.

Empuñó un hacha, salió de la tienda.

Unas sombras echaron a correr, se dispersaron. Ucan vio el fulgor de un cuchillo a la luz de la luna. Corrió hacia el atacante, pero se detuvo, temiendo que lo emboscaran.

Pensó febrilmente. No podía concentrarse. Aún estaba aturdido por los golpes.
Cutec
, murmuró mecánicamente, como cuando estaba en la Torre.
Cutec
,
Cutec.

Cutec.

Recordó la expresión que había puesto Cutec cuando él le había apoyado las manos en la cabeza, nombrándolo su hijo. Ahora, recién salido de las brumas del sueño, paradójicamente veía esa expresión con mayor claridad, y era una expresión de odio y desprecio. Ahora volvía a ver con claridad la sombra del cóndor. Cutec no había aceptado el fallo de la Torre. Había intentado matarlo cuando dormía, en silencio, aunque no se había atrevido a provocar un revuelo que despertaría al campamento.

Siguió concentrándose.

Cutec
,
Cutec.

Cutec había querido presentar ante todos el hecho consumado, aprovechar el descontento de la gente para obtener poder sobre la tribu. El consejo no se opondría. Ucan podía despertar al campamento a gritos, resolver el asunto al instante, pero le costaba pensar con claridad y sabía que no actuaría con la lucidez necesaria. Cutec negaría todo. Tal vez aprovechara para acusarlo de inestable. Diría que era un niño que había tenido una pesadilla y quería culpar a su rival.

Ahora todo estaba muy claro.

Cutec no pararía hasta matarlo, y él era un hombre joven que no contaba con el respeto que se había ganado su padre. El consejo se lo había demostrado al aprobar el reto de Cutec.

Las normas decían una cosa, pero las normas no eran todo en la vida, y menos cuando la gente estaba cansada y tenía miedo del hambre.

Decidió contar con los dedos los factores que tenía a su favor.

Ninguno. Le sobraban diez dedos.

No, no. Tenía que actuar como en la Torre. Pensar, usar su voluntad.

Sí había algo a su favor. Había tenido esa visión, y esa visión podía guiarlo. Esa visión le había inspirado el sueño que lo había salvado. Tenía que creer en ella, atesorarla. Tenía que aferrarse a esa visión y creer que la Virgen de las Nubes volvería a ayudarlo. Trató de recordar las palabras que ella le había dicho esa tarde. No las recordó, pero pudo recordar el ritmo.

El ritmo.

Ella asoma radiante entre las nubes.

Repitió con deleite esas palabras que no entendía. Era mucho mejor que repetir el nombre de su enemigo.

Combatió el sueño meciéndose con ese ritmo, y así esperó el amanecer. Al repetir las palabras, volvió a tener la sensación de que la Virgen lo ayudaba a encender el fuego bueno y el espíritu de su padre entraba en él.

Salió de la tienda antes del alba y caminó hacia el río a cuyas orillas habían acampado. Se concentró nuevamente en la visión, y supo con exactitud el rumbo que debía seguir para llegar al Valle Radiante.

Se paseó por el campamento, ayudando a su gente a empacar sus cosas, a cargar los bultos sobre las mulas, a juntar los animales. Luego reunió al consejo y anunció que cruzarían el río.

—¿No sería más conveniente seguir marchando por la orilla hasta encontrar mejores tierras? —preguntó un anciano—. Siempre tendríamos agua en las cercanías.

—Es un consejo sensato —respondió Ucan—. Pero no hay mejores tierras que las del Valle Radiante.

—Nos alejaremos del agua, y no sabemos dónde encontraremos más.

—En el Valle Radiante hay agua en abundancia —respondió Ucan con creciente firmeza.

Notó que Cutec permanecía callado, sin duda esperando que crecieran la tensión y el disenso.

—Nadie ha visto ese valle —insistió el anciano—. No sabemos cómo es ni dónde está. Ni siquiera sabemos si existe.

—Ya hemos hablado de esto. Mi padre lo había visto, y sabía dónde estaba.

—Eso decía él —intervino Cutec.

—Mi padre profetizó, y sus profecías se cumplieron.

—Por eso lo seguíamos —concedió Cutec—. Pero tu padre ya no está.

—Repito lo que he dicho. Mi padre está presente en mí, y yo también he visto el Valle Radiante, el valle del gran pájaro, donde las aguas forman una cruz que nos liberará. Allí el Dios Bueno manifiesta su presencia. He tenido visiones.

—Sin duda —comentó Cutec.

—¿Qué has visto en esas visiones? —preguntó un anciano.

—He visto a la Virgen de las Nubes —respondió Ucan con voz trémula.

Cutec soltó una carcajada. Otros padres de familia lo acompañaron con una sonrisa cómplice.

—Sé exactamente el rumbo que debemos seguir —insistió Ucan.

—El rumbo que debemos seguir es hacia atrás. Volver a las tierras que cultivábamos, donde estábamos seguros, no arriesgar nuestras familias por el sueño de un chico.

—¿Chico? Soy Padre de todos —le dijo Ucan al consejo—. Cutec es mi hijo. Así lo decidió ayer la Torre. Es un mal hijo, porque me desobedece, y si insiste en su desobediencia debo castigarlo.

Varios miembros del consejo se levantaron para expresar su disconformidad. Ucan sospechó que la noche anterior varios habían dado una tácita aprobación al fallido atentado de Cutec.

—Tal vez la Torre dictaminó ese resultado porque Cutec no planteó bien las cosas, o porque su mujer tuvo la insolencia de hablar en el consejo, atrayendo la ira del Dios Bueno. Pero esa insolencia no habría existido si no hubieras permitido que ella estuviera presente.

—Mi padre consentía la presencia de mujeres.

—A tu padre podíamos perdonarle esa debilidad, teniendo en cuenta su edad y sus muchas virtudes. ¿Pero dónde están tus virtudes, para que perdonemos que cometas esa falta a pesar de tu juventud?

Ucan quiso replicar que su juventud excusaba sus errores, pero entendió que en ese momento sería una muestra de flaqueza.

—Todos te retamos —dijeron los del consejo—. Todos te enfrentaremos en la Torre, uno por uno.

—Eso no se ha hecho nunca.

—La ley no impide que se haga, así que estamos obrando según la ley.

—Mi padre dictó la ley de la Torre para que ni siquiera el Padre quedara exento de los reclamos justos.

—Nuestro reclamo es justo.

Ucan no supo qué responder. No encontraba las palabras. Sabía que torcían el propósito de la ley, pero él no tenía la elocuencia de su padre.

—La Torre me dará la razón —respondió, sintiendo la debilidad de esa respuesta.

—Si te da la razón, serás nuestro Padre. De lo contrario, el vencedor lo elegirá.

Todos miraron de soslayo a Cutec, quien sonrió y alzó los brazos.

—Si yo fuera elegido Padre de la tribu, no permitiría la presencia de mujeres en el consejo. Para probarlo, ya mismo ordeno a la mía que se retire.

Tomó a su mujer del brazo y la sacó del círculo a la rastra, gruñéndole con ferocidad. La mujer lo miró con rencor pero se alejó. Los restantes miembros del consejo lo festejaron con una carcajada aprobatoria.

—En cambio —continuó Cutec—, ¿cómo podría demostrar Ucan su voluntad? Ni siquiera tiene mujer propia, ni siquiera tiene hijos carnales. Ucan pretende la obediencia del Pueblo cuando ni siquiera tiene la obediencia de un hijo. Sólo un milagro me convencerá de que Ucan es nuestro Padre. Y desde luego, seré su obediente hijo si la Torre le da la razón, porque eso sería un verdadero milagro.

E irguió la nariz filosa como un ave de rapiña.

10

—Cutec está violando las reglas.

—Las de ellos, no las nuestras.

—De acuerdo. Lo acepto. Pero hay algo más. Y tiene que ver con
nuestras
reglas. Hay algo que no está bien —dijo Mara.

—Totalmente de acuerdo. Tu disciplina no está bien. Después de las últimas inmersiones, no has hecho más que crear problemas. Estoy pensando seriamente en cancelar el proyecto, o al menos en pedir instrucciones al director.

—Seguramente ya lo has hecho, y seguramente él está muy interesado en que le hables sobre estos efectos, y en que el proyecto continúe.

—¿Es una acusación? Porque en todo caso sólo cumplo con mi deber.

Mara resopló.

—De acuerdo, Alan, si hablamos de cumplir con nuestro deber, tendrás que escucharme. Está pasando algo, y no es sólo porque yo esté histérica de cansancio y por los efectos laterales de las inmersiones.

—¿Qué está pasando?

—No sólo Cutec está violando las reglas. También nosotros.

—¿En qué sentido?

—¿En qué sentido? ¿Qué hay de lo que pasó ayer?

Alan se sonrojó.

—¿De qué estás hablando? —preguntó.

—No seas infantil, Alan. ¿Desde cuándo hacemos el amor durante una inmersión?

Alan agachó la cabeza.

—No te opusiste —murmuró.

—No, claro que no me opuse —concedió Mara—. Pero tu función es supervisar el proceso de justificación, y que yo sepa eso no es supervisar.

Alan la miró con una sonrisa que pretendía ser picara pero era vergonzosa.

—No lo pasaste tan mal —dijo.

—Prefiero no hablar de eso —suspiró Mara—. Es sólo uno de los síntomas. Pero hay algo que dijo Ucan.

—¿Algo que dijo Ucan? Ucan no se caracteriza por ser brillante.

Mara chasqueó la lengua con fastidio. Había algo en esa voz...

Celos. Alan estaba celoso. Los ojos de un Dios en celo, los ojos de un Dios celoso. No, no. No debía dejarse enredar por los estúpidos alardes de ingenio de su cinismo. Tenía que llegar adonde quería, y ya le costaba bastante aclararse las ideas y para colmo vérselas con los celos de Alan. No debía dejarse desviar.

—Voy a ignorar ese comentario —dijo—. Hasta ahora, las descripciones del Valle Radiante eran totalmente vagas, pero esta vez Ucan lo describió como el valle del gran pájaro.

—Con lo cual no avanzamos mucho.

—¿Te parece que no? Creo saber cuál es ese valle, Alan.

Alan la miró entre alarmado e intrigado.

—Esto te está afectando —dijo al fin.

Mara no respondió. Le hizo una seña para que lo acompañara al balcón. Alan la siguió sin mayor convicción. Mara señaló el cerro que evocaba la cabeza de un cóndor.

Alan la miró un instante, al fin cabeceó.

—Una escultura natural, como quien dice. Es notable. Nunca me había fijado.

—¿Nunca? ¿Después de tanto tiempo de estar aquí?

—Sólo veía un cerro más, Mara. Cada cual percibe cosas diferentes.

—De eso se trata, ni más ni menos. Cada cual percibe cosas diferentes, y nuestra observación «objetiva», Alan, está modificando las cosas.

—No me digas. Espero que tengas mejores argumentos que un cerro con forma de pájaro.

Mara señaló.

—Ucan mencionó la cruz que formaban las aguas. Aquellos dos ríos confluyen al bajar, y luego vuelven a bifurcarse, formando una cruz. Pero supongo que tampoco habías visto eso.

—Dos ríos que se cruzan no son precisamente un rasgo geográfico insólito.

—La cruz se ve sólo desde aquí arriba, Alan. Pero ya entiendo. No estás dispuesto a escuchar.

Mara regresó adentro, se sentó, se reclinó en el asiento. Alan la siguió con evidente impaciencia.

—Si estás sugiriendo que eso prueba que éste es el Valle Radiante...

—¿No te das cuenta de lo que está pasando?

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