Prométeme que serás libre (73 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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—Porque soy la esclava y no puedo sentarme delante de los clientes.

—¡Esclava después de once años! —exclamó Joan, obligándola a que se sentara—. ¡Qué iniquidad!

En aquel momento apareció en la puerta de lo que debía ser la cocina un hombre grueso que gritó:

—Julia! ¿Qué haces ahí sentada? —Y se acercó amenazante levantándole la mano—. ¡Vaga, inútil!

El joven se sorprendió de nuevo al oír el nombre con el que aquel individuo llamaba a su hermana. María se encogió en el taburete a la espera de recibir el golpe y Joan vio el rostro de su madre descompuesto por el miedo al mirar al hombre y a su hija. El posadero no descargó su mano, la dejó en el aire mientras sus ojos se abrían asombrados al notar el filo de una daga en la nuez de su garganta.

—¿Qué hacéis, caballero? —le dijo a Joan, respetuoso—. Esa es mi esclava y no está haciendo su trabajo.

—¿¡Tu esclava, hijo de puta!? —tronó Joan mientras le hacía andar hacia atrás pinchándole con su arma—. ¿Tienes una esclava cristiana vieja durante once años sin darle la libertad? ¿Y te llamas cristiano? ¡No me importa si tienes compradas a las autoridades de aquí, te denunciaré al obispo de Génova y te haré ahorcar!

Joan llevaba consigo un salvoconducto del Vaticano que Miquel Corella le consiguió y no hablaba en vano. La tenencia de esclavos cristianos estaba prohibida y la Iglesia solo la consentía, por tiempo limitado, en casos de rescates de guerra, como pago de deudas por insolvencia, o cuando un esclavo infiel hubiera recibido el bautismo recientemente. Se trataba de no perjudicar económicamente al propietario, que tenía la obligación de cristianizarlo. Después el amo debía establecer las condiciones para que el siervo ganara su libertad.

—Pero... —musitó el hombre.

—¡Esta mujer es mi hermana y te voy a arrancar los cojones antes de llevármela! —le cortó Joan gritándole presa de furor.

En aquel momento el posadero, con los hombros apoyados en la pared, los brazos abiertos y las palmas de las manos contra el muro, sin poder retroceder más y sintiendo la daga clavándosele en el cuello, se meó de miedo.

Aquello enfureció aún más a Joan, que guardó el puñal para emprenderla a golpes con el hombre, que sollozaba de miedo y vergüenza.

—¡Déjalo ya! —Era María, que intentaba separarlo de su víctima.

—Pero ¿no te das cuenta de lo que te ha hecho?

—Es igual, déjalo. Tiene una familia a la que alimentar.

Joan hizo el gesto de volverse de nuevo contra el hombre, que se cubría la cara con los brazos, pero Niccolò le detuvo.

—Dejadlo, Joan —le dijo—. Si lo matáis, os vais a perjudicar. Es mejor que la justicia lo ahorque. —Y dirigiéndose al posadero, le interrogó—: ¿O quizá queráis llegar antes a un acuerdo de amigos?

—¡Sí, por el amor de Dios! —exclamó el hombre—. Julia es ya libre. ¡Libre!

Aquella tarde Eulalia conoció a sus nietos y Joan a sus sobrinos. Tenían ocho y diez años y el posadero los esclavizó argumentando que sus padres, al ser desconocidos, podían ser paganos. No pudo evitar que fueran bautizados, pero continuó insistiendo en que eran de su propiedad.

Joan le pidió a Niccolò que los dejara a los tres solos y junto a su madre y hermana, entre lágrimas, sonrisas y amor, reconstruyeron lo ocurrido desde el asesinato del padre y su captura por los hombres de Vilamarí.

—Nosotras nos entregamos a los soldados y a los marinos de la galera —les contó la madre, en un relato crudo, refiriéndose a ella y a su amiga Marta, la madre de Elisenda y esposa de Tomás en Llafranc—. Les complacimos en todos sus deseos a cambio de que no ultrajaran a las niñas. Teníamos poco más de treinta años y estábamos de buen ver, así que todos aceptaron. Se conformaron con tocarlas un poco y cumplieron el trato. Pero, por más que me esforcé, no pude convencer a los tratantes de esclavos que nos compraron en Bastia —continuó con los ojos llenos de lágrimas—. Lo siento, María, no lo conseguí.

Joan recordó las facciones del esclavista Simone y de Andrea y apretó los puños con rabia. Él sabía dónde estaban aquellos miserables.

—A Elisenda también la violaron, pero, al estar poco desarrollada, pronto la dejaron en paz —dijo María—. Eso la salvó. Cuando la vendieron aquí en La Spezia, aún tenía buen aspecto y ahora es una mujer hermosa. Se ha casado con el hombre que la compró al enviudar este. Es mucho mayor que ella. Tienen una granja en el valle de Chiappa, cerca de aquí, ella es libre y vive con sus hijos. Su madre también recuperó la libertad, pero murió hace unos años.

—¡Oh! —exclamó Eulalia—. Pobre Marta.

—¿Y tú? —inquirió Joan.

—A mí las cosas me han ido de una forma muy distinta —repuso María agachando la cabeza—. Conmigo se ensañaron. Yo estaba ya embarazada cuando me separaron de mamá para venderme a esta posada. Al cumplir el tiempo, di a luz a mi hijo mayor, mis amos se portaron bien y me cuidaron.

—¡Naturalmente! —exclamó Joan—. No querían perder dinero contigo y trataban de ganar más haciendo esclavo a tu hijo.

—Cuando supliqué a mi amo que fijara un precio para redimirme, pidió sesenta ducados —continuó María sin reparar en la observación de su hermano.

—¡Sesenta ducados! —exclamó Joan indignado—. ¡Qué barbaridad! Ese tipo es un miserable. Es demasiado caro, no quería liberarte.

—No fue él, sino su padre. Pero cuando este murió él mantuvo el precio. Traté muchas veces de ahorrar, pero cuando reunía algún dinero, siempre enfermaba uno de los niños y lo gastaba en médicos. El amo pagaba mi médico, pero no el de ellos.

Eulalia abrazó a su hija acunándola para darle consuelo. Joan calló, pues sabía que la única forma en que una esclava podía ahorrar para su rescate era la prostitución. Los esclavos varones encontraban con relativa facilidad trabajos extras de fuerza física descargando en muelles o en los campos. Pero esos trabajos estaban fuera del alcance de las mujeres, que en su mayoría realizaban labores domésticas. Así que su única opción era prostituirse y cuando trabajaban en una posada, el propio posadero era el proxeneta y se embolsaba una buena parte del dinero. Estaba seguro de que ese era el caso de su hermana. Ni siquiera necesitó preguntarle por qué la llamaban Julia. Sabía que a las prostitutas sus alcahuetes las bautizaban con nombres de «guerra» que consideraban más provocativos. Ahora comprendía por qué, a pesar de que su madre preguntaba a los pescadores por ella, jamás le dieron noticias. Aparte de la distancia y de la incomunicación en que se encontraba Vernazza, a su hermana no la llamaban María, sino Julia, y era una prostituta, una innombrable.

—Eso terminó ya —le dijo Joan—. Ven conmigo y tus hijos serán mis hijos.

Las dos mujeres le miraron llenas de esperanza.

115

J
oan quiso ver a Elisenda y al día siguiente se encaminó junto a su madre, su hermana y Niccolò hacia la granja en que vivía con su marido. Después de pasar gran parte de la noche hablando con ellas aquella mañana andaba silencioso, sumido en sus pensamientos, por el camino bordeado de olivos y que ascendía ligeramente por el valle.

Sentía que su novia de infancia y la madre de esta abandonaron a María a su suerte cuando ellas alcanzaron la libertad. Joan pensó que quizá fue porque María se prostituía en la posada, aunque eso no las justificaba. Aun así, prometió a Tomás, su padrino, que rescataría a su hija. Claro que el buen hombre no debió de creerse la palabra de un mocoso de doce años, aunque eso no le eximía a él de cumplirla. Debía asegurarse de que Elisenda se encontrara bien y darle la oportunidad de regresar a Llafranc si ella así lo quería.

Desde que conoció a Anna y se enamoró de ella se había sentido culpable. Tenía la impresión de haber roto un voto sagrado con Elisenda y nunca se pudo librar del todo de aquel sentimiento de traición que persistía a pesar de las muchas justificaciones que encontraba. Saber que estaba casada y tenía hijos le produjo un gran alivio y deseaba verla no solo por curiosidad, sino para quedar eximido definitivamente de su promesa y sentir su conciencia tranquila.

La de Elisenda era una casa de dos pisos, tenía un aspecto cuidado y estaba flanqueada por unas higueras con los últimos higos mostrándose entre sus hojas verdes y un emparrado de colores ya amarillentos que aún conservaba algunas uvas doradas. Los perros ladraron y de la casa salieron unos chiquillos rubios de unos cinco y tres años que después de mirarlos volvieron a entrar dando voces. A continuación apareció una criada que se puso a llamar a su señora, al tiempo que contenía a los perros. Olía a puchero. Y al pisar el sendero que conducía a la casa, ella apareció en la puerta.

Joan contuvo el aliento. De inmediato reconoció en aquella mujer de vestido rojo las facciones de la Elisenda que él recordaba, su pelo rubio, sus ojos azules, pero mientras la niña le superaba a él en altura y esbeltez, la mujer era más baja y sus formas, redondeadas.

Los miró entre sorprendida e interrogante y de inmediato reconoció a María.

—¡Hola, María! —saludó cariñosa—. ¿Cómo estás?

Pero su mirada regresaba a sus acompañantes; buscaba respuesta a aquellas facciones que se le antojaban familiares sin poderlas identificar plenamente.

—¿No los conoces? —preguntó María.

—¡Son Eulalia, Joan y Gabriel! —gritó al fin Elisenda estallando en exclamaciones de felicidad.

De nuevo aclararon que Niccolò no era Gabriel, lo que no disminuyó su entusiasmo, y los hizo pasar a la casa invitándoles a vino, almendras, higos y pan dulce. En unos minutos se pusieron al corriente de los sucesos de los últimos años y Elisenda mostró su alegría al saber que su amiga y sus hijos eran libres y que todos iban a Roma con Joan. De cuando en cuando la mirada de Elisenda se enredaba con la de él, se observaban. Joan tuvo que darle la noticia de la muerte de su padre y, aunque quiso suavizarlo y evitó decirle que se suicidó desesperado por su pérdida, la expresión risueña de Elisenda se truncó en lágrimas. Joan rebuscó en su bolsa para sacar dos hermosos pedazos de coral rojo. Los recordaba bien, eran los mejores entre los que encontró cavando en la casa de Tomás. Se los dio a Elisenda, que le miró extrañada.

—Eran de tu padre —le dijo—. Y ahora son tuyos. No sabes cuánto te llegó a querer.

Ella los tomó y las lágrimas regresaron mientras los besaba. Después se levantó para abrazar a Joan y lo mantuvo un buen rato contra su pecho.

—¿Eres feliz aquí? —quiso saber él cuando se serenó—. ¿Quieres regresar con tus hijos a Llafranc?

Ella le miró extrañada antes de responder.

—¿Y qué íbamos a hacer allí? Mi vida está en esta granja, con mi marido.

Joan inquirió por el esposo, quería tener la seguridad de que su novia de la infancia recibía un buen trato. Pero las respuestas ambiguas de la mujer le preocuparon y conforme hablaban sintió que su sospecha se confirmaba. Notó la rabia crecer en su pecho; había prometido a Tomás cuidar de su hija y el desgraciado de su marido la maltrataba. Como el posadero a su hermana. Aquella sería su única oportunidad para enseñarle a aquel hombre a respetar a su esposa.

—¿Y dónde está ahora? —preguntó intentando disimular sus intenciones con una sonrisa.

—¿Por qué quieres saberlo? —inquirió Elisenda, extrañada por la expresión grave de Joan.

—Estamos en su casa, bebemos su vino y comemos su pan. No podemos irnos sin saludarle.

Ella dijo que se encontraba trabajando en el campo y accedió a acompañarlos para que lo conocieran. En el trayecto Joan iba pensando en cómo escarmentar a aquel individuo para que aprendiera la lección. Al fin llegaron a unos viñedos donde un grupo de personas trabajaban en la vendimia, recogiendo uva negra, la última de la temporada, y Elisenda llamó a su esposo.

Cuando el hombre se acercó, Joan vio a casi un anciano que andaba algo encorvado, con unos ojos azules claros que destacaban en su tez curtida por el sol y marcada por unas arrugas. El hombre se mostró afable, los saludó cordial y los invitó a sentarse en unos muretes de piedra que hacían de lindero ofreciéndoles unas uvas. Durante la conversación Elisenda le increpó varias veces, sin importarle la presencia de los visitantes, sobre los trabajos pendientes en la casa, la forma en que iba vestido y le reprochó que aquel día se entretuviera demasiado en la cama. El marido escuchaba paciente y de cuando en cuando miraba avergonzado a sus invitados. Al despedirse, Joan le dio un gran abrazo.

—Ánimo —le susurró para que solo él lo oyera—. Es una mujer con carácter, pero tiene buen fondo y merece la pena. Os deseo lo mejor en la vida.

Al regresar, Joan y Elisenda andaban juntos con los demás siguiéndolos. Sus manos llegaron a tocarse, era intencionado, y él sintió la tentación de cogerla como cuando eran niños. Pero se contuvo.

—Veo que te ha caído muy bien mi marido —dijo ella.

—Parece un buen hombre —repuso él—. Te felicito por la elección.

Ella hizo un gesto dubitativo que quería rebajar el elogio. Joan pensó que Elisenda tenía mucho carácter, tal vez demasiado y se preguntaba cómo hubiera sido su matrimonio. Quizá, al final, tuviera algo que agradecerle a Vilamarí.

Al llegar a la casa, Elisenda insistió en que se quedaran a comer. Aprovechando un momento en que los adultos se entretenían con los niños y las criadas preparaban la comida en la cocina, cogió a Joan de la mano y tirando de él lo llevó a un pajar cercano a la casa.

—Te he esperado media vida —dijo ella—. Pero has llegado tarde.

—Lo siento. Ha sido el destino.

—¡Me quedé con tantos besos que eran para ti! —continuó Elisenda. Tenía lágrimas en sus ojos—. Aún los guardo, los tuyos no se los di a nadie.

Él la abrazó, ella buscó sus labios y se unieron en un cálido beso. Después llegaron las caricias y Joan se decía que no debía corresponderle, que su amor era para Anna. Pero la pasión le inflamaba y quiso olvidar con Elisenda el dolor del rechazo de su amada. Al despojarse ella del vestido, él contempló impresionado un hermoso cuerpo, redondeado, rotundo, de mujer de veintitrés años, sin poder relacionarlo con el de la niña que recordaba. Por la desenvoltura que ella mostraba supuso que no era la primera vez que se ofrecía a un hombre que no era su marido. Pero se dijo que aquel no era asunto de su incumbencia.

Se amaron con un deseo frenético y al terminar quedaron unidos unos instantes. Él, aturdido aún por la pasión, le dijo:

—Me tengo que ir, me están esperando.

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