Prométeme que serás libre (75 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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Por mucho tiempo creyó que había fallado a su padre al no matar a Vilamarí, pero ahora pensaba que hizo lo correcto. De haber consumado su venganza, todo sería distinto, continuaría atado a la galera, o quizá le hubieran ejecutado.

Escribió en su libro, dirigiéndose de nuevo a su padre: «El amor triunfó sobre la venganza». Porque ahora comprendía que, inconscientemente, al perdonarle la vida al almirante y protegerle en la batalla, cerró un pacto con él. «Gracias a salvarle la vida a Vilamarí, él me dio la libertad y las pude rescatar a ellas», añadió.

A pesar de lo agitado del mar, Joan escribía en la proa de la nave, a cubierto de los frecuentes embates de las olas espumosas de un Mediterráneo otoñal. Se acercaba el atardecer y de pronto, en un día cubierto de nubes plomizas y amenazantes, se abrió un claro en el horizonte y los rayos del sol, brevemente, lo iluminaron todo. Joan llenó sus pulmones, gozando del olor a mar, y se dijo que era una señal. Su padre había recibido sus palabras, aprobaba su conducta y se sentía feliz.

Incluso jugando con sus sobrinos o conversando con su madre, su hermana y Niccolò, cuando el malestar de sus mareos le permitía al florentino hablar, Joan no lograba quitarse a Vilamarí de la mente. El almirante era un depredador, igual que el esclavista Simone. Pero Joan sabía que jamás podría sentir lo mismo por uno que por el otro.

A Joan le era indiferente que Simone o su hijo murieran de sus heridas, aunque él se contuvo para no matarlos. Eran alimañas.

¿Qué los diferenciaba de Vilamarí? Quizá el hecho de que forzaran a niñas, que disfrutaran haciendo sufrir a sus víctimas, que se mancharan las manos de sangre.

El almirante no hacía personalmente nada de eso, pero enviaba a sus hombres a robar y matar si era preciso, a esclavizar a inocentes y permitía la violación siempre que se cumplieran sus reglas y su orden. Su injusta justicia. ¿No era eso peor que lo que hacía Simone?

Vilamarí permanecía en la carroza de su galera con músicos amenizándole, un escribano leyéndole bellos poemas y un perfumista aliviándole del tufo que provenía de la chusma amarrada con cadenas a sus bancos, mientras sus hombres mataban, secuestraban y ultrajaban a inocentes. Era mucho más elegante que Simone, pero peor, porque obligaba a otros a ejecutar sus crímenes.

Joan pensaba que quizá el hecho de que fuera noble, vistiera ropas caras, hablara sobre libros de forma refinada y tuviera mucho poder le hacía ver al almirante con distintos ojos.

Un seductor criminal de guantes blancos.

Y aun así, se decía que no era eso, que había algo más. Quizá fuera que, aunque Joan lo rechazó al principio, le sedujo con su discurso de leones, gacelas y ovejas, en aquella noche tranquila de luna llena y nubes caprichosas cruzando el golfo de Tarento.

Vilamarí era un león y no gozaba matando, lo hacía por su supervivencia y la de los suyos. Por la victoria. Creía que cumplía con su deber, lamentaba los crímenes, pero dormía tranquilo. Eran muertos en combate y la victoria compensaba. Bajas necesarias.

Vilamarí era un pirata, sin embargo, era fiel a sus hombres y a su rey. Recordaba la admiración con la que Genís, cuando aún era el piloto de la
Santa Eulalia
, hablaba de él. De sus hazañas contra los turcos y de que nunca abandonaba a los suyos. El almirante sobrevivía tal como él entendía la supervivencia. Al frente de una flota y sirviendo al rey.

¿Y qué papel jugaba el rey? Cuando Vilamarí recibía las pagas del monarca o ganaba sus soldadas luchando por Nápoles o por el Vaticano, no asaltaba aldeas. Tampoco cuando apelando a la ley de guerra capturaba naves enemigas, y en ese caso repartía el botín escrupulosamente con su soberano.

El rey Fernando II de Aragón conocía muy bien a Vilamarí. Sabía que era un león y cuando había poco dinero se lo escamoteaba para dárselo a otros. Igual que Abdalá contaba que actuaban los emperadores romanos. Hacían pasar hambre a los leones del circo para que devoraran a los cristianos porque hartos no mataban. El rey sabía que Vilamarí iba a sobrevivir y estaría preparado para la próxima batalla, era su naturaleza. Y al soberano no le importaba lo que hiciera el almirante con tal de que nadie reclamara. Y si alguien importante se quejaba, entonces castigaba a la fiera.

El rey parecía estar detrás de todos los males. Permitió la esclavitud de los remensas, a pesar de que estos le ayudaron contra los nobles. Toleró su sufrimiento hasta que, obligado por el costo de la guerra, tuvo que suprimir algunas de las injusticias que él permitió aun conociéndolas de primera mano. La expresión de Joan de Canyamars cuando le decía que iba a cobrar al rey la deuda de sesenta sueldos regresó nítida a su memoria.

Impuso la Inquisición en sus reinos como forma de romper fueros y derechos en nombre de Dios, a la vez que engrosaba sus arcas. Joan recordaba la estampa patética de mosén Corró y su esposa desfilando hacia la muerte vestidos con sambenito y capirote amarillos y rojos, con una soga al cuello y una vela apagada en su mano. Las lágrimas acudían a sus ojos.

Y jugaba con sus generales como simples peones de ajedrez. Recordó al Tuerto disparando su arcabuz, con aquel ruido infernal y se encogió de terror como cuando era niño y vio caer a su padre.

Era el rey.

¿Sería el monarca realmente el enviado de Dios para conquistar Granada y Jerusalén para la cristiandad? Eso creían muchos. Quizá lo creyera el propio rey y pensara que como emisario del Señor sus altos fines justificaban los medios. Ya le perdonarían sus confesores en nombre de Dios.

Anotó en su libro una frase que recordaba haber escrito ya antes: «Poder es la capacidad de dañar a los demás», y después: «¿Justifica un alto designio el uso de medios miserables? Dios no puede estar con aquellos que causan sufrimiento al inocente».

Joan quiso compartir sus pensamientos con Niccolò. Este le escuchó con atención afirmando con la cabeza y añadiendo algún comentario a pesar del mal cuerpo que tenía a causa del continuo cabeceo de la nave. Cuando Joan le hubo expuesto sus razones, el florentino le dijo:

—El rey Fernando II de Aragón, rey también de Castilla junto a su esposa Isabel, actúa como lo que es: un gran príncipe del Renacimiento. No tengáis duda de que si vive lo suficiente, se cubrirá de laureles logrando grandes victorias.

Y salió a la carrera para asomarse a la borda y vomitar.

Unos días después Joan escribió: «Ni siquiera los leones son del todo libres».

118

L
a adaptación de las mujeres a Roma no fue fácil al principio, la gran ciudad, su bullicio y el griterío de sus gentes en las calles y en el mercado las intimidaba. A María en especial le costaba hacerse a la idea de que era libre y que la gente ya no la miraba con desprecio ni la consideraba un ser bajo y miserable. Con frecuencia las pesadillas en las que aún tenía un amo que abusaba de ella la despertaban en la noche. Pero Eulalia estaba allí para consolarla.

Les costaba entenderse con su italiano ligur y se refugiaban en la casa, donde se hicieron cargo de los asuntos domésticos, asentando su dominio en el primer piso. A Joan le preocupaba ese retraimiento y después de acompañarlas un par de veces al mercado, encontró la solución. En la posada de El Toro había una criada romana simpática y pizpireta, y le pidió a Vannozza que se la cediera unos meses para ayudar a la adaptación de su familia. Fue un acierto, la muchacha no callaba y obligaba a Eulalia y María a hablar continuamente en italiano romano. Al poco ya se entendían en el mercado y con las vecinas en un lenguaje cada vez más romano y menos ligur.

Niccolò insistió en que Joan recuperara los diez ducados de entre los casi treinta que le quitó a Simone y en que María y su madre se quedaran con el resto.

—No quiero ese dinero —le dijo Joan.

—Ni yo tampoco —repuso el florentino—. Yo ya cobro por mi trabajo lo que vos me pagáis. Diez ducados son vuestros y el resto proviene del sufrimiento de personas como vuestra madre y hermana. Es justo que sea para ellas, para lo que les plazca.

María y Eulalia recibieron la totalidad, nunca habían visto tanto dinero junto y al saber de quién procedía, decidieron aceptarlo. Ellas consideraban que la ropa adquirida en Génova era más que suficiente, pero Joan quiso comprarles vestimentas más lujosas. Recordaba el consejo de Miquel Corella cuando él llegó por primera vez a Roma.

A raíz del éxito obtenido con la criada de Vannozza, Joan contrató a un maestro para que tanto ellas como los chicos mejoraran su lenguaje, aprendieran a leer, escribir, sumar y restar. Aquello y tener su propio dinero aumentó la seguridad de las antiguas esclavas, que en su nueva vida empezaban a andar ya con la cabeza alta y con una sonrisa cada vez más frecuente en sus labios.

Joan contemplaba con satisfacción los progresos de su familia en su nueva vida y cómo se aproximaba el momento de abrir las puertas de la librería. Pero no era feliz. Le faltaba Anna. A principios de octubre había terminado el luto riguroso que la viuda se impuso, durante el cual solo salía de casa para ir a misa y a la librería. Su luto, aparte de vestimentas y mantilla negra, incluía no hablar con gente fuera de la familia ni contestar misivas, pero Joan no cesaba de enviarle cartas diciéndole que la continuaba amando, en las que relataba su viaje a Génova y los avances en la librería. También le contaba sus andanzas en Roma y describía a los personajes que iba conociendo. Sabía que ella amaba los libros y quería tentarla con su nueva vida. Esperaba su respuesta a partir de octubre, sin embargo, no la hubo. Joan desesperaba recordando que Anna le dijo que ya no le amaba y las terribles palabras con las que le despidió: «No os quiero ver más».

Al principio le escribía una carta casi diaria, después dos veces por semana y finalmente una. El desánimo hacía mella en él y la desesperanza llenaba su corazón.

Los que le querían, viendo su amargura, trataban de aconsejarle. Su madre y su hermana le decían que buscara a una bella romana y Miquel Corella le propuso algunas que serían además buenas alianzas, por influencias o por dinero. Niccolò, a su vez, tenía una lista de damas florentinas exiliadas que estarían encantadas de unir su destino al de un joven apuesto, con futuro prometedor y autoproclamado paladín de los libros.

Le decían que se olvidara de aquella napolitana de origen catalán que se creía noble por ser viuda de un caballero y que gastaba unos humos inaceptables. Pero la idea de renunciar a su amada desesperaba a Joan y su madre, al advertir su melancolía, le decía moviendo triste la cabeza:

—La tenacidad es una virtud de nuestra familia, pero lo tuyo con esa mujer es tozudez, terquedad. Sal a la calle y mira a tu alrededor; está llena de mujeres hermosas.

—Desperdiciar la juventud de esa forma es un pecado que ni el Papa puede perdonar —afirmaba Miquel Corella.

El valenciano le arrastraba literalmente fuera de la librería y junto a Niccolò iban a lugares donde las bellas taberneras se mostraban generosas no solo con el vino. Joan trataba de participar en el jolgorio, pero su mirada triste fija en el fondo de su vaso lo decía todo.

Recuerda, Joan, voluntad de vencer, acción de conjunto y sorpresa —le decía
Abdalá
en su carta—. La fórmula sirve para bastante más que para darle una paliza a un matón. Desde que te conozco has amado a Anna, nada te ha desviado de tu pasión. Convierte ese ardor en fe, rechaza el desánimo. Esa será tu voluntad de vencer. Planifica tu acción de conjunto. Debes saber todo lo posible sobre sus sentimientos; usa a tus amigos, a todo aquel que pueda saber de ella. Haz que no solo te informen, sino que sean tus embajadores. Y cuando estés seguro de saber lo que ella siente en lo más profundo de su corazón, escríbeme. Buscaremos la sorpresa. Mientras, reza al Señor y haz penitencia para fortalecer tu fe y tu voluntad.

Joan sentía un profundo respeto por Abdalá, pero se dijo que quizá aquello fuera una primera muestra de senilidad. ¿Qué sabría él de mujeres cuando apenas intercambiaba alguna palabra con las criadas y desde que perdió su libertad, haría ya más de veinte años, no tenía amores? ¿Y cómo iba a saber Joan, por mucho que preguntara sobre Anna, lo que ella escondía en lo más profundo del corazón? Le contestó agradeciéndole sus consejos, que seguiría como de costumbre. Pero la correspondencia en época invernal tardaba más de un mes en llegar a Barcelona y otro en regresar. Si conseguía saber lo que realmente sentía Anna, una vez escribiera a Abdalá y llegara su respuesta, casi sería ya primavera. No podría soportar la espera.

Aun lleno de dudas se afanó en poner en práctica los consejos del maestro. En el mismo correo de respuesta iba una súplica para Bartomeu con el fin de que escribiera a Pere Roig, el padre de Anna y antiguo camarada suyo en la guerra civil, para que este le hablara de los sentimientos de su hija. En otra misiva le rogaba lo mismo a Antonello. Era la única persona fuera de su familia con la que Anna hablaba durante el luto.

La respuesta del librero desde Nápoles llegó en solo dos semanas:

Angélica está muy triste, mi querido Orlando. Siente en ella toda la culpa de la muerte de su marido. Dice que si Ricardo no te hubiera visto en su casa, de no tener el corazón roto, jamás habría luchado hasta morir. Piensa que tú mataste a su esposo porque creías tener derechos sobre ella.

Es la viuda de un pequeño noble, pero su palacio son solo ruinas. Tu proclama de vuestro amor en la carabela y después su compra frente a los nobles angevinos destruyeron su reputación de esposa honesta. La familia de Ricardo Lucca dejó de hablarle y la herencia que le correspondería a su esposo nunca llegará al hijo que espera. El trabajo del padre como joyero permite que la familia sobreviva, pero con humildad. No puede costear una dote para su hija y el futuro de esta es parir a su hijo y mantenerlo en soledad y pobreza, con la única ayuda de sus padres. Lee y relee tus cartas imaginando y ansiando vuestra vida en Roma, pero ha decidido que no la merece. Quedó muy afectada después de vuestro último encuentro y prolongó su luto riguroso tres meses más. Pienso que aún os ama, aunque cree que vuestro amor es culpable y pecaminoso. Está maldito por Dios. Se culpa por su infidelidad y pasa los días rezando, suplicando perdón, mientras siente cómo crece su hijo en sus entrañas. La hermosa mujer que conociste tiene sus ojos enrojecidos por el llanto y los hoyuelos de su sonrisa se han borrado de su rostro.

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