Prométeme que serás libre (79 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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Miquel Corella quería que aquella fuera la mejor librería de Roma y que se hiciera una inauguración tan espléndida como ninguna otra antes en la ciudad; él le prestó el dinero y la dama puso sus relaciones. Joan pensaba que era excesivo, pero comprendió que Miquel no buscaba solo la promoción de su negocio: quería convertir aquella fiesta en un acto político, una demostración más de la fuerza de su clan. Joan insistió a Vannozza para que invitara también a romanos de familia, no deseaba que su librería fuera solo de
catalani
.

Miquel, que le oyó, le dijo:

—Es lícito que tengas ambiciones, aunque no te equivoques creyendo que podrás atraer a todo el mundo. En esta ciudad todos saben a quién deben ser fieles.

—No entiendo qué queréis decir —repuso Joan.

—Bien sabes que Roma está llena de familias y clanes que luchan por el poder. Algunas son enemigas declaradas de nuestro Papa. Debes tener muy claro de qué lado estás.

—Sé bien a quién debo ser fiel —dijo el joven.

—¿A quién? —le interrogó, severo, el valenciano.

—A Alejandro VI y a su clan.

—Pues ten en cuenta que los demás también saben a quién le deben fidelidad y a quién se la debes tú.

Joan guardó silencio molesto por una advertencia que consideraba innecesaria. Miquel percibió su incomodidad y sonrió dándole una palmada en el hombro.

—Amigo mío —le dijo—, hagas lo que hagas, aquí en Roma todos te verán siempre como uno de los
catalani
.

Joan tuvo que rendirse a la evidencia. Su librería tuvo éxito desde el mismo instante en que abrió sus puertas porque Miquel Corella y Vannozza movieron sus contactos hasta convertirla en lugar de reunión de los partidarios del papa Alejandro VI. No solo acudían naturales de los reinos de Isabel y Fernando, sino también portugueses, napolitanos y la amplia colonia de exiliados florentinos, aliados con el pontífice contra Savonarola. Dejarse ver en la librería y comprar libros era un gesto de amistad hacia el poder que controlaba Roma. Muchos romanos empezaron también a frecuentarla.

Cuando a principios de abril Joan partió hacia Nápoles para asistir al nacimiento de su hijo y casarse con Anna, tenía la tranquilidad de saber que el éxito de la librería continuaría en su ausencia. Al frente de la tienda se encontraba Niccolò, que demostraba gran habilidad con los clientes; y dirigiendo el taller de encuadernación, Giorgio. Las excelentes ventas dieron confianza al joven librero, que contrató a tres florentinos más, dos de ellos para instalar la imprenta y varios aprendices romanos. Firmó otro contrato de alquiler por una casa colindante para instalar en su planta baja un gran salón, bastante mayor que el de Antonello, continuación de la librería, que decoraría con estantes de libros y ventanas luminosas para que los clientes tuvieran lugar donde hablar a la vez que revisaban libros. El resto del espacio lo ocuparía la imprenta y en la primera planta vivirían su madre, su hermana y sus sobrinos. Reservaba para la familia, que formaría con Anna y el bebé, la planta primera del otro edificio. «El casado casa quiere», le dijo su madre, y Joan se apresuró a anotarlo en su libro. Podía saber de literatura, cañones y naves, pero en aquel tipo de asuntos era un principiante.

Cuando Joan regresó a Nápoles, supo que Anna había tenido un niño varón. Continuaba convencido de que era su hijo, a pesar de adelantarse casi un mes a lo previsto, pero cuando Anna lo puso en sus brazos, vio que era un hermoso y rollizo bebé de varias semanas sin aspecto de prematuro. Joan lo levantó con sumo cuidado, sus miradas se encontraron y descubrió en la del niño los ojos acusadores de Ricardo en el momento de su muerte. El bebé se puso a llorar desconsolado y él, estremecido, lo tuvo que devolver a su madre, las manos le temblaban y temía que se le cayera.

—¿Estáis bien? —preguntó Anna, preocupada.

—Sí. Es solo el cansancio del viaje —repuso abrumado.

¡Eran los ojos de Ricardo! ¡Su mirada al morir! Joan se dijo que era su imaginación, que no podía ser y salió a dar un paseo. Pensaba que su culpabilidad le hacía ver lo que no era. A su regreso quiso observar al niño. La misma mirada se clavó en sus pupilas como un puñal. Y Joan supo que aquel era el hijo del hombre al que mató y que todos los días que le quedaran de vida aquellos ojos le recordarían su miserable crimen.

«Es él», escribió consternado en su libro. «Es él, que ha vuelto en su hijo.»

125

A
mediados de abril tuvo lugar la boda en San Lorenzo Maggiore, una esbelta iglesia franciscana bajo cuyos arcos góticos él recibió el ansiado sí de su amada. Joan tenía ya veinticuatro años y ella aún veintitrés. Cuando el sacerdote los declaró marido y mujer, el joven se sintió lleno de gozo y aliviado. La mano de Anna lucía el nuevo anillo que Joan le había comprado. Representaba el fin de la angustia. Era el símbolo de la penitencia, del perdón, de la redención y la felicidad que prometía
El libro del Amor
. ¡Había luchado tanto por ella! Cuando después de besarse, se miraron sonrientes a los ojos, él no podía creer su fortuna. Ahora estarían todo el tiempo juntos.

Fue una ceremonia discreta, con la asistencia de los padres de Anna y un par de amigos por parte de la novia. Genís Solsona, el capitán de la
Santa Eulalia
, fue el padrino de boda del novio. Joan sospechaba que a él y a su amistad le debía gran parte del afortunado rescate de Anna y de su feliz licencia de la galera.

No sabía cuándo volvería a verle, pues la flota de Vilamarí regresaba a España. El rey Fernando, para debilitar a los franceses impidiéndoles que enviaran refuerzos a Italia, abrió un nuevo frente atacando Francia desde Cataluña. El contraataque fue durísimo, los ejércitos españoles retrocedían y los corsarios franceses devastaban la costa. Las órdenes para Vilamarí eran capturarlos o hundirlos. Joan se dijo que el rey acertaba de nuevo. Nada mejor que un pirata para acabar con otro.

También los acompañaban Antonello de Errico con su esposa María y el matrimonio invitó a todos a un banquete nupcial en el comedor de su casa en el primer piso de la librería.

—¡Por la felicidad de Orlando y su amada Angélica, libreros! —brindó Antonello, festivo como siempre.

Joan lamentó no tener allí a su madre, a su hermana, a Gabriel, Bartomeu y Abdalá. Las distancias hacían su presencia imposible. A ellas las vería pronto y a ellos no sabía siquiera si los volvería a ver. Pero fue recibiendo sus cartas de felicitaciones y buenos deseos. Gabriel le anunciaba su propia boda con Ágata, la hija menor de Eloi, y explicaba entusiasmado que entre cañón y cañón fundió con éxito una gran campana, a pesar de la aleación tan quebradiza que se precisaba para obtener la resonancia adecuada. Tenía un sonido maravilloso y todos, dentro y fuera del gremio, se admiraban. Era un hombre feliz y le enviaba una campanilla de plata fundida por él y grabada con sus nombres.

En su carta, Bartomeu le daba la enhorabuena diciéndole que solo alguien tan obstinado como él podía conseguir al fin a Anna. Le decía que felicitaba, en otra carta, a su amigo Pere Roig porque no podía encontrar un mejor yerno. Y le anunciaba ilusionado que su nueva esposa esperaba un hijo. La noticia le produjo a Joan una gran alegría. Después de un primer matrimonio estéril y de enviudar a causa de la peste, el mercader se casó con otra rica heredera. Ahora debía cuidar también de un boyante negocio de paños, pero su corazón continuaba con los libros. Joan sabía que su amigo comerciaba de nuevo con libros prohibidos y que su viejo maestro musulmán era su cómplice en la transmisión de la cultura perseguida. Rezó por ellos, para que se mantuvieran a salvo de la Inquisición.

En cualquier caso, el regalo más emocionante fue la bendición que Abdalá le enviaba en distintos idiomas, escrita con la bellísima caligrafía de sus mejores tiempos.

En el pergamino se dibujaban los elegantes y largos trazos de la escritura andalusí, los apuntados de la gótica, los signos hebreos y la pulida letra italiana redondilla. Para alguien que supiera apreciar el arte caligráfico, aquella era la mejor de las joyas. Pero Joan sabía que aquellos trazos, aquellas letras, aquellas frases, eran algo más. Al dibujarlos, el granadino se convertía en sacerdote y aquellos signos eran oraciones al Señor, en distintas lenguas, caligrafías y religiones. El máximo exponente de lo mágico y lo sagrado de las letras. Leyendo, deleitándose en aquel arte, Joan notaba en su cuerpo y su espíritu la gracia de sus bendiciones.

Al pensar en Gabriel y en sus amigos, Joan escribió en su libro emocionado: «Gracias, Señor, por la gente maravillosa que pusisteis en mi camino. Ni mil tesoros sarracenos igualarían su valor».

A los pocos días bautizaron al niño. Le llamaron Ramón, igual que el padre de Joan. Fue una iniciativa de Anna que el joven agradeció desde lo más profundo de su corazón.

Anna se mostraba más entusiasta aún que Joan con la librería y estaba impaciente por partir. Tomó como propio el trabajo de inventariar y clasificar los libros que él pidió a Bartomeu. La entrada por mar a Roma continuaba bloqueada y Nápoles era una vía segura para las importaciones desde España. El joven librero se sorprendió al conocer que su esposa había encargado libros por su cuenta a un par de impresores locales y al propio Antonello.

—Va a ser mejor librera que tú —le decía el napolitano a Joan entre risas—. No sabrá encuadernar o imprimir, pero sabe de libros y tiene buen olfato para lo que quieren los lectores.

La siguiente sorpresa fue conocer que Anna, con el crédito de Innico d'Avalos y la ayuda de Antonello, compró un par de carros, varios caballos y ya tenía decidido el convoy, fuertemente armado, al que se incorporarían y que saldría en tres días de Nápoles. Incluso apalabró los servicios de un par de arrieros y una criada napolitana dispuesta a vivir en Roma.

—Podríais haberme esperado para decidir todo esto —le dijo Joan, ceñudo.

—Regañadme si he hecho algo mal —le retó Anna sonriente.

Joan ya había revisado aquellas compras y, fuera de algún libro que ella seleccionó y que podía ser cuestionable, todas las decisiones eran correctas. Pero comprendió que era mejor abstenerse de criticar lo que no le convencía. Ella podía estar en lo cierto y no deseaba hacer el ridículo e incomodar a su bella esposa tan pronto en su matrimonio.

Anna interpretó el silencio de Joan y que este relajara sus cejas como el aprobado a su gestión y lo agradeció ampliando su sonrisa al igual que si recibiera un cumplido. Después le besó y al poco corrían hacia el dormitorio para amarse entre risas.

—Venga, reconocedlo —le decía ella graciosamente incisiva—. Decidme que lo he hecho muy bien.

Joan se resistía siguiendo el juego, pero al final tuvo que elogiar sus iniciativas. Ella le miró sin abandonar su sonrisa.

—¿Y qué esperabais si no?

Él sintió que la amaba como nunca y, aun preguntándose con recelo hasta dónde podría llegar ella, repuso:

—Esperaba lo mejor.

Emprendieron el viaje cuando se decía que Gonzalo Fernández de Córdoba marchaba ya con su ejército contra las posiciones francesas de Cosenza.

La primavera llenaba los campos de flores y Joan, con espada al cinto y sombrero de caballero, montaba un alazán manteniéndose siempre cercano a su esposa. En el carro donde viajaban Anna y la criada instalaron una pequeña hamaca que suavizaba las sacudidas del camino. Ramón se balanceaba cómodamente en ella, el movimiento le producía sueño y dormía la mayor parte del camino, con lo que lloraba por la noche. Joan aprendió a acunarlo y a sujetarle para propinarle aquellas palmaditas en la espalda que le hacían eructar después de la comida y quedarse dormido satisfecho, con una sonrisa. Cada día trataba de hacerlo un poco más suyo, cumpliría su promesa; cuidarle suavizaba el dolor con el que su conciencia aún le castigaba. Era un bebé hermoso. ¡Hubiera deseado tanto que Ramón fuera su hijo! Pero cada vez que lo miraba se convencía aún más de que aquellos ojos que a veces le escrutaban eran los de Ricardo.

En el carro de Anna iban los enseres domésticos, aunque casi toda la carga eran libros y el segundo carro se destinaba exclusivamente a estos. Ella pensó que en Roma sería fácil encontrar lo necesario para la casa, pero no aquellos libros, y por lo tanto eran prioritarios. Joan tuvo que darle la razón. Lo único que él compró para el viaje fueron balas, pólvora y un par de buenos arcabuces que siempre mantenía en el carro, listos para disparar.

Anna se sentía muy feliz e ilusionada camino a Roma. Veía a Joan en su alazán siempre cercano al carro, que le sonreía, alto y apuesto, con su fuerte nariz, algo aplastada, que lejos de afearle le hacía más viril, y esos ojos castaños que la acariciaban al mirarla. Sabía que los protegía a ella y a su hijo; junto a él nada malo les podía ocurrir.

Dejaba atrás Nápoles y aquellos días terribles de depresión, culpa y remordimientos; y ansiaba tomar posesión de aquel nido de cariño construido sobre la librería de Joan. Y muy cerca de ella, bajo el banco de su asiento, guardaba
El libro del Amor de Orlando a Angélica
. Nunca se separaría de él.

126

J
oan cuidó todos los detalles para que la fiesta alcanzara el brillo que el clan requería. Hizo preparar una hoguera para que prendiera al ocaso y que quemaría durante la noche siguiendo la tradición de San Juan; habría cohetes, petardos y una traca, todo al estilo español. El Largo dei Librai se decoró con guirnaldas de todos los colores que lo cruzaban de lado a lado y farolillos que se encenderían al anochecer. Habría música y dispuestos en aparadores, vino, limonada, clarea, coca dulce y salada, y después aromáticos capones y patos asados, confites y otras golosinas. Unos criados servían las mesas repartidas por la plazuela.

Vannozza cumplió con creces su palabra, invitando incluso al propio Papa, que rehusó amablemente al tiempo que enviaba su bendición. Pero entre la multitud acudieron sus hijos y con ellos toda la atención de Roma. Vannozza hacía las veces de anfitriona, instruía a Anna sobre la sociedad romana y la acompañaba de grupo en grupo presentándola a todas las damas. Sin embargo, la librera era una alumna aventajada y conocía ya con anterioridad a un buen número de los asistentes.

Joan la veía desenvolverse con gracia y seguridad. Anna brillaba entre los invitados y él se decía que aquel era el lugar que por naturaleza le correspondía a su esposa. Ella decidió romper su luto vistiendo a la moda valenciana, como sabía que lo harían varias de las damas, aunque con un escote moderado. Estaba elegante, discreta y bellísima.

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