A su llegada a Roma, casi dos meses antes, Anna se incorporó a la librería ayudando a Niccolò. Una de sus primeras dientas fue Sancha de Aragón y Nápoles, princesa de Esquilache, casada con Jofré Borgia, el cuarto de los hijos de Vannozza y Alejandro VI. Aquel infeliz matrimonio, donde ella a sus diecisiete años mostraba una gran belleza sensual y miraba a los hombres con descaro y él era un inseguro muchachito de solo quince, era el resultado de la alianza política del Papa con Nápoles.
La princesa supo que Anna era viuda de un noble napolitano, sentía nostalgia de su tierra y le encantaba hablar con ella en su lengua sureña. A pesar de su aspecto exuberante, provocativo y sensual, Sancha amaba los libros y la poesía. Se hicieron grandes amigas.
Anna ordenó a los músicos que descansaran unos momentos para que Sancha de Aragón recitara sus poemas dando la bienvenida al verano en Roma. Todos la ovacionaron.
Anna se sentía señora de su casa, y disfrutaba siendo uno de los centros de atención. Había pasado de repudiada e ignorada por los pequeños nobles angevinos napolitanos, a ser una persona importante en la Ciudad Eterna y la amiga de una de las princesas de la dinastía gobernante en Nápoles. Se sentía más que reivindicada.
Sancha iba acompañada por sus amigas inseparables, Lucrecia Borgia, la tercera de los hijos de Vannozza, que mostraba a sus dieciséis años una belleza dulce y serena, y Julia Farnesio. A Julia la llamaban «Giulia la Bella», tenía fama de ser la mujer más hermosa de Roma y era, con veintidós años, la amante del Papa desde hacía un tiempo. Alejandro VI tenía sesenta y cinco, pero se rumoreaba que continuaba potente como el toro del escudo de los Borgia.
Julia, Lucrecia y Sancha eran conocidas en Roma como las «tres mujeres del Vaticano» y se convirtieron en el centro de la fiesta. Lucían espectaculares vestidos a la moda española, llegados de Valencia, de vivos colores y amplios escotes cargados de pedrería. Pidieron a los músicos que tocaron «la alta y la baja», baile cortesano de moda en España, y no les faltaron ni galanes con quienes bailar ni damas ni caballeros que se unieran a la danza.
Joan atendía a los señores, entre los que destacaban los cardenales afines al clan. Y entre ellos estaba César Borgia, el segundo de los hijos de Vannozza y el Papa, obispo de Pamplona y arzobispo de Valencia. César destacaba por su gallardía y al contrario del resto de los cardenales, que vestían togas blancas cubiertas por mantos púrpuras y un bonete del mismo color, él iba de negro, como un caballero a la moda española. Lucía un amplio sombrero emplumado, también en negro con un broche de oro, y su condición eclesiástica no le impedía mostrar espada y puñal en su cinto. Era bien parecido y estaba acostumbrado a las miradas más o menos tímidas de las damas, a las que él correspondía con una sonrisa.
Fue uno de los primeros en interesarse por los libros adquiriendo, entre otros, un ejemplar en latín del
César en las Galias
. Su gesto, para satisfacción de Joan, fue imitado por todos los invitados.
Miquel Corella apareció junto a su hermano Ricardo y muchos de los oficiales del ejército del Papa y sus esposas. Se les veía gallardos y altaneros, eran los dueños de Roma. Establecieron una guardia armada cortando las calles adyacentes y por seguridad solo se permitía el acceso a los invitados.
—La fiesta está bien, pero la próxima vez que abras una librería en Roma, tienes que ofrecer una corrida de toros a los romanos —le dijo Miquel a Joan—. Les encantan y eso es lo que esperan de nosotros, los
catalani
. Alejandro VI ha dado varias, la primera fue para celebrar la toma de Granada por Isabel y Fernando cuando aún era solo cardenal. España está de moda en Roma y no hay que bajar el nivel.
—Tendréis que comprarme muchos libros antes de que pueda costear semejante fiesta —repuso Joan con una carcajada.
En una mesa se sentaba su madre, con sus mejores galas, departiendo con las vecinas, sin quitar ojo de sus nietos, que jugaban con otros niños. A Joan le admiraba la rapidez con que a su edad aprendió a leer y a escribir para cartearse con Gabriel. En otra, su hermana María, con aspecto fresco y saludable, reía las gracias de un sargento aragonés que la cortejaba. Joan sonreía al verlas.
Ambas se mantenían atentas al trabajo de los criados para que no le faltara nada a los invitados y en un par de ocasiones Eulalia se acercó a Anna para sugerirle que, como señora de la casa, diera las instrucciones pertinentes. La joven librera se lo agradecía con una sonrisa; después de unos días de tanteo las tres mujeres congeniaron y gracias a la dedicación de Eulalia y de María, ella podía socializar sin preocuparse.
También estaba presente lo más granado de la colonia florentina opositora a Savonarola con Niccolò y Giorgio a la cabeza.
—¡Qué alivio ver una hoguera solo con leña y sin libros! —comentó Niccolò.
Joan, sonriendo, les repitió el lema de su librería:
—Caballeros, por cada libro que queme Savonarola, nosotros imprimiremos diez.
El joven veía cómo sus sueños tomaban cuerpo frente a sus ojos de forma tan esplendorosa como jamás pudo imaginar. Miraba a su alrededor y se sentía muy feliz, le costaba creer que aquello estuviera sucediendo.
Aunque no se engañaba, la fiesta era una demostración de fuerza de los
catalani
. Y todo aquello sería tan efímero como lo fuera el clan. Recordaba las palabras de Miquel Corella: «Tendrás que luchar».
En cualquier caso, aquel era un día muy hermoso y Joan estaba dispuesto a gozarlo intensamente.
H
ubo un momento, antes del atardecer, en plena fiesta, en que Joan miró al cielo y se ausentó. Percibía el olor a leña quemada mezclado con la pólvora de los petardos y el aroma de los patos y capones asados. Oía la música, las conversaciones a gritos, las risas. Paladeaba la clarea de su copa, notaba el sabor del vino blanco, la canela, la pimienta y otras especias que la sazonaban. Veía los colores de las guirnaldas que decoraban la plaza, rojo, azul, amarillo... Los de las damas danzando, verde, carmesí, índigo. Contemplaba a sus invitados divirtiéndose, conversando, discutiendo. Pero él no estaba allí. Estaba en el cielo.
Buscó con la mirada a Anna hasta encontrar su vestido grana en un corro de damas. Continuaba espléndida. Dejó su copa y fue en su busca.
—¿Me permitís, señoras? —dijo con una inclinación de cabeza—. Os robaré a mi esposa solo unos minutos.
Tomó a Anna de la mano y las señoras le concedieron licencia acompañándola con risitas picaras.
—¿No querréis que baile? —preguntó extrañada mientras se la llevaba.
Él sonrió negando con la cabeza y le dio un beso en la mano.
—¡Sorpresa! —dijo.
La condujo a la casa y al primer piso. Allí se encontraba el pequeño Ramón, despierto en su cuna, al cuidado de la criada napolitana. Estaba a punto de cumplir cuatro meses. Joan le hizo unas gracias y el bebé pataleó contento. Lo tomó en sus manos y lo puso sobre su brazo derecho, que formaba una cuna, al tiempo que sujetaba su piernecita para mayor seguridad. Su mano izquierda buscó la de Anna y los llevó escaleras arriba hasta la pequeña azotea del segundo piso.
El murmullo de la fiesta se oía distante y Roma ya olía a verano. Joan miró al cielo. Las nubes que años antes le mostró su padre lo poblaban. Brillantes, llenas de luz, cambiantes. Y en ellas se movían aquellos seres etéreos. Buscó las gaviotas, las había en Roma en abundancia, pero volaban distantes. En cambio, muchas golondrinas surcaban su pedazo de cielo, rápidas, decididas, cruzándose, persiguiéndose en ocasiones, piando sin cesar.
—Fíjate, Ramón —le dijo al niño con dulzura—. Ellas son libres como nosotros. No necesitan tocar el suelo ni siquiera para beber. Solo requieren de un nido colgado de un alero, al igual que tú y yo precisamos de la familia.
El niño no comprendía, pero gozaba del tono entre amoroso y divertido de Joan. Balbuceó sonriendo con su boca desdentada. Joan le miró a los ojos y vio en ellos los de Ricardo. También le sonreían.
—Mira, fíjate bien. —Y soltándole la mano a Anna, le señaló las nubes—. ¿No ves a los seres del cielo?
Ramón rio.
—¿No ves aquel león a punto de saltar? No importa si aún no los ves. Pronto los verás. Fíjate, ¿a que aquella nube parece un libro abriendo sus hojas?
Joan no pudo continuar. Anna se había situado frente a él y con sus manos le cogió la cabeza para que apartara sus ojos del cielo y la mirara a ella. Conocía bien la historia de Ramón y las nubes; tenía los ojos llenos de lágrimas. Ella le besó y los tres se unieron en un abrazo.
—Aún tenemos una deuda —murmuró Joan al oído de Anna—. Pero la pagaremos, día tras día y año tras año, con amor.
Ella se apretujó más aún contra su cuerpo y Joan sintió que se estremecía en un dulce sollozo.
Se dijo que en aquel día de solsticio, por primera vez desde el asalto a su aldea, no sentía ni odio ni miedo. Era como recuperar la paz de la infancia. Una dulce esperanza llenaba su corazón, se sentía capaz de todo.
Al amanecer, cuando terminó la fiesta, Joan escribió en su libro: «Ni odio, ni rencor, ni miedo. Casi ni remordimientos. Solo libertad, esperanza y amor».
Pero las nubecillas ya no estaban, el cielo se había cubierto de nubes densas y oscuras. Un trueno sonó en la lejanía. Un vendaval se desató, sombreros y capas volaron y los invitados rezagados, algunos trastabillados por el alcohol, huyeron hacia sus casas. El viento destrozó las guirnaldas multicolores, arrancó los farolillos y dispersó las cenizas de la hoguera avivando los rescoldos y arrastrándolos, rojos de fuego, por la plaza. Poco después los truenos rasgaron el aire, los relámpagos iluminaron aquel amanecer oscuro y un diluvio cayó sobre Roma.
Sin saber por qué, Joan, que lo contemplaba desde su ventana aún con la pluma en la mano, escribió la frase que tanto repetía el viejo Abdalá:
«Solo Dios es vencedor. Amparadnos, Señor».
Miró al interior de la habitación; sujeta tras de la puerta estaba la azcona de su padre y sobre la mesilla descansaba
El libro del Amor
.
Joan ajustó los postigos de la ventana para acudir a la cama donde Anna consolaba a Ramón, que se había despertado con los estampidos, y los tres se dieron calor. Las sábanas despedían un suave aroma a espliego y lactancia.
F
IN
S
e ha llevado a cabo una rigurosa investigación para reconstruir los lugares y costumbres de la época, así como el pensamiento propio de esta. Tanto los sucesos históricos como los nombres y biografías de personajes de rango elevado tales como reyes, gobernadores, papas y generales que aparecen en el relato se ajustan a las crónicas del momento.
A continuación, el lector interesado encontrará algunos datos complementarios referentes a personajes relevantes en el relato. El orden de exposición en el glosario coincide con el de su aparición en la novela.
BARTOMEU SASTRE
Fue un mercader de la época del que se conservan algunos documentos. En uno de ellos se recoge la venta a mosén Pere Carbonell, un conocido y entusiasta bibliófilo, de un ejemplar manuscrito en latín por el precio de cinco libras y dos sueldos.
Ya en la época existían contratos escritos de representación en virtud de los cuales bachilleres o estudiantes vendían libros a cambio de una comisión. El latín era imprescindible para un comerciante de libros.
CRISTÒFOL DE GUALBES
Cristòfol de Gualbes, de familia noble, fue nombrado prior del convento de Santa Anna en 1462 y falleció en 1507. La dignidad de prior de Santa Anna conllevaba títulos y derechos feudales como los de señor de Miralles y Palafrugell. Habitaba en una casa fuera del convento.
Tal como se describe en la novela, los conflictos por razones económicas entre el prior y la comunidad constituida por el suprior Antoni Miralles y los frailes Jaume Sauró, Llorenҫ Camnadel, Miquel Gilabert, Francesc Amiguet, Nicolau Valls, Melchor Coma y Jaume Segur eran frecuentes.
El prior debía suministrar pan, vino, tocino, aceite, sal, leña y ajos a la comunidad de las rentas obtenidas con el patrimonio del monasterio, que manejaba a su antojo. Y alegando razones económicas escatimaba el abastecimiento a los frailes. Estos completaban su sustento con lo que producía el huerto y las limosnas. Las principales procedían de los aniversarios de difuntos, durante los cuales los frailes ayunaban y rezaban por el bien del alma de los fallecidos.
El conflicto entre el prior y la comunidad alcanzó tal magnitud que tuvieron que mediar el obispo e incluso los consejeros de la ciudad. El 12 de octubre de 1482 se firmó un documento de concordia entre el prior Gualbes y todos los frailes arriba mencionados. Pero el conflicto no cesó y unos años más tarde se firmó otro documento de acuerdo entre el prior y el suprior Antoni Miralles como representante de la comunidad.
Los principales edificios del convento, iglesia, sala capitular y claustro, se conservan en la actualidad, a excepción del llamado noviciado, que contenía las cocinas, la enfermería y el refectorio, tal como se relata en la novela. El refectorio era una gran sala situada en el primer piso en la que el 10 de mayo de 1493 se iniciaron las cortes catalanas presididas por el rey Fernando II el Católico y que se prolongaron varios meses.