Prométeme que serás libre (78 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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El relato insistía en que fue la fortuna la culpable y que nada tuvo que ver Angélica ni su amor. Contaba de forma trágica que Ranaldo era un caballero valiente que, en lugar de esconderse, como hicieron la mayoría de los nobles en la carabela, luchó. Y que si en lugar de luchar hubiera entregado el arma, al igual que los demás, cuando todo estaba perdido, aún viviría. Fue su propio valor él que le condenó.

Joan tenía el alma en vilo, conocía de memoria cada letra, palabra y página de aquel libro y Anna entraba en la parte más delicada, los párrafos cruciales de la historia. Era muy consciente de que escondidas entre verdades y adornadas con florituras líricas se ocultaban mentiras. Pero no dejaba de ser una versión dulce de lo ocurrido en la muerte de Ricardo, que su viuda solo podía suponer, ya que no presenció el combate. Ella solo sabía lo que él le dijo con sus arrebatadas e imprudentes palabras. Ahora trataba de corregir su error. La cruda verdad era demasiado terrible incluso para él mismo y no le importaba mentir con tal de aliviar la pena de su amada.

Ella frunció el ceño y las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Pensaba en Ricardo, que en efecto era viril y valiente, pero se decía que si él no hubiese visto a Joan en su casa, también hubiera rendido su espada. Y aún viviría. Conforme avanzaba, parecía que el libro era capaz de leer sus pensamientos y argumentar para convencerla.

... Ranaldo era un hombre cabal y luchó hasta el fin por alguna de esas incomprensibles razones por las que algunos hombres y mujeres mueren pudiéndolo evitar. Por honor, por amor a los suyos, por patria o dignidad.

Anna sacudió la cabeza negando. Quizá fuera cierto aquello, aunque su instinto le dijera lo contrario, quizá todo fue un desdichado infortunio, pero no les eximía de culpa ni a ella y ni a Joan. De nuevo el libro trajo respuesta a sus pensamientos.

Orlando y Angélica se amaban y ese fue su gran pecado, un pecado inevitable que muchos llaman virtud.

La joven detuvo su lectura y evaluó las páginas que le quedaban por leer, pocas, pensó.

Aun así su pecado requería penitencia para que ese enorme y maravilloso amor que ambos sentían no se perdiera injustamente.

Nada se pudo hacer por Ranaldo, una vez muerto, más que rezar por su alma, darle un entierro digno y que su viuda le honrara con su dolor y luto. Y ella lo hizo con creces.

Miró las vigas del techo pensativa. Aquel era un relato conocido, íntimo, pero contado de forma muy distinta de como ella lo vivió. Y se decía que quizá sí, quizá el libro tuviera razón. Y al pasar página y continuar leyendo, se sobresaltó.

«El libro del Amor» os somete a vos, Angélica, y a Orlando a una penitencia que os redimirá de vuestro pecado.

Anna sintió que el libro le hablaba a ella directamente, casi oía las palabras.

Nada más podéis hacer por Ranaldo, pero sí por su hijo. Angélica, permitid que Orlando redima sus culpas, el mal que hizo, haciendo bien. Que ame al hijo de Ranaldo como si fuera propio y que ponga todo su esfuerzo en hacer que este llegue a ser un valiente caballero como su padre o una dama honrada como su madre. Y vos, Angélica, redimiréis vuestro pecado amando a Orlando y ambos al hijo de Ranaldo.

La joven suspiró. Le quedaban pocas líneas y las leyó ansiosa:

Angélica, debéis superar el dolor, pues el amor será la penitencia de vuestras culpas. Os espera un futuro maravilloso junto a Orlando; aquel que soñasteis en los tiempos en los que os encontrabais en la fuente.

Desperdiciar ese futuro sería el mayor de los pecados. Un pecado para el que nunca encontraríais perdón ni penitencia.

Anna cerró el libro y también sus ojos. Sabía que tras sus páginas se encontraba Joan, era su caligrafía, sus palabras, quizá incluso lo hubiera confeccionado él. Le sentía muy cerca. Acarició el libro. Era como un hermoso animal con vida propia. Aquella historia, aquellos argumentos, su alma, parecían provenir de alguien sabio. Había tocado su corazón, abriendo una ventana de esperanza en su morada oscura.

Dejó el libro sobre la mesa de la salita. Agradeció a Antonello y a María su cuidado y su atención, y cubriéndose con su capa salió a la calle embarrada. La lluvia había cesado.

123

J
oan fue a visitar al padre de Anna al día siguiente para pedirle que le permitiera cortejarla. El hombre le hizo pasar a la casa y le invitó a un vaso de vino. Anna correspondió a su saludo como si se tratara de un desconocido y se recogió en una habitación contigua para que los hombres hablaran a solas. Como Joan esperaba, mosén Roig dio su aprobación, pero dijo que requería el consentimiento de su hija y que no lo anticipaba fácil. Le haría saber el resultado. Joan pasó aquella noche entre el insomnio y los rezos, pero en la mañana siguiente un mozalbete apareció con una nota diciendo que Anna quería más tiempo. Joan fue a ver al joyero con un regalo para su hija; era
El libro del Amor
. Sabía que ella no podría resistir el leerlo de nuevo. Aquella sería una espera llena de tensión pero también esperanza, sabía que su libro trabajaba en su favor.

Pero los días pasaron sin que Joan tuviera noticias y volvió a frecuentar los alrededores de la joyería para verla. Saludaba a los padres, mantenía una corta conversación con ellos y si coincidía con Anna, ella le devolvía el saludo seria y distante. Joan estaba angustiado, la observaba desde la lejanía atendiendo el mostrador y la veía muy hermosa a pesar de su embarazo, aunque indiferente a su presencia. El se repetía que el hijo de su vientre no podía ser de Ricardo, que tenía que ser suyo. Esperaba que sus miradas se encontraran, que ella le hiciera un gesto, que le dedicara una sonrisa como cuando eran adolescentes, pero nada de aquello ocurría.

Procuraba distraerse conversando con Antonello, escribiendo cartas a Roma y a Barcelona y visitando la
Santa Eulalia
, que permanecía casi siempre anclada junto al resto de la flota, ya que era tiempo de tormentas. Saludaba a sus antiguos camaradas y mantenía largas charlas con su amigo Genís, que se alegró muchísimo al conocer el rescate de María y Eulalia.

—Díselo al almirante —le recomendó—. El también se alegrará. —No quiero hablar con Vilamarí —repuso Joan—. Hazlo tú si así lo deseas.

Joan se decía angustiado que ella no le quería ver, que había fracasado. Antonello habló con el joyero, pero el hombre no sabía a qué atenerse con respecto a Anna. Ella le dijo que ya cumplió una vez como hija aceptando a su pretendiente y que no lo haría una segunda.

Joan recordaba lo que Abdalá le decía en una de sus cartas:

Nuestras mayores virtudes llevadas al extremo son también nuestros mayores defectos. Tú, hijo, eres determinado y persistente. Gracias a esas virtudes creciste en la vida situándote donde estás. Pero te pueden hacer obstinado y obsesivo. Y Anna es tu obsesión. Ella comparte contigo esas mismas virtudes y defectos. Que no te destruya, hijo. También hay que saber cuándo renunciar, cuándo someterse al destino, conformarse con él y ser feliz.

Joan pensaba que su maestro tenía razón. Que quizá había llegado el momento de desistir, de continuar con su vida lejos de Anna. Aunque jamás sería feliz sin ella. Y de nuevo sintió un coraje profundo.

Escribió en su libro: «Vuestra terquedad destrozará un futuro maravilloso. ¡Maldita seáis, Anna! Pronto no me veréis más».

Sin embargo, una mañana, cuando él la contemplaba a distancia, ella le mantuvo la mirada un tiempo, estaba seria. Pero de pronto sus ojos verdes tomaron un brillo especial y los hoyuelos se formaron en sus mejillas a la vez que una sonrisa asomaba en sus labios. Después desvió la mirada.

Joan quedó con el corazón acelerado y de inmediato abandonó su idea de regresar a Roma, aunque el día siguiente ella evitó mirarle. Él comprendió que en su corazón se libraba una lucha. Era
El libro del Amor
contra su culpa. La redención contra el pecado. No había aún ganador. Y supo que debía ser paciente.

Se repitieron las sonrisas y los intervalos en que Joan era ignorado. Con todo, llegó el momento en que él no pudo esperar más, ardía en impaciencia, la veía a distancia y deseaba abrazar su cuerpo, hablar con ella, acariciarla. Una tarde en que ella estaba en el mostrador, él se acercó y plantándose delante esperó a que le mirara. Cuando lo hizo, Joan no dijo nada, pero Anna leyó la pregunta en sus ojos. Transcurrieron unos instantes eternos en los que él quiso penetrar en el interior de sus pupilas para conocer la respuesta, temía que de nuevo se negara, que destruyera definitivamente su amor.

—Sí —dijo ella al final de aquel tiempo infinito.

Él se quedó inmóvil unos instantes aún incrédulo mientras veía cómo se iba dibujando la sonrisa en el rostro de ella. Después brincó por encima del mostrador para abrazarla. Un jarrón y varios cubiertos de plata cayeron al suelo, Anna le miró alarmada, pero su sonrisa regresó de inmediato mientras su mano buscaba la nuca de él para acariciarla suavemente al tiempo que se dejaba envolver por sus brazos. Joan notaba el avanzado embarazo de ella separándolos, pero no le importaba, era inmensamente feliz. Soltó un suspiro al notar la cálida mejilla de ella contra la suya, aspiró su suave perfume a espliego y se mantuvo en silencio gozando del instante, imaginando un futuro maravilloso.

Todos celebraron la decisión de Anna y los siguientes días los jóvenes los emplearon en pasear y hablar. Tenían mucho que decirse y Joan supo pronto que aún quedaban puntos de fricción.

—Me esperan en Roma para abrir la librería y vos esperáis a mi hijo —le dijo en una de sus primeras conversaciones—. No tenemos todo el tiempo que quisiera...

—¡No es vuestro hijo! —repuso ella tajante—. Es de Ricardo, y no insistáis en ello.

Joan comprendió que su deseo le acababa de traicionar haciéndole cometer un grave error. El bebé era el argumento usado astutamente en su libro como penitencia al mal infligido a Ricardo. Era la clave de su futura relación. Sabía que ella estaba obligada a creer que era hijo de su marido, pues lo contrario le causaba una culpabilidad insoportable, pero Joan estaba convencido de que era suyo. ¿Cómo iba a saber ella de quién era si la diferencia de tiempo en el que pudo ser engendrado eran pocas semanas, quizá solo días? Además, Ricardo Lucca tuvo más de un año para dejarla embarazada y no lo hizo, y tampoco tuvo hijos con su anterior esposa. No, Joan estaba seguro de que el padre era él.

—Quise decir que será como mi hijo —rectificó—. Que lo cuidaré y lo educaré como mío. Con él pagaremos nuestra deuda y redimiremos nuestras culpas con cariño y amor.

—Gracias —dijo ella con una sonrisa.

Joan aguardaba cada día impaciente el momento de encontrarse con Anna. Los largos paseos, lentos por el avanzado embarazo de ella, y sus intensas conversaciones marcaban una fase muy distinta en su relación y Joan gozaba al comprobar lo bien que se entendían. Anna tenía una esmerada educación, sabía latín, algo de oratoria y tocaba el laúd. Y además de amar la lectura, era una espléndida conversadora. A él le divertía su afición por la polémica; era un ameno contrincante y a Joan solo le inquietaba que ella pretendiera siempre ganar todos los debates. Anna torcía a veces los argumentos y adoptaba posturas irreductibles. Era algo terca, tal como decía Abdalá, pero incluso eso, aun preocupándole a veces, la hacía adorable a sus ojos. Al principio él temía que el trato diario desluciera sus ilusiones, pero no fue así, al menos para él. No hablaban de matrimonio, aunque al cabo de diez días Joan decidió proponérselo. No las tenía todas consigo, sentía un temor profundo a una reacción inesperada de ella. Aun así, nervioso y tragando saliva, después de repetirle cuánto la amaba, le propuso que se casaran.

Ella se detuvo y le miró seria para después continuar el paseo sin responder. Joan se alarmó. ¿Hizo o dijo algo aquellos días que la decepcionara?

—¿Qué decís? —inquirió él al rato.

Ella continuó silenciosa unos momentos y él la siguió ansioso.

—Os he amado mucho, Joan —dijo ella al fin.

—¿Y ya no?

—También os odié. Sufrí lo indecible desde la última noche que pasamos juntos. Y gran parte fue por vuestra culpa.

—Yo también he sufrido.

—Gracias por el libro. Es el regalo más hermoso que yo pudiera recibir. Lo he leído mil veces, me ha hecho recordar, me ha hecho llorar, me ha dado paz...

Él se la quedó mirando. Y ella le devolvió la mirada y, levantando su mano derecha lentamente, le acarició la mejilla.

—Es mi amigo, me gusta acariciarlo, acunarlo, me tranquiliza, parece estar vivo. —Los ojos de ella se llenaron de lágrimas—. Y sé que lo hicisteis con vuestras propias manos, que sus letras son vuestras, que sentíais intensamente las palabras al escribirlo y que en él está vuestro amor. Lo noto al tocarlo.

Anna hizo una pausa para apretarse contra él y Joan la abrazó feliz.

—Solo por ese libro ya querría ser vuestra esposa —continuó ella—. Pero es que además os amo. Mucho.

—Yo os he amado, siempre —dijo él—. Hasta en los peores momentos. Y os amaré más allá de la muerte —dijo Joan, y tomó la mano que le acariciaba para besarla.

—Cumpliré la penitencia de vuestro
Libro del Amor
—prosiguió Anna—. La respuesta es sí, Orlando. Quiero vivir el resto de mi vida con vos y con vuestros libros.

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Joan mientras la estrechaba.

En pocos días lo dispuso todo para viajar a Roma con la intención de estar de vuelta en Nápoles antes de que el niño naciera. Anna quería tenerlo siendo aún la viuda de Ricardo. A continuación celebrarían la boda.

124

E
l 25 de febrero Joan regresó a Roma sin apenas equipaje acompañando a uno de los correos a caballo que enviaba el rey Ferrandino al Papa. Los ejércitos esperaban la llegada de la primavera para reanudar la guerra y solo había que preocuparse por los caminos intransitables y los bandidos. Los mensajeros sabían cómo evitarlos y utilizar su sistema de postas resultó caro pero eficaz. A su llegada a Roma comprobó que Giorgio y Niccolò habían avanzado todo lo posible en cuanto a las instalaciones y compras de materiales y Joan se unió a ellos lleno de entusiasmo.

La librería abrió sus puertas a finales de marzo de 1496. Pero Joan quiso esperar hasta el 23 de junio, la víspera de la festividad de su santo patrón y día más largo del año, para dar la fiesta de inauguración a la que Vannozza prometió invitar a la Roma más distinguida. Deseaba tener a Anna consigo.

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