Pruebas falsas (6 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Pruebas falsas
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—En verano llegaba a hacerse insoportable. Con decirle que, a veces, para poder dormir, me iba a una casa que tengo en la montaña, cerca de Trento. —La mujer sonrió y meneó la cabeza, ante lo increíble de la situación—. Me doy cuenta de que parece demencial que alguien pueda obligarte a salir de tu propia casa, pero es cierto. —Entonces, con una sonrisa de picardía, agregó—: Hasta que descubrí la solución de los bomberos.

—¿Cómo entraban? —preguntó Brunetti.

Ella explicó con evidente fruición:

—Por la puerta de la calle no podían entrar, porque siempre estaba cerrada, de modo que tenían que ir a Madonna dell'Orto o por ahí a buscar una escalera. La ponían en el suelo, delante de la casa, la empalmaban y la levantaban hasta la ventana…

—¿Del segundo piso? —preguntó él.

—Sí; la escalera tendría, no sé, siete u ocho metros de largo. Entonces uno de los bomberos subía, entraba por la ventana del dormitorio y la despertaba.

—¿Y usted lo veía?

—Sí, desde mis ventanas. Cuando el bombero entraba, yo pasaba al dormitorio y veía cómo la despertaba. —Ella sonrió al recordarlo—. Eran muy simpáticos los bomberos. Todos son venecianos, de manera que ella no tenía dificultad para entenderlos. Le preguntaban cómo se encontraba, le sugerían que bajara el televisor y se iban.

—¿Por dónde?

—¿Cómo dice?

—¿Por dónde se iban los bomberos? ¿Por la ventana?

—Oh, no —rió ella—. Se iban por la puerta. Bajaban a la calle, desmontaban la escalera y se la llevaban.

—¿Cuántas veces los llamó,
signora
?

—¿Por qué? ¿Es ilegal? —preguntó ella, preocupada por primera vez durante toda su conversación con Brunetti.

—De ninguna manera —respondió él con calma—. En realidad, más bien al contrario. Si no podía verla desde una de las ventanas de su apartamento, considero que tenía razones para temer que le hubiera ocurrido algo.

Él no tuvo necesidad de repetir la pregunta.

—Cuatro veces, me parece —dijo ella—. Siempre llegaban al cabo de unos quince minutos.

—Hmm —hizo él, y la mujer se preguntó si aquello le sorprendía o le complacía—. ¿Eso se terminó cuando llegó Flori? —preguntó entonces el comisario.

—Sí.

Él dejó pasar unos segundos antes de decir:

—El teniente me ha dicho que usted,
signora
, la llevó a la estación y la dejó allí. ¿Es cierto?

—Sí.

—¿Sobre las diez y media?

—Sí.

Dando un giro a la conversación, él preguntó:

—¿Sabe si la
signora
Ghiorghiu tenía más amigos en la ciudad?

Le gustó que el comisario se refiriera a Flori con tanta formalidad, pero su sonrisa fue muy tenue, apenas una presión de los labios.

—No se puede decir que yo fuera amiga suya, comisario.

—Pues se portó como una amiga.

Reacia a volver a hablar de aquello, ella optó por responder a su pregunta:

—Que yo sepa, ninguno. Y nosotras dos tampoco éramos amigas porque en realidad no podíamos hablar. Éramos sólo dos personas que se miraban con simpatía.

—¿Y cómo describiría usted su estado cuando la dejó en la estación?

—Aún seguía disgustada por lo ocurrido, pero ya mucho menos.

Él miró al suelo un momento y luego a la mujer:

—¿Pudo ver algo más desde su ventana,
signora
? —preguntó y, antes de que ella pudiera pensar siquiera en defenderse de una insinuación de indiscreción, él aclaró—: Lo pregunto porque, si aceptamos la premisa de que no fue Flori, tuvo que ser otra persona, y todo lo que pueda usted decirme acerca de la
signora
Battestini podría ser de gran ayuda.

—¿Para descubrir al culpable, quiere decir? —preguntó ella.

—Sí.

El comisario había asumido con tanta naturalidad la probable inocencia de Flori que ella no tuvo tiempo de acusar sorpresa.

—No pienso en otra cosa desde que les he llamado —dijo ella.

—Ya lo supongo,
signora
—respondió el comisario, sin presionarla.

—Hace más de cuatro años que vivo frente a ella, desde que compré el apartamento. —La mujer se interrumpió, pero él siguió sin apremiar—. Me mudé en febrero, si mal no recuerdo, o, en todo caso, a finales de invierno. Por eso, al principio no reparé en ella. No fue hasta la primavera, cuando llegó el buen tiempo y empezamos a abrir las ventanas. Es decir, tal vez la viera andar por el apartamento, pero no le presté atención.

»Cuando empezó el ruido, vaya si se la presté. Al principio, le gritaba desde la ventana, pero no servía de nada. Ella siempre dormía y no había manera de despertarla. Así que un día crucé la calle y miré el nombre de la tarjeta que había al lado de los timbres, luego busqué el número de teléfono en la guía y la llamé. No le dije quién era, dónde vivía ni nada de eso; sólo le pedí que hiciera el favor de bajar el volumen del televisor por la noche.

—¿Y qué respondió?

—Que ella siempre apagaba el televisor antes de acostarse, y colgó.

—¿Y entonces?

—Entonces empezó a conectarlo también de día. Yo la llamaba y, si contestaba, le pedía educadamente que lo bajara.

—¿Y…?

—Casi siempre, lo bajaba.

—Ya. ¿Y por la noche?

—A veces, estaba semanas sin conectarlo, y yo empezaba a pensar que las cosas habían cambiado, que se había marchado o que la habían ingresado.

—¿No pensó en enviarle unos auriculares,
signora
?

—No se los hubiera puesto —respondió ella categóricamente—. Está loca. Sencillamente. Como una cabra. Créame, comisario, con esta mujer lo probé todo. Hablé con su abogada, con su médico, con su sobrina, con los del centro psiquiátrico del Palazzo Boldú, con los vecinos, hasta con el cartero. —Al ver que él la escuchaba con interés, prosiguió—: Durante años fue paciente del Boldú, cuando todavía podía bajar la escalera y salir a la calle. Pero o se cansó de ir o la echaron, si pueden echarte de un psiquiátrico.

—Dudo que pudieran —dijo él—. Pero sí podrían animarla a marcharse. —Esperó un momento y preguntó—: ¿Y la sobrina, qué le dijo?

—Que su tía era «una mujer difícil». —Ella resopló con desdén—. Como si yo no lo supiera. No quiso involucrarse. Ni siquiera estoy segura de que supiera de qué le hablaba. Lo mismo que la policía, como ya le he dicho. Y lo mismo que los
carabinieri
. —Hizo una pausa y agregó—: Alguien del vecindario, no recuerdo quién, me dijo que su hijo había muerto hace cinco o seis años, y que entonces empezó a poner la tele. Para que le hiciera compañía.

—¿Él ya había muerto cuando usted se mudó?

—Sí; pero, por lo que me han dicho, ella siempre ha sido «una mujer difícil».

—¿Y la abogada qué le dijo? —preguntó Brunetti.

—Que hablaría con la
signora
Battestini.

—¿Y…?

La
signora
Gismondi frunció los labios con repugnancia.

—¿Y el cartero? —preguntó él sonriendo.

Ella se echó a reír.

—Tendría usted que oírle. El hombre le llevaba el correo a su casa, siempre estaba subiendo aquellas escaleras, y ella nunca le dio nada. Ni en Navidad. Nada.

La atención del comisario no decaía, y la mujer prosiguió:

—Lo mejor de todo fue el asunto del marmolista, el que está cerca de Miracoli.

—¿Costantini? —preguntó él.

—Sí, Angelo —dijo ella, complacida de que él supiera de quién le hablaba—. Es un antiguo amigo de mi familia, y cuando le hablé de mis problemas con esa mujer, me dijo que hacía unos diez años ella le había llamado porque quería que le hiciera un presupuesto para un nuevo tramo de escalera. Él ya la conocía o, por lo menos, había oído hablar de ella, por lo que sabía que podía ahorrarse la visita, pero fue de todos modos. Llegó, hizo los cálculos y, al día siguiente, voló a la casa para decirle cuántos escalones necesitaba, la altura y cuánto le costarían. —Como todo buen orador, ella hizo una pausa y él respondió como todo oyente:

—¿Y ella qué dijo?

—Le dijo que sabía que él trataba de engañarla, quería menos escalones y más bajos. —Ella hizo una pausa, para que calara el despropósito, y agregó—: Cosas como ésta te hacen sospechar que quizá sí que la echaron del psiquiátrico.

Él asintió.

—¿La visitaba alguien,
signora
? —preguntó después de un momento.

—No, que yo recuerde, es decir, que recuerde haber visto más de un par de veces. Estaban las mujeres que la cuidaban, desde luego. La mayoría eran negras, y una me dijo que era peruana. Pero ninguna se quedaba más de un par de semanas.

—¿Pero Flori se quedó?

—Me dijo que tenía tres hijas y siete nietos. Supongo que conservaba el trabajo para poder mandarles dinero.

—¿Sabe si le pagaba?

—¿A quién? ¿A Flori?

—Sí.

—Creo que sí. Por lo menos, algo de dinero tenía. —Antes de que él pudiera pedir detalles, ella dijo—: Un día la encontré en Strada Nuova. De esto, hará unas seis semanas. Yo estaba tomando café en un bar, ese que está en la esquina, cerca del
traghetto
de Santa Fosca, cuando entró ella. Me acerqué, me reconoció de verme en la ventana, ¿comprende?, y me dio un beso en la mejilla, como si fuéramos viejas amigas. Tenía abierto el monedero y vi que sólo llevaba unas monedas. No sé cuántas. No miré, pero me pareció que no eran muchas. —Calló, recordando aquella tarde en el bar—. Le pregunté por qué había entrado y me dijo que quería un helado. Creo que dijo que le gustaban los helados. Conozco al hombre del bar y le dije que no le cobrara, que yo la invitaba. —Fue ahora cuando se le ocurrió una posibilidad—. Espero no haberla ofendido. Al insistir en pagar, quiero decir.

—No lo creo,
signora
—dijo él.

—Le pregunté de qué lo quería y dijo que de chocolate, así que pedí al hombre un cucurucho doble y, al ver la cara que ella puso cuando se lo dio, comprendí que pensaba comprarse sólo uno sencillo, y me dio pena. ¡Tener que soportar a aquella horrible mujer todo el día y toda la noche, y no poder comprarse ni un cucurucho doble!

Ninguno de los dos habló durante un rato.

—Y el dinero que le dio… —empezó él.

—Fue un impulso, nada más. Lo había cobrado por un trabajo para el que había dado un precio muy alto adrede, para que no me lo encargaran, porque era muy aburrido: el diseño del envoltorio de una nueva serie de bombillas. Pero me lo dieron y resultó tan fácil que hasta me daba un poco de vergüenza que me pagaran tanto dinero. Supongo que por eso me desprendí de él con más facilidad que si hubiera tenido que trabajar realmente para conseguirlo. —pensando en el dinero y en el impulso que le había hecho dárselo a Flori, agregó—. No puede decirse que le sirviera de mucho. No tuvo ocasión de gastarlo. —Entonces se le ocurrió una idea— Un momento, ahora que lo pienso. Aún conservo trescientos euros de aquel dinero. Los dejé aquí, porque sabía que en Inglaterra no iba a necesitarlos. Tengo esos billetes. —El evidente interés que había en la mirada de él la animó a continuar—. Y con ellos puedo demostrar que el dinero que ella llevaba se lo había dado yo, que no se lo había robado a la
signora
Battestini —Como él no respondiera, prosiguió—: Eran todos billetes nuevos y, probablemente, correlativos, de modo que, comparando los números de serie de los billetes que conservo con los que ella llevaba, quedará demostrado que ella no robó nada. —Desconcertada por la falta de entusiasmo del comisario y, así lo reconocía interiormente, dolida por su apatía, preguntó—: ¿Qué? ¿No es una prueba?

—Sí —dijo él con evidente desgana—. Sería una prueba.

—¿Pero…? —preguntó ella.

—Pero el caso es que el dinero ha desaparecido.

Capítulo 5

—¿Cómo es posible? —preguntó ella. Entre la pregunta de la mujer y la respuesta del comisario transcurrió el tiempo suficiente como para que, cuando llegó ésta última, ya fuera innecesaria. Ella no tuvo que pensar más que un momento para comprender que semejante suma de dinero, circulando por una serie de oficinas y funcionarios públicos, no duraría más que un cubito de hielo que fuera de mano en mano en la playa del Lido.

—Al parecer, no hay constancia de ese dinero después de que saliera de manos de la policía de Villa Opicina —dijo él.

—¿Por qué me dice esto, comisario?

—Porque confío en que usted no lo repita —respondió él sin tratar de rehuir la mirada de la mujer.

—¿Teme la publicidad adversa? —preguntó ella, como si se le hubiera contagiado el sarcasmo del teniente Scarpa.

—No de un modo especial,
signora
. Pero no me gustaría que esta información se hiciera pública, ni tampoco que trascendiera algo de lo que usted me ha dicho.

—¿Puedo preguntar por qué? —El sarcasmo había disminuido, pero aún había escepticismo en su voz.

—Porque cuanto menos informada esté de lo que sabemos la persona que lo hizo, será mejor para nosotros.

—Ha dicho «la persona que lo hizo», comisario. ¿Significa eso que cree que Flori no la mató?

Él se recostó en el respaldo y se frotó el labio inferior con el índice de la mano izquierda.

—Por lo que usted me ha dicho,
signora
, no parece probable que esa mujer fuera una homicida y, menos, habida cuenta de las características del crimen.

Ella le creyó y se relajó, y él prosiguió:

—Además, con el billete de vuelta a casa y dinero en el bolsillo, no me parece verosímil que volviera a la casa para matar a la anciana, por difícil que ésta fuera. —Sacó una libretita del bolsillo de la chaqueta y la abrió—. ¿Podría describir cómo iba vestida cuando usted la acompañó a la estación?

—Llevaba una bata de esas que ya casi nadie usa, de manga corta, con botones de arriba abajo en el delantero, de nylon o rayón. Fibra sintética. Debía de ser un suplicio, con este calor. Era gris o beige, un color claro, con una muestra pequeña, no recuerdo cuál.

—¿Era una prenda que le había visto usar en casa, desde la ventana?

La
signora
Gismondi reflexionó antes de contestar:

—Me parece que sí. La bata o una blusa clara y una falda oscura. Aunque no recuerdo claramente su ropa, porque casi siempre llevaba delantal.

—¿Observó en ella algún cambio desde que llegó a la casa?

—¿Qué clase de cambio?

—Si se cortó el pelo o empezó a teñírselo. O a usar gafas.

Ella recordó la franja blanca que había observado en la raíz del pelo de Flori aquel último día, cuando la llevó al café para tratar de calmarla.

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