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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (9 page)

BOOK: Pruebas falsas
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La hoja siguiente contenía fotocopias de los permisos de residencia y de trabajo de Florinda Ghiorghiu. En ellos se repetían los datos del pasaporte. Se la autorizaba a permanecer en Italia seis meses, si bien la fecha de entrada estampada en el pasaporte era de hacía más de un año. La
signora
Gismondi había dicho que la mujer había aparecido a finales de primavera, lo cual dejaba ocho o nueve meses en blanco.

Esto era todo. No había información sobre la vía por la que Florinda Ghiorghiu había llegado a trabajar para la
signora
Battestini. Tampoco había recibos que acreditaran que cobraba un sueldo. Brunetti sabía que esto era lo normal, que la mayoría de aquellas mujeres trabajaban en la economía sumergida. Muchas de las personas que cuidaban de la población de la tercera edad, cada vez más numerosa, eran mujeres sin documentación procedentes del este de Europa y de Filipinas, por lo que no le sorprendió la falta de papeles. Brunetti, con la carpeta en la mano, fue hacia la escalera. Se daba cuenta de que su conducta iba a ser poco profesional. Cuando entró en el despacho, la
signorina
Elettra levantó la cabeza calmosamente, como si estuviera esperándolo.

—He mirado en los archivos del Ufficio Stranieri del Véneto —dijo, y agregó—: No se alarme, lo he hecho legalmente. Esa información la tenemos en nuestro ordenador.

—¿Qué ha encontrado? —preguntó él, como si no hubiera oído la explicación.

—Que Florinda Ghiorghiu tenía un permiso de trabajo perfectamente válido —dijo ella, pero entonces lo miró y sonrió.

—¿Y qué más? —preguntó él, en respuesta a la sonrisa.

—Que tres mujeres usaban el mismo pasaporte.

—¿Qué?

—Tres —repitió ella—. Una, aquí, en Venecia; otra, en Milán; y la tercera, en Trieste.

—Pero eso es imposible.

—Debería serlo —concedió ella—, pero, por lo visto, no lo es. —Antes de que él pudiera preguntar si se trataba de la misma persona que había solicitado trabajo en diferentes ciudades, ella explicó—: Una empezó a trabajar en Trieste mientras la que estaba registrada aquí trabajaba para la
signora
Battestini.

—¿Y la otra?

—No lo sé. Tengo dificultades con Milán.

En lugar de pedir que le aclarase esta ambigua observación, él preguntó:

—¿No hay una oficina o un registro central?

—Debería haberlo —convino ella—, pero no se cotejan los datos entre provincias. Nuestros archivos sólo abarcan el Véneto.

—Pues, ¿cómo lo ha descubierto? —preguntó él con auténtica curiosidad y sin asomo de inquietud acerca de la legalidad de sus métodos.

Ella meditó largamente su respuesta y al fin dijo:

—Prefiero no decírselo, comisario. Bien, en realidad, podría inventar fácilmente una respuesta técnica tan compleja que usted no la entendería, pero me parece más ético decirle, sencillamente, que prefiero reservarme la información.

—Está bien —admitió el comisario, comprendiendo que ella tenía razón—. Pero, ¿está segura?

Ella asintió. Como si le leyera el pensamiento, dijo:

—Las huellas dactilares. —Se refería al anuncio del Gobierno de que, antes de cinco años, dispondría del registro de huellas dactilares completo de todas las personas que residieran en el país, ya fueran italianas o extranjeras. Brunetti, la primera vez que oyó hablar del proyecto, se echó a reír: los ferrocarriles no pueden mantener los trenes en la vía, las escuelas se hunden al menor movimiento sísmico, tres personas pueden usar un mismo pasaporte… y van a recoger las huellas dactilares de más de cincuenta millones de personas.

Un inglés amigo suyo había comentado en una ocasión que vivir aquí era como vivir en un lugar que él llamó
«the loony bin».
[1]
En aquel momento, Brunetti no tenía idea de lo que era realmente el
«loony bin»
ni dónde se hallaba, pero, no obstante, pensó que debía de tener razón su amigo. Con el tiempo, pudo comprobar que ésta era una fiel descripción de Italia.

—¿Sabe dónde están esas otras mujeres? ¿Tiene sus direcciones?

—De la que vive en Trieste, sí, pero no de la que está en Milán.

—¿Ha mirado en otras provincias?

—No, señor; sólo en el Norte. Sería perder el tiempo. Por ahí abajo, nadie se preocupa de permisos de residencia ni de trabajo.

Como siempre que oía el eco de sus propios prejuicios en boca de otra persona y advertía cómo sonaban, Brunetti sintió inquietud. «Ahí abajo», «el Sur». ¿Cuántas veces había oído esas expresiones, cuántas veces las había utilizado él? Confiaba en no haber hablado nunca de ese modo delante de los chicos, por lo menos, con el tono de displicencia y desagrado que a menudo se les imprimía. Pero Brunetti no podía negar que hacía tiempo que había sacado la conclusión de que el Sur era un problema sin solución, que seguiría siendo un submundo criminal mucho después de que él dejara de tener por él un interés profesional.

Puso freno a estas reflexiones su sentido de la equidad, unido al recuerdo de algunas de las cosas que había presenciado últimamente aquí, en el Norte, que tan superior se sentía. En este punto, lo sacó de su abstracción la voz de la
signorina
Elettra que decía:

—… ir a echar una ojeada al apartamento.

—¿Cómo? Estaba pensando en otra cosa. ¿Decía usted…?

—Que podría ser conveniente que usted fuera al apartamento. Quizá se hiciera una idea de lo sucedido.

—Sí, desde luego —reconoció él. Señalando la carpeta que había dejado en la mesa, preguntó—: ¿Estaban las llaves en el expediente original?

—No, señor; no había nada.

—Ni se hace mención de ellas. ¿Ha dicho Scarpa si el apartamento sigue sellado?

—No, señor.

Brunetti reflexionó. Si las llaves no estaban con los papeles, tendría que pedirlas a Scarpa, algo que no deseaba hacer. Pedirlas al pariente más próximo de la
signora
Battestini sería poner sobre aviso a posibles sospechosos de que la Policía volvía a interesarse y les haría tomar precauciones o, lo que les alarmaría, se volvió hacia la
signorina
Elettra y finalmente dijo:

—¿Me presta sus herramientas?

Capítulo 7

Era casi la hora del almuerzo, y Brunetti, que hacía tiempo que conocía la manía de su esposa de saber cuánta gente se sentaría a la mesa a cada hora de comer, la llamó para decirle que no contara con él.

—Encantada —dijo ella.

—¿Y eso? —preguntó él con suspicacia.

—Vamos, Guido, no seas crío. Los chicos almuerzan en casa de amigos. Si tú tampoco vas a estar, podré leer mientras como.

—¿Qué comerás?

—¿No quieres saber qué leeré?

—No; quiero saber qué vas a comer.

—¿Para saber lo que te pierdes?

—Sí.

—¿Y ponerte de mal humor?

—No. Hubo una pausa y a él casi le parecía oír por el teléfono cómo funcionaban los mecanismos de la mente de su mujer.

—Si te prometo que sólo tomaré
grissini
con queso y, de postre, el melocotón manchado, ¿estarás más contento?

—Vamos, Paola, no seas tonta —dijo él, pero se reía.

—Hecho —zanjó ella—. Y, para compensarte por el almuerzo que te pierdes, esta noche te haré filetes de emperador con gambas.

—¿Y salsa de tomate?

—Sí. Y, si me da tiempo, con el resto de los melocotones, haré helado.

—Sólo te pido que le eches menos ajo —dijo él, aprovechando la que consideraba una posición de ventaja para pactar.

—¿En el helado?

Él se rió y colgó el teléfono, diciéndose que, cuando llegara a casa, debía recordar preguntarle qué leía.

Ahora estaba libre para ir al apartamento de la
signora
Battestini. Le parecía que el mejor momento sería inmediatamente después de la hora del almuerzo, en que la mayoría de la gente estaría en casa y el calor habría echado de la calle a los turistas. Mal de su grado, como alternativa a un almuerzo decente, decidió tomar unos
tramezzini
y, tras madura reflexión, optó por Boldrin. Además, si iba andando, casi le pillaba de paso y podría llegar al apartamento sobre la una.

Olga
, el gato, dormía echado en el suelo, en su sitio de costumbre, delante de la barra. Brunetti observó, complacido, que por fin había vuelto a crecerle el pelo, aunque ahora su manto gris carecía del sedoso lustre que tenía antes. La enfermedad que hacía tres años había afectado a aquel gato del vecindario ya era una leyenda urbana: según una versión, alguien había echado ácido al animal y, según otra, su extraña alopecia se debía a una súbita alergia. Con independencia de lo que creyeran, muchos ciudadanos, entre ellos, Brunetti, habían contribuido a pagar las facturas del veterinario durante el largo tratamiento de
Olga
. Pasando por encima del animal, Brunetti se acercó a la barra. A dos
tramezzini de prosciutto y zucchini
, por exquisitos que fueran, y dos vasos de vino blanco, no podía llamársele almuerzo, ni con la mejor voluntad, pero la idea de los palitos, el queso y el melocotón mohoso de Paola le ayudó a no considerar el parco yantar una penitencia muy rigurosa.

Cuando llegó a la casa, vio que las persianas estaban cerradas. Había un único timbre junto al que se leía «Battestini», por lo que Brunetti no pudo utilizar su táctica habitual de tocar un timbre al azar y preguntar por otro inquilino de la casa. Si hablaba veneciano, el procedimiento solía dar resultado. Pero aquí iba a tener que usar las ganzúas. Resistiéndose al impulso de mirar en derredor para ver si alguien lo observaba, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó la más pequeña. La cerradura era simple y él pudo entrar enseguida, procurando todavía no mirar atrás cuando empujaba la puerta.

En el zaguán se notaba un fresco muy agradable, comparado con el calor de la calle. Las paredes estaban recién encaladas y por las ventanas de encima de la puerta entraba mucha luz. Al empezar a subir a la segunda planta, Brunetti observó que también las paredes de la escalera estaban limpias y que los escalones de mármol relucían. No había nombre en la puerta del apartamento, ni falta que hacía, si en toda la casa no vivía nadie más que ella. Se inclinó y examinó la cerradura: era una Cisa, de un modelo que él había abierto en varias ocasiones. Ahora eligió una ganzúa mediana, la introdujo en la cerradura, cerró los ojos, para concentrar la atención en los dedos, y empezó a buscar la primera gacheta. Tardó menos de un minuto en abrir. Empujó la puerta, tanteó en la pared en busca del interruptor y, al accionarlo, se sintió sorprendido de que una mujer como la
signora
Battestini se rodeara de un ambiente tan aséptico y funcional: una alfombra de color pálido tejida a máquina, dos impolutas butacas blancas, un sofá azul marino en el que parecía que no se había sentado nadie y una mesita de cristal con un plato de madera en el centro. Entonces comprendió lo ocurrido: algún policía complaciente, o unos parientes ansiosos, habrían retirado el precinto, y el apartamento había sido redecorado rápidamente. Al fijar la atención, descubrió que lo que parecía arce macizo en realidad era simple chapa, la clase de mobiliario que el propietario pone en un apartamento destinado a ser alquilado por semanas.

Fue hacia el fondo del apartamento y en todas las habitaciones observó el mismo esquema, frío e impersonal: muebles y paredes blancos y una pieza oscura, haciendo contraste. Únicamente en el cuarto de baño se descubrían vestigios de lo que pudo ser el apartamento en otro tiempo: se habían instalado sanitarios nuevos, pero las baldosas eran las mismas: color de rosa y, algunas, deslucidas y gastadas. En los armarios vio sábanas y toallas sin estrenar, incluso en sus bolsas de plástico y, en la cocina, utensilios nuevos. Miró debajo de las camas y encima de los armarios, pero no encontró señal alguna de la anterior propietaria. No había abierto las persianas, para no delatar su presencia a los vecinos, y el calor acumulado en el apartamento lo asfixiaba. Salió a la escalera y siguió subiendo. Sin detenerse ante la puerta que encontró en el siguiente rellano, prosiguió su ascensión. Arriba había una vieja puerta, con la madera reseca y astillosa. Un par de chapas estaban atornilladas una a la puerta y la otra al marco, y un candado unía los anillos que cada una tenía en el extremo. Brunetti bajó al que había sido el apartamento de la
signora
Battestini, en busca de un destornillador, pero, por más que buscó, no pudo encontrar herramienta alguna. Al fin se fue a la cocina, sacó del cajón uno de los nuevos cuchillos de acero inoxidable y volvió al desván.

Aunque la madera del marco estaba seca, le costó trabajo quitar los tornillos para soltar la chapa. Tiró de la puerta y se asomó al desván. Este tenía el techo bajo y, al fondo, afortunadamente, dos ventanas que, aunque no muy limpias, dejaban pasar luz suficiente como para poder hacerse una idea de las dimensiones de la pieza y de su contenido.

Arrimada a una pared, había una cama de matrimonio con cabezal tallado, parecida a la que él recordaba haber visto en casa de su abuela y, a su lado, un tocador con el sobre de mármol y el espejo picado. Junto a la pared había también dos butacas, frente a frente, que sostenían entre las dos una cesta para la ropa, de plástico color de rosa. Brunetti vio cajas de cartón apiladas debajo de las ventanas. Cruzó el desván hacia ellas haciendo chasquear con las suelas de los zapatos la mugre del suelo. Abrió la caja que estaba encima del primer montón que, afortunadamente, no estaba cerrada con cinta adhesiva y vio que sólo contenía zapatos viejos. La levantó y la puso en el suelo, y abrió la segunda. Al parecer, en ésta no había sino detritus de cajones de cocina: un cuchillo de trinchar con mango de hueso enmohecido, un sacacorchos, restos de una cubertería de plata, dos agarradores de ollas sucios y piezas de metal cuya utilidad no pudo adivinar. La tercera caja, más pesada que las otras dos, estaba llena de paquetitos hechos con papel de periódico. Abrió uno y vio que el papel tenía fecha de dos semanas antes. Dentro de una página de Deportes, había una imagen de la Virgen, muy mal pintada por cierto, que parecía molesta por verse envuelta, aunque fuera provisionalmente, con el último escándalo de dopaje en el ciclismo. A su lado, en el interior de la primera página de Economía del
Gazzettino
, encontró otra muestra de lo que Paola llamaba «
kitsch
de iglesia»: una esfera de plexiglás en cuyo interior caía la nieve sobre un Nacimiento. Volvió a guardar la bola y dejó la caja a un lado.

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