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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (22 page)

BOOK: Pruebas falsas
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—Fui a hablarle del televisor. Quería pedirle que tratara de recordar que debía bajar el volumen antes de acostarse. Lo único que se me ocurrió para convencerla fue decirle que, si no, la policía iría y se lo precintaría. Ya se lo había dicho otras veces, pero se le olvidaban las cosas o quizá sólo recordaba lo que le convenía.

—Comprendo —dijo él.

—Y aquel día me repitió, una vez más, lo bueno que era su hijo, que se había quedado siempre a su lado. Fue entonces cuando dijo que la había dejado bien provista y bajo la protección de la Virgen. Yo, en aquel momento, no di mucha importancia a sus palabras. Nunca le hacía caso cuando se ponía a divagar. Pero después se me ocurrió que podía estar hablando del dinero, que era el hijo quien se lo daba, o ponía los medios.

—¿Usted se lo preguntó?

—No; ya le he dicho que no se me ocurrió hasta unos días después. Y para entonces ya había aprendido a no preguntar directamente por las cuentas, así que no dije nada.

Él deseaba hacerle más preguntas: cuándo había empezado a hacer planes para robar el dinero y qué le daba la seguridad de que la sobrina no la denunciaría. Pero, por el momento, había conseguido la información que deseaba. Consideraba que ya la había asustado lo suficiente como para hacerle decir la verdad y no se sentía ni orgulloso ni avergonzado de las técnicas que había utilizado.

Brunetti se puso en pie.

—Si tengo más preguntas, me pondré en contacto con usted —dijo—. Si se le ocurre algo más, llámeme.

En una tarjeta, anotó el número de teléfono de su casa en el dorso y se la dio. Cuando él daba media vuelta para marcharse, ella lo detuvo diciendo:

—Y, si no ha sido la sobrina, ¿qué hago?

Él estaba casi seguro de que había sido la sobrina y no tenía nada que temer. Pero, al recordar la espontaneidad con que ella había protestado que no mataría a nadie por tan poco, no vio por qué habría de ahorrarle el miedo.

—Procure no estar sola en su casa ni en el despacho. Si observa algo sospechoso, llámeme —dijo, y se marchó.

Capítulo 18

Una vez en la calle, Brunetti llamó a Vianello, que contestó al
telefonino
desde la
questura
, adonde había regresado al no encontrar a nadie en el domicilio particular de la
avvocatessa
Marieschi. Brunetti le explicó brevemente lo ocurrido en el despacho de la abogada y le pidió que lo esperase en Romolo, para ir a hablar por fin con la sobrina de la
signora
Battestini.

—¿Cree que puede haber sido ella? —preguntó Vianello y, como Brunetti tardara en responder, puntualizó—: La que ha envenenado a la perra.

—Me parece que sí —respondió Brunetti.

—Allí nos encontraremos —dijo Vianello, y cortó.

Para ganar tiempo, Brunetti tomó el 82 en Arsenale hasta Accademia. Cruzó el pequeño
campo
sin prestar mucha atención a la larga cola de turistas ligeros de ropa que aguardaban frente a la puerta del museo, dejó a su izquierda la galería a la que siempre llamaba mentalmente el Supermercado del Arte y bajó hacia San Barnaba.

En las calles estrechas lo asaltó el calor. Antes, un calor como ése solía hacer que el número de turistas menguara; ahora, parecía tener el mismo efecto que el calor en una cápsula de Petri: las formas de vida extrañas se multiplicaban a ojos vistas. Cuando llegó a la
pasticceria
vio a Vianello al otro lado de la calle, mirando el escaparate de una tienda de máscaras.

Entraron juntos en la pastelería. Vianello pidió un café y un vaso de agua mineral y Brunetti movió la cabeza de arriba abajo sumándose a la petición. La vitrina estaba llena de los pasteles que tan bien conocía Brunetti: milhojas de crema, búlgaros de chocolate y los favoritos de Chiara, los cisnes rellenos de nata. El calor los hacía poco apetitosos por igual.

Mientras tomaban los cafés, Brunetti dio detalles de su conversación con la abogada. De la perra sólo dijo que había sido envenenada, sin explicar las circunstancias.

—Eso quiere decir que esta mujer —aquí Vianello señaló la trastienda, donde se suponía que estaba el obrador— conocía a la Marieschi lo suficiente como para saber qué era lo que más podía dolerle.

—Quien la hubiera visto con su perra, aunque no fuera más que una sola vez, lo sabría —dijo Brunetti recordando su primera visita y la noble cabeza dorada del animal.

Vianello terminó el agua y levantó el vaso en dirección a la mujer que estaba detrás de la barra. Brunetti bebió la suya, dejó el vaso en el mostrador y asintió cuando la mujer lo miró con la botella en la mano.

Mientras ella les servía el agua, Brunetti preguntó:

—¿Está la
signorina
Simionato?

—¿Se refiere a Graziella? —preguntó la mujer con evidente curiosidad por lo que pudieran querer aquellos dos hombres.

—Sí.

—Me parece que sí —dijo ella, incómoda, dando un paso atrás y volviéndose hacia una puerta del fondo—. Voy a preguntar.

Antes de que la mujer se alejara, Brunetti levantó una mano y dijo:

—Preferiría que no le dijera nada,
signora
, hasta que hayamos hablado con ella.

—¿Policía? —dijo ella abriendo mucho los ojos.

—Sí —respondió Brunetti, preguntándose por qué se molestaban en llevar credenciales, si era tan fácil reconocerlos, incluso para una dependienta de pastelería.

—¿Es por ahí? —preguntó Brunetti, señalando una puerta abierta detrás del extremo más alejado del mostrador.

—Sí —dijo la joven—. ¿Qué es lo que…? —dejó la frase sin terminar.

Vianello preguntó, sacando una libreta:

—¿Sabe a qué hora ha llegado ella hoy,
signora
?

La mujer miraba la libreta como si fuera una criatura viva y peligrosa. Al notar su reticencia, Brunetti sacó la cartera, pero, en lugar de mostrarle su credencial, extrajo un billete de cinco euros y lo dejó en el mostrador, en pago de las consumiciones.

—¿A qué hora ha llegado hoy,
signora
?

—A eso de las dos, o poco más —dijo ella.

A Brunetti le pareció ésa una hora muy extraña para empezar la jornada de trabajo en una pastelería. Pero la mujer enseguida le dio una explicación:

—La semana que viene habrá una inspección de Sanidad, y tenemos que prepararnos. Todos hacen media jornada extra.

Brunetti no creyó oportuno comentar que se suponía que tales inspecciones no se anunciaban.

—Algunos trabajadores vienen por la tarde, para hacer los preparativos.

—Comprendo —dijo Brunetti. Señalando a la puerta, preguntó—: ¿Por ahí?

Entonces, de repente, la mujer objetó:

—Creo que vale más que la dueña les enseñe el camino. —Sin esperar su respuesta, se acercó a una mujer de pelo rojo que estaba en la caja e intercambió unas frases con ella. La dueña miró con suspicacia a los policías, a la dependienta y otra vez a los hombres. Dijo algo y cedió su puesto en la caja a la dependienta.

La mujer del pelo rojo se acercó y preguntó:

—¿Qué es lo que ha hecho?

Brunetti, esbozando una sonrisa que quería ser afable, mintió:

—Nada, que yo sepa,
signora
. Pero, como ya debe de saber, su tía fue víctima de un asesinato, y pensamos que la
signorina
Simionato puede darnos información que nos ayude en nuestra investigación.

—Creí que ya sabían ustedes quién lo hizo —dijo ella en tono casi acusador—. ¿No fue la albanesa? —Mientras hablaba con ellos, volvía la mirada hacia la dependienta, cada vez que un cliente se acercaba a la caja.

—Eso parece —dijo Brunetti—, pero necesitamos más información acerca de la tía.

—¿Y tienen que venir a pedírsela aquí? —preguntó ella con agresividad.

—No,
signora
, aquí no. He pensado que podríamos hablar con ella dentro, en el obrador.

—Quiero decir aquí, en el trabajo. Yo le pago para que trabaje, no para que hable de su tía. —Con frecuencia, y siempre para su sorpresa, la vida ofrecía a Brunetti nuevas pruebas del legendario mercantilismo de los venecianos. No era la tacañería lo que le sorprendía sino su falta de recato en mostrarla.

—Lo comprendo,
signora
, desde luego —sonrió—. Por lo tanto, quizá sea preferible que vuelva después y ponga a unos agentes de uniforme en la puerta mientras hablo con ella. O quizá podría preguntar a los del departamento de Sanidad cómo ustedes ya saben que van a tener una inspección la próxima semana. —Antes de que ella pudiera decir algo, terminó—: O quizá podamos pasar al obrador a hablar con la
signorina
Simionato un momento.

La mujer se puso colorada de un furor que sabía que no podía exteriorizar, mientras Brunetti se sentía incapaz de hacerse reproche alguno por aquel flagrante abuso de autoridad.

—Al fondo —dijo la mujer, volviendo a la caja. Vianello abrió la marcha camino del obrador, que estaba iluminado por una batería de ventanas abiertas en la pared posterior. Las estanterías metálicas que discurrían a lo largo de las otras tres paredes estaban vacías y las puertas de cristal de los hornos relucían. Un hombre y una mujer, con batas y gorros de una blancura inmaculada, estaban frente a un profundo fregadero lleno de humeante agua jabonosa. De la espuma emergían asas de utensilios y extremos de las anchas tablas en las que se deja reposar la masa antes de cocerla.

El ruido del agua corriente ahogaba cualquier otro sonido, por lo que Brunetti y Vianello habían llegado a menos de un metro de aquellas dos personas cuando el hombre advirtió su presencia y se volvió. Al verlos, cerró el grifo y dijo en el repentino silencio:

—¿Sí?

Era más bajo de lo normal, y rechoncho, pero tenía bellas facciones que en este momento reflejaban una viva curiosidad.

Al parecer, la mujer no se dio cuenta de su llegada hasta que oyó hablar a su compañero, y entonces se volvió. Era más baja que él y llevaba unas gafas de robusta montura rectangular y unos cristales tan gruesos que daban a sus ojos el aspecto de canicas gigantes. Cuando su mirada fue de Brunetti a Vianello, el foco de las lentes osciló con el movimiento de la cabeza, y pareció que las canicas rodaban bajo el cristal. Si el hombre había manifestado curiosidad al ver a dos desconocidos, ella permaneció extrañamente indiferente, sin otra señal de vida que la de aquellos ojos rodantes.

—¿La
signorina
Simionato? —preguntó Brunetti.

Ella volvió la cabeza en dirección a la voz con un movimiento que recordaba el de una lechuza, y analizó la pregunta antes de responder:

—Sí.

—Si hace el favor, me gustaría hablar con usted.

La mirada del hombre iba de Brunetti a la mujer, a Vianello y otra vez a la
signorina
Simionato, buscando sentido a la presencia de los dos desconocidos, pero ella mantenía los ojos fijos en la cara de Brunetti, sin decir nada.

Fue Vianello quien se dirigió al hombre:

—¿Hay algún sitio en el que podamos hablar con la
signorina
Simionato en privado?

El hombre movió la cabeza negativamente.

—Aquí no hay nada de eso —dijo—. Pero yo puedo salir a fumar un cigarrillo mientras ustedes hablan.

Brunetti asintió y el hombre se quitó el gorro y se enjugó el sudor de la cara con la parte interior del codo. Se levantó la bata, sacó un paquete de Nazionali del bolsillo del pantalón y se fue. Brunetti observó que había una puerta que daba a la calle.


Signorina
Simionato —empezó Brunetti—, soy el comisario de policía Guido Brunetti.

La cara de la muchacha pasó de la simple inmovilidad a la congelación. Hasta los ojos detuvieron su rápido vaivén entre Brunetti y Vianello, y quedaron fijos en las ventanas del fondo. Brunetti observó su cara, vio la nariz chata, el encrespado pelo color naranja que escapaba del gorro y el cutis reluciente, no se sabía si de sudor o de grasa natural. Bastó la simple vista de tanta vacuidad para que se convenciera de que aquella mujer no era capaz de manejar un ordenador para hacer transferencias a cuentas anónimas de las Islas Anglonormandas.

—Desearía hacerle unas preguntas.

Ella no dio señales de haberle oído ni apartó la mirada de la pared del fondo.

—Es usted Graziella Simionato, ¿no?

El sonido de su nombre pareció surtir cierto efecto, porque ella movió la cabeza de arriba abajo.

—¿Sobrina de Maria Grazia Battestini?

Eso le hizo volver la mirada hacia él. Cuando ella abrió la boca para hablar, Brunetti observó que tenía los dos incisivos superiores muy grandes y salidos.

—Tengo entendido que es usted su heredera,
signorina
.

—Su heredera. Sí —afirmó ella—. Yo tenía que heredarlo todo.

Entre desconcertado e inquieto, Brunetti preguntó:

—¿Y no lo ha heredado?

Mientras la miraba, se sorprendía de que aquella mujer le recordase distintos animales. Una lechuza. Un roedor enjaulado. Y ahora, al oír esta pregunta, alguna especie fiera y furtiva.

Volviendo hacia él sus ojos aumentados, ella preguntó:

—¿Qué quiere usted?

—Deseo hablar de la herencia de su tía,
signorina
.

—¿Qué quiere saber?

—Me gustaría que me dijera si sabe de dónde procedía su dinero.

A ella se le despertó el instinto de ocultar toda señal de riqueza.

—Mi tía no tenía mucho dinero —aseguró.

—Pero tenía cuentas en varios bancos —dijo Brunetti.

—De eso no sé nada.

—En el Uni Credit y en otros cuatro.

—No sé. —La voz era tan impasible como la expresión.

Brunetti lanzó una mirada a Vianello y el inspector alzó las cejas para indicar que también él había reconocido la terquedad de acémila con que los campesinos siempre se han enfrentado al peligro. Brunetti, viendo que las buenas razones se estrellarían en la coraza de la estupidez, dijo, imprimiendo una áspera severidad en su voz:


Signorina
, puede usted elegir entre dos caminos.

El tono capturó la atención de la joven y sus ojos buscaron la cara del comisario.

—Podemos hablar de la fuente del dinero de su tía o podemos hablar de perros.

Ella abrió la boca para hablar, enseñando sus grandes dientes, pero Brunetti se lo impidió:

—Y no creo que quien tenga un negocio de cosas de comer quiera seguir dando trabajo a una persona acusada de utilizar veneno, ¿no le parece,
signorina
? —Observó el efecto de esto y prosiguió, en tono coloquial—: Tampoco me parece que su jefa sea de los que tienen mucha paciencia con una empleada que falta al trabajo porque tiene que comparecer a juicio, ¿verdad? Siempre y cuando —agregó, después de darle un momento para que reflexionara sobre estas dos posibilidades—, esa empleada aún tuviera a su lado a una abogada que la ayudara en el juicio.

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