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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (23 page)

BOOK: Pruebas falsas
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La
signorina
Simionato asió con la mano derecha los dedos de la izquierda y se puso a frotarlos, como si tratara de volverlos a la vida. Sus lentes enfocaron la cara de Vianello y después la de Brunetti. Sin dejar de friccionarse la mano, empezó:

—Yo no…

Pero Brunetti la interrumpió diciendo con voz potente:

—Vianello, diga a la dueña que nos la llevamos. Y explíquele por qué.

—Sí, comisario —dijo Vianello, volviéndose hacia la puerta, como si la orden no admitiera réplica.

No había dado ni un paso cuando ella dijo con voz chillona de terror:

—No, espere. Ya se lo digo, ya se lo digo. —Tenía un hablar baboso, como si necesitara mucha saliva para pronunciar las consonantes.

Vianello se detuvo, manteniéndose por lo menos a un metro de ella, para no sumar la amenaza de su corpulencia a la que había en las palabras de Brunetti. Los dos hombres la miraban sin decir nada.

—Fue Paolo —dijo—. Él lo consiguió para su madre, pero no sé cómo. Ella no quiso decírmelo, sólo decía lo muy orgullosa que estaba de él, que siempre pensaba en ella ante todo. —Aquí calló, como si creyera que esto bastaba para responder a sus preguntas y salvarla de sus amenazas.

—¿Qué le decía ella exactamente? —preguntó un Brunetti implacable.

—Ya se lo he dicho —respondió ella, beligerante.

Brunetti dio media vuelta.

—Vaya, Vianello.

La
signorina
Simionato miraba a uno y otro, buscando compasión. Al no encontrarla, echó la cabeza hacia, atrás y se puso a aullar como un animal herido.

Temiendo lo que pudiera ocurrir, Brunetti dio un paso hacia ella, pero se detuvo y retrocedió, porque no quería que lo vieran cerca de la mujer si alguien entraba a investigar. Al instante, apareció en la puerta la dueña, que gritó:

—Graziella. Basta. O te callas, o te marchas hoy mismo.

Al momento, tan repentinamente como había empezado, el alarido cesó, pero la
signorina
Simionato siguió sollozando. La dueña miró a Brunetti y a Vianello, hizo un sonido de desagrado y se fue, cerrando la puerta.

Brunetti, sin piedad, dijo a la mujer:

—Ya la ha oído, Graziella. No va a tener muchos miramientos con usted si he de contarle lo de
Poppi
y el veneno.

Graziella se quitó el gorro y se limpió los labios y la nariz con él, sin dejar de sollozar. Dejó las gafas encima de un horno, se enjugó las lágrimas y miró a Brunetti con los ojos desnudos, bizcos y casi invidentes.

Reprimiendo la compasión, él preguntó:

—¿Qué más le dijo, Graziella? Del dinero.

Cesaron los sollozos y ella enjugó las últimas lágrimas. Extendió la mano, buscando las gafas a tientas. Brunetti observaba cómo la mano se acercaba, se alejaba y volvía a acercarse, reprimiendo el deseo de ayudarla. Finalmente, sus dedos tropezaron con ellas y, asiéndolas cuidadosamente con las dos manos, se las puso.

—¿Qué le dijo su tía, Graziella? —repitió Brunetti—. ¿De dónde sacaba Paolo ese dinero?

—De alguien del trabajo —dijo ella—. Mi tía estaba muy orgullosa de él. Decía que eso era el premio por ser tan listo. Pero lo decía como burlándose, como si Paolo hubiera hecho algo malo para conseguirlo. Pero a mí eso me daba igual, porque ella decía que un día todo ese dinero sería mío. Así que me tenía sin cuidado. Además, decía que lo que él había hecho tenía la protección de la Virgen. Entonces no podía ser malo, ¿verdad?

Brunetti hizo como si no hubiera oído la pregunta.

—¿Sabía usted dónde estaba el dinero, en qué bancos?

Ella bajó la cabeza y asintió mirando al suelo.

—¿Sabe cómo llegaba hasta allí?

Silencio. Brunetti se preguntaba qué embarullada evaluación estaría haciendo ella de su pregunta y con cuánta verdad decidiría responder.

La mujer le sorprendió al decir, sencillamente:

—Lo llevaba yo.

Él, disimulando su momentáneo desconcierto, preguntó:

—¿Cómo?

—Desde que murió Paolo, yo iba a verla todos los meses, ella me daba el dinero y yo lo llevaba a los bancos. —Por supuesto, por supuesto: a él en ningún momento se le había ocurrido interrogarse acerca del medio físico por el que se hacían los depósitos, imaginando que debían de ser arcanas transferencias que sólo las artes de la
signorina
Elettra podrían detectar.

—¿Y los recibos?

—Se los llevaba a ella. Todos los meses.

—¿Dónde están ahora?

Silencio.

Alzando la voz, él repitió:

—¿Dónde están ahora?

Ella respondió en voz muy baja, obligándole a agacharse para entender lo que decía:

—Ella me dijo que los quemara.

—¿Quién? —preguntó Brunetti, aunque ya tenía una idea.

—Ella.

—¿Quién?

—La abogada —respondió la mujer, resistiéndose a pronunciar el nombre de la Marieschi.

—¿Y usted los quemó? —preguntó él, intrigado por saber si realmente ella comprendía que de este modo había destruido la prueba de que aquel dinero había existido.

Entonces ella lo miró y Brunetti vio que los cristales de las gafas se habían mojado, de las lágrimas que habían caído sobre ellos mientras ella tenía la cabeza inclinada, y que los ojos estaban más extraviados que nunca.

—¿Usted los quemó,
signorina
? —preguntó él sin suavizar la voz.

—Me dijo que era la única manera, para que pudiera quedarme con el dinero, porque, si la policía encontraba los recibos, sospecharían —dijo ella, y en cada una de sus palabras se percibía el dolor por la pérdida.

—¿Y después,
signorina
, qué pasó cuando fue a los bancos a sacar el dinero? —preguntó Brunetti.

—Los del banco… todos me conocían… me dijeron que las cuentas estaban cerradas.

—¿Y qué le hizo pensar que la
avvocatessa
Marieschi se había llevado el dinero? —preguntó él, introduciendo el nombre en la conversación por primera vez.

—Porque la
zia
Maria me había dicho que ella era la única persona que sabía lo del dinero, además de nosotras. Y que podía fiarme de ella. —Dijo esto con audible resentimiento—. ¿Quién más podía llevárselo?

Brunetti miró al silencioso Vianello levantando el mentón en señal interrogativa. Vianello cerró los ojos un momento y meneó la cabeza: eso era todo, de esta mujer no podrían sacar nada más.

Sin una palabra, Brunetti dio media vuelta y empezó a andar hacia la puerta.

A su espalda oyó la voz de Vianello:

—¿Por qué mató a la perra,
signorina
?

Brunetti se paró, pero no se volvió. Transcurrió tanto tiempo que cualquiera que no fuera el impávido Vianello hubiera abandonado la espera. Finalmente, salivando las consonantes más que nunca, ella escupió:

—Porque la gente quiere a los perros.

Tras una breve pausa, Brunetti oyó los pasos de Vianello y siguió andando hacia la puerta de la tienda.

Capítulo 19

—Bien —dijo Brunetti cuando salieron a la Calle Lunga San Barnaba—. ¿Qué le ha parecido?

—Usando el término que les enseñan a mis hijos en la escuela, yo diría que es una persona con «capacidad diferente».

—¿Quiere decir discapacitada?

—Sí, señor; tanto por su aspecto y su manera de gritar al ser contrariada como por una falta casi absoluta de reacciones y sentimientos humanos.

—Eso describe a la mitad de la
questura
—dijo Brunetti.

Vianello tardó un segundo en captarlo, y entonces le dio tal ataque de risa que tuvo que apoyarse en la pared de una casa hasta que se calmó. Brunetti, orgulloso de su ocurrencia, decidió mencionarla a Paola y se preguntó si Vianello la comentaría con la
signorina
Elettra.

Cuando Vianello se hubo repuesto, Brunetti siguió hacia la parada del Vaporetto de Ca´Rezzonico.

—¿Cree que ella haya podido tener algo que ver con la muerte de su tía?

La respuesta de Vianello fue inmediata.

—No. Al preguntarle usted por las cuentas y amenazarla con hacer que la despidieran si no contestaba, se ha puesto a gritar; pero, cuando le ha hablado de la tía, se ha quedado tan tranquila.

Lo mismo pensaba Brunetti, pero le alegraba que el inspector confirmara su opinión.

—Tenemos que hacer una lista de todas las personas que trabajaban con él en la oficina de la Enseñanza Pública —dijo, y rectificó—: Por lo menos, que trabajaban con él cuando empezaron los pagos.

—Eso será fácil, si los datos están informatizados —dijo Vianello.

—Me sorprende que ella no le ponga deberes para hacer en casa por la noche —sonrió Brunetti. Como Vianello no respondiera, preguntó—: ¿O se los pone?

Llegaron al embarcadero y se guarecieron en él, agradeciendo la sombra. Vianello se rascó la cabeza.

—No es que me ponga deberes, comisario. Pero sí que me ha dado un ordenador. Es decir, me lo ha dado el departamento. Y a veces me sugiere que pruebe de hacer cosas.

—¿Yo lo entendería? —preguntó Brunetti.

Vianello miró hacia el Palazzo Grassi y las largas colas de turistas que aguardaban frente a otro de los templos del arte.

—Lo dudo, comisario —respondió finalmente—. Ella dice que estas cosas tienes que aprenderlas probando diferentes maneras de hacerlas y diferentes maneras de planteártelas. Por eso necesitas tener un ordenador siempre a mano. —Miró a Brunetti y se aventuró a agregar—: Y también necesitas una sensibilidad especial para los ordenadores.

Brunetti fue a defenderse diciendo que sus hijos tenían ordenador y que su mujer usaba ordenador, pero le pareció una respuesta pueril y se limitó a preguntar:

—¿Cuándo podremos tener esos nombres?

—Mañana por la tarde a más tardar —dijo Vianello—. Yo no estoy seguro de poder conseguirlos, y la
signorina
Elettra tenía una cita esta tarde.

—¿Ha dicho dónde?

—No, señor.

—Entonces dejémoslo para mañana —propuso Brunetti mirando el reloj. No había por qué volver ahora a la
questura
, y Brunetti, de pronto, sentía que los acontecimientos del día lo habían dejado exhausto. No deseaba sino irse a casa, cenar con su familia y pensar en algo que no fuera muerte o codicia. Vianello aceptó la idea de buena gana y subió al Uno que iba hacia el Lido, dejando a su superior esperando el que llegaría en dos minutos para llevarlo a su casa.

Pero, cuando el
vaporetto
llegó a su parada, San Silvestro, Brunetti permaneció a bordo y no desembarcó hasta la siguiente, Rialto. Sólo tuvo que retroceder unos pasos por el canal hasta el Ayuntamiento, en Ca´Farsetti y torcer por la calle lateral para llegar al edificio en el que tenía sus oficinas la Enseñanza Pública. El comisario mostró su credencial al
portiere
, que le dijo que la oficina principal del Ufficio di Pubblica Istruzione estaba en la tercera planta. Como nunca se había sentido cómodo en los ascensores, Brunetti subió por la escalera. En la tercera planta, un letrero señalaba hacia la derecha por un estrecho pasillo, en cuyo extremo se encontraban las puertas vidrieras de las oficinas de la Enseñanza Pública. Después de franquearlas, Brunetti se encontró en una sala espaciosa, cuatro veces mayor que su despacho. Sillas de plástico color naranja se alineaban junto a las paredes a uno y otro lado de la entrada, frente a la cual había una mesa bastante deteriorada y, detrás de la mesa, una mujer no menos deteriorada, si bien algo le hizo sospechar que el deterioro de la mujer era deliberado más que fortuito.

Como no había nadie más, Brunetti fue hacia ella. La mujer podía tener entre treinta y cincuenta años: el maquillaje estaba aplicado con suficiente abandono como para impedirle afinar en el cálculo. El rojo que acentuaba el relieve de sus labios se había introducido en las finas arruguitas que le festoneaban el labio inferior, poniendo en su boca una insinuación de promesa juvenil al tiempo que subrayaba las huellas de años de mucho fumar. Los ojos eran verde oscuro, de un misterioso esmeralda, y tan brillantes que sugerían el uso de lentillas, o de drogas. No tenía cejas, sólo unas líneas marrones que le describían pronunciadas curvas en la frente, con una trayectoria caprichosa.

Brunetti sonrió al acercarse a la mesa. Ella movió los labios en correspondencia y preguntó:

—¿Viene por el depósito del agua potable? —Tenía una voz llana, sin modulaciones, que podía salir tanto de aquellos labios exagerados como de una máquina.

—¿Cómo dice?

—¿Viene por el depósito del agua potable? —rebobinó ella.

—No; vengo a hablar con el director.

—¿No viene por el depósito del agua potable?

—No; lo siento.

Él observó cómo esta información era procesada en algún lugar situado detrás de los ojos esmeralda. El que se frustraran sus expectativas, pareció abrumarla momentáneamente, obligándola a cerrar los ojos. Él vio que de la sien izquierda le asomaban dos bolitas de plata, pero se resistió a hacer cábalas sobre su origen y, más aún, su finalidad.

Los ojos se abrieron. Quizá los abrió la mujer, pero él no hubiera podido jurarlo.

—El
dottor
Rossi está en su despacho —dijo ella alzando una mano de largas uñas color verde y agitándola en dirección a una puerta situada detrás de su hombro izquierdo.

Brunetti le dio las gracias, decidió no decirle que deseaba que el hombre del tanque del agua potable llegara pronto y fue hacia la puerta. Al otro lado había un pasillo corto, con puertas a la izquierda y una serie de ventanas a la derecha que daban a un pequeño patio interior con más ventanas al otro lado.

Brunetti avanzó por el pasillo, leyendo los nombres y títulos de los rótulos situados al lado de cada puerta. Los despachos estaban silenciosos, aparentemente abandonados. Al final del corredor, torció a la derecha: ahora había puertas a ambos lados, pero ninguna era la del director.

Torció otra vez a la derecha y, al extremo de este corredor, encontró un rótulo en el que leyó:
DOTTORE MAURO ROSSI, DIRETTORE
, y llamó a la puerta.


Avanti
—gritó una voz, y Brunetti entró.

El hombre que estaba sentado a la mesa levantó la cabeza, pareció sorprendido al ver entrar a un desconocido en su despacho y preguntó:

—¿Sí? ¿Qué desea?

—Soy el comisario Guido Brunetti,
dottore
. He venido a hacerle unas preguntas acerca de un hombre que había trabajado aquí.

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