Pruebas falsas (24 page)

Read Pruebas falsas Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Pruebas falsas
6.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Comisario de policía? —preguntó Rossi y, a la señal afirmativa de Brunetti, le indicó una silla situada frente a la mesa. Al acercarse Brunetti, Rossi se levantó y le tendió la mano. Cuando aquel hombre se irguió en toda su estatura, Brunetti pudo apreciar que era media cabeza más alto que él. Aunque más corpulento que el comisario, Rossi no daba sensación de gordura. Aparentaba unos cuarenta y cinco años, conservaba una buena mata de pelo oscuro que le osciló sobre la frente cuando movió la cabeza, tenía una cara curtida que irradiaba salud y, a pesar de su envergadura, se movía con elegancia.

La misma impresión de vigorosa masculinidad producía el despacho: encima de una librería acristalada, una hilera de trofeos deportivos; a la izquierda del escritorio, las fotos enmarcadas en plata de una mujer y dos niños; en las paredes, cinco o seis diplomas, uno de ellos, el pergamino grabado en relieve que otorgaba un doctorado a Mauro Rossi.

Cuando estuvo sentado, Brunetti dijo:

—Se trata de una persona que trabajó aquí hasta hace unos cinco años,
dottore
: Paolo Battestini.

Rossi movió la cabeza de arriba abajo, invitando a Brunetti a continuar, pero no dio señales de reconocer el nombre.

—Nos interesa averiguar varias cosas de él —prosiguió el comisario—. Trabajó aquí más de una década. —Como Rossi guardaba silencio, Brunetti preguntó—: ¿Puede decirme si lo conoció,
dottore
?

Rossi reflexionó.

—Quizá. No estoy seguro. —Brunetti ladeó la cabeza solicitando aclaración y Rossi explicó—: Yo me encargaba de las escuelas de Mestre.

—¿Desde aquí? —preguntó Brunetti.

—No, no —dijo Rossi, sonriendo para pedir indulgencia por su falta de precisión—. Entonces yo estaba en Mestre. No me trasladaron aquí hasta hace dos años.

—¿En calidad de director?

—Sí.

—¿Y entonces se mudó a Venecia?

Rossi volvió a sonreír y frunció los labios ante la persistencia de la confusión.

—No; yo siempre he vivido en la ciudad. —A Brunetti le chocaba que el hombre siguiera hablando en italiano: normalmente, en esta fase de la conversación, un veneciano ya hubiera empezado a usar el dialecto. Quizá Rossi deseaba mantener la dignidad del cargo—. De manera que el traslado fue doblemente bienvenido, porque me evitaba tener que desplazarme a Mestre todos los días —prosiguió Rossi, interrumpiendo las reflexiones de Brunetti.

—La Perla del Adriático —comentó el comisario con ironía.

Rossi asintió con el desdén del auténtico veneciano hacia la fea advenediza de Mestre.

Brunetti advirtió que se habían desviado del tema y volvió a la pregunta original:

—Ha dicho usted que quizá lo conociera,
dottore
. ¿Puede ser más explícito?

—Supongo que, en realidad, debí de conocerlo —respondió Rossi y agregó, al observar la extrañeza de Brunetti—: Es decir, como conoces a las personas que trabajan en tu misma oficina o departamento. Las ves o sabes cómo se llaman, pero no llegas a tratarlas personalmente, ni a hablar con ellas.

—¿Solía usted venir a esta oficina mientras trabajaba en Mestre?

—Sí. El hombre al que sustituí en el cargo de director estaba aquí, por lo que, mientras dirigía la oficina de Mestre, yo tenía que venir una vez a la semana para asistir a las reuniones, porque la dirección central está aquí. —Adelantándose a la pregunta de Brunetti, Rossi dijo—: No recuerdo haber conocido ni haber hablado con una persona de ese nombre. Es decir, el nombre me suena, pero no puedo asociarlo a una persona en particular. Y, cuando me trasladaron, él ya debía de haberse marchado, si dice usted que se fue hace cinco años.

—¿Ha oído hablar de él a otros empleados?

Rossi movió la cabeza en silenciosa negativa y dijo:

—No que yo recuerde. No.

—¿Alguien ha hablado de él después de la muerte de su madre? —preguntó Brunetti.

—¿Su madre? —dijo Rossi, y entonces su cara reflejó la asociación de ideas—. ¿La mujer a la que mataron?

Brunetti asintió.

—No había establecido la relación —dijo Rossi—. Es un apellido bastante corriente. —Aquí cambió el tono de voz—. ¿Por qué preguntan ahora por él?

—Se trata, simplemente, de descartar una posibilidad,
dottore
. Asegurarnos de que no hubo relación alguna entre él y la muerte de su madre.

—¿Después de cinco años? —preguntó Rossi—. Ha dicho usted que se marchó de aquí hace cinco años. —Su tono daba a entender que pensaba que el comisario podría dedicar su tiempo con más provecho a indagar en otras cosas.

Brunetti, haciendo caso omiso de la insinuación, dijo:

—Como le he dicho,
dottore
, se trata de descartar posibilidades más que de establecer asociaciones. Por eso preguntamos. —Hizo una pausa, para dar a Rossi la oportunidad de hacer objeciones, pero éste calló. Brunetti observó que, cuando su interlocutor echó el cuerpo hacia atrás, no usó las manos sino sólo la fuerza de las piernas.

Brunetti se apoyó en el respaldo de la silla y, mostrando las palmas de las manos en ademán de resignación, dijo:

—A decir verdad,
dottore
, estamos un poco desconcertados, no tenemos ni idea de la clase de persona que era.

—Pero fue a la madre a quien mataron, ¿no? —preguntó Rossi, como el que ha asumido la responsabilidad de recordar a la policía cuál es su tarea.

—En efecto —respondió Brunetti, y volvió a sonreír—. Debe de ser simple cuestión de hábito. Siempre tratamos de reunir la mayor información posible acerca de las víctimas y de las personas de su entorno.

Como rememorando, Rossi preguntó:

—Pero, ¿no dijeron los periódicos entonces algo sobre una inmigrante, una rusa o algo así?

—Rumana —puntualizó Brunetti automáticamente. Algo le dijo que a Rossi no le gustaba que le rectificaran, y agregó—: No es que importe eso, desde luego,
dottore
. Habíamos pensado que quizá podríamos encontrar alguna razón por la que ella estuviera resentida con la
signora
Battestini. —Y, antes de que Rossi dijera algo, explicó—: El hijo pudo haberla ofendido.

—Pero cuando ella empezó a trabajar en la casa el hijo ya había muerto, ¿no? —preguntó Rossi, como sumando esta circunstancia a las otras que demostraban la futilidad de las preguntas de Brunetti.

—Sí, cierto —dijo Brunetti, repitiendo el ademán de palmas arriba, ahora, con menos énfasis, y poniéndose en pie—. Me parece que no tengo más preguntas,
dottore
. Muchas gracias por su atención.

Rossi se levantó.

—Espero haberle servido de ayuda —dijo. Brunetti ensanchó la sonrisa más aún.

—Me temo que sí,
dottore
—dijo, y agregó a renglón seguido, al ver la sorpresa de Rossi—, ya que nos ha permitido eliminar una posibilidad. Ahora tendremos que volver a concentrar la atención en la
signora
Battestini.

Rossi acompañó a Brunetti hasta la puerta del despacho. Tuvo que agacharse un poco para asir el picaporte. Tendió la mano y Brunetti se la estrechó: dos funcionarios públicos que se saludan tras unos minutos de fructífera colaboración. Reiterando al doctor el agradecimiento por su atención, Brunetti cerró la puerta y se dirigió hacia la escalera, mientras se preguntaba cómo podía saber el
dottore
Rossi que Paolo Battestini, al que decía no conocer, había muerto y que Flori Ghiorghiu había empezado a trabajar para su madre mucho después.

Eran más de las ocho cuando Brunetti llegó a su casa, pero Paola había decidido retrasar la cena, por lo menos, hasta la media, suponiendo que, si fuera a llegar mucho más tarde, él hubiera llamado.

El gesto grave de Brunetti armonizaba con el de los otros tres miembros de la familia, por lo menos, en el momento de sentarse a la mesa. Pero los chicos, después de comer dos raciones cada uno de
orecchiette con mozzarella di bufala y pomodorini
, ya se habían animado lo suficiente como para lanzar vítores de júbilo cuando Paola rompió la costra de sal bajo la que había asado un
branzino
, revelando su exquisita carne blanca.

—¿Qué se hace con la sal,
mamma
? —preguntó Chiara, echando aceite de oliva en su ración de pescado.

—Se tira a la basura.

—¿Es verdad que los indios ponían espinas de pescado alrededor del maíz, para que creciera mejor? —dijo la niña, apartando una raspa hacia la orilla del plato.

—¿Los indios con turbante o los indios con plumas? —preguntó Raffi.

—Los indios con plumas, naturalmente —dijo Chiara, insensible a las connotaciones racistas de la pregunta—. Ya debes de saber que en la India no había maíz.

—Raffi —dijo Paola—, ¿bajarás la basura esta noche al zaguán, para que no nos huela a pescado toda la casa?

—Sí. He quedado con Giorgio y Luca a las nueve y media. Me la llevaré cuando me vaya.

—¿Has metido tu ropa en la lavadora? —preguntó la madre.

Raffi puso los ojos en blanco.

—¿Imaginas que trataría de marcharme si no? —Miró a su padre y, con una vibración de solidaridad masculina en la voz, dijo—: Tiene radar. —Luego, deletreó la última palabra, para que quedara clara la naturaleza del régimen bajo el que vivía.

—Gracias —dijo Paola, segura de su poder e insensible a los reproches.

Cuando Chiara se ofreció para lavar los platos, su madre le dijo que, como estaban sucios de pescado, prefería lavarlos ella misma. La niña aceptó la respuesta como un indulto más que como una señal de desconfianza de sus aptitudes para las labores domésticas y, aprovechando la ausencia de Raffi, se fue a usar el ordenador.

Brunetti se levantó de la mesa cuando su mujer estaba acabando de fregar y sacó el moka del armario.

—¿Café? —preguntó Paola. Conocía sus costumbres y sabía que él tomaba café después de cenar sólo en el restaurante.

—Sí. Estoy molido —confesó.

—¿Y no sería preferible que te acostaras temprano? —sugirió ella.

—No sé si podría dormir con este calor.

—Cuando termine con esto, salimos a la terraza un rato, hasta que te entre el sueño —propuso Paola.

—De acuerdo —accedió él, volvió a guardar el bote y abrió el armario de al lado—. ¿Qué puede uno beber cuando hace tanto calor? —preguntó, mirando las botellas que llenaban los dos estantes.

—Agua mineral con gas.

—Muy graciosa —dijo Brunetti. Del fondo del armario, sacó una botella de galliano y repitió la pregunta con otras palabras—: ¿Qué puede uno beber, mientras contempla cómo se pone el sol por el Oeste, sentado en la terraza al lado de la persona a la que más quiere en el mundo, y comprende que la vida no puede ofrecerle mayor gozo que el de su compañía?

Ella colgó el paño del tirador del cajón de los cubiertos y le lanzó una mirada larga que terminó en una sonrisa burlona.

—Para un hombre en tu estado, lo más indicado es el agua mineral sin gas —dijo, y salió a la terraza a esperarlo.

A la mañana siguiente, Brunetti se sintió aquejado del letargo que le invadía a veces cuando un caso parecía haberse encallado. A ello se sumaba el penetrante calor que ya se había apoderado del día a la hora en que él se despertó. No le remontó la moral la taza de café que le entregó Paola ni tampoco la larga ducha con que se obsequió a sí mismo, aprovechando que sus dos hijos ya se habían ido al Alberoni y no había que temer que aporrearan la puerta del cuarto de baño si utilizaba más agua de la que permitía su ecológica mentalidad. Dos décadas de habitual malhumor matutino daban a Paola derecho preferente a ese estado de ánimo, por lo que no había que contar con que su conversación le alegrara la mañana.

Brunetti salió de casa inmediatamente después de la ducha, un poco irritado con el universo entero. Mientras iba hacia Rialto, decidió tomar otro café en el bar de la primera esquina. Compró un periódico y entró en el local leyendo los titulares. Fue a la barra y, sin levantar los ojos del papel, pidió un café y un brioche. No prestó especial atención al sonido familiar de la cafetera, el golpe sordo y el siseo, ni al tintineo de la taza en el platillo. Pero, al levantar la mirada, vio que la mujer que le había servido el café durante más de diez años había desaparecido o se había transformado en una china que tendría la mitad de sus años. Miró a la caja y vio allí a otro chino.

Hacía meses que venía observando esta gradual toma de los bares de la ciudad por propietarios y empleados chinos, pero ésta era la primera vez que ello ocurría en un lugar que él frecuentara. Resistiéndose al impulso de preguntar por la
signora
Rosalba y su marido, echó dos terrones en la taza. Se acercó a la vitrina y vio que los brioches eran diferentes de los que había tomado durante años, recién hechos y con mirtillo; en la vitrina había un letrero que explicaba que éstos eran elaborados en Milán y congelados. Terminó el café, pagó y se fue.

Todavía era temprano para que los turistas hubieran invadido los barcos, por lo que tomó el Uno en San Silvestro y se quedó de pie en cubierta, leyendo
Il Gazzettino
. No le puso de mejor humor lo que leyó y, aún menos, encontrar a Scarpa al pie de la escalera, al entrar en la
questura
.

Brunetti pasó por delante del teniente en silencio y empezó a subir la escalera. Entonces, a su espalda, oyó la voz de Scarpa que decía:

—Comisario, si me permite una palabra…

Brunetti se volvió y miró al hombre de uniforme:

—¿Sí, teniente?

—Hoy volveré a llamar a la
signora
Gismondi para interrogarla. Como parece usted interesado por ella, he pensado que querría saberlo.

—¿«Interesado», teniente? —se limitó a preguntar Brunetti.

Como si no le hubiera oído, Scarpa agregó:

—Nadie recuerda haberla visto en la estación aquella mañana.

—Supongo que lo mismo podrá decirse de la mayoría de los restantes setenta mil habitantes de la ciudad —dijo Brunetti con hastío—. Buenos días, teniente.

Brunetti entró en su despacho pensando en la conducta de Scarpa. Aquel obstruccionismo sistemático podía ser no más que la manifestación del odio que sentía por Brunetti y los que trabajaban con él, y la
signora
Gismondi, el instrumento del que se valía para atacarle.

Pero, por otra parte, Brunetti se preguntó —y no por primera vez— si Scarpa no estaría tratando de encubrir a otra persona. Esta posibilidad le producía una ligera náusea.

Other books

Bone to Be Wild by Carolyn Haines
Dracula (A Modern Telling) by Methos, Victor
The Rose Garden by Marita Conlon-McKenna
Surprise Mating by Jana Leigh
Super-sized Slugger by Cal Ripken Jr.
The Glendower Legacy by Thomas Gifford
Thou Shalt Not by Jj Rossum