Para distraerse de estos pensamientos, Brunetti se puso a leer los papeles que se habían acumulado en su bandeja de Entrada durante los últimos días, entre los que destacaba un memorándum del Ministero del'lnterno en el que se especificaban los cambios que se debían introducir en los procedimientos policiales, resultantes, según rezaba el documento, de la aprobación por el Parlamento de las recientes leyes. Brunetti leyó el memorándum con interés y lo releyó con indignación. Al terminar la segunda lectura, dejó el papel en el centro de la mesa, miró por la ventana y dijo en voz alta con repugnancia:
—¿Por qué no dejan que sean ellos los que gobiernen el país? —Y no se refería a los diputados al Parlamento.
Se ocupó de otros papeles que esperaban su atención y consiguió resistir la tentación de bajar a tratar de interferir en lo que estuvieran haciéndole a la
signora
Gismondi. Sabía que no podían acusarla de nada y que ella no era más que una pieza en un juego que él no acababa de comprender, pero sabía que cualquier tentativa de ayudarla le haría un flaco servicio.
Pasó una hora estúpida, y luego otra, hasta que Vianello llamó a la puerta. Cuando el inspector entró, a Brunetti le bastó una mirada para comprender que algo iba mal.
De pie delante de la mesa de Brunetti, con un fajo de papeles en la mano, Vianello dijo:
—He tenido un descuido, comisario.
—¿Qué dice?
—Lo tenía delante y no se me ocurrió preguntar.
—¿De qué me habla, Vianello? —preguntó Brunetti, secamente—. Y siéntese. No se quede ahí de pie.
Vianello pareció no haberle oído y levantó los papeles.
—Trabajaba en la oficina de contratos —dijo agitando los papeles, para más énfasis—. Su trabajo consistía en revisar los planos que se presentaban para las obras que debían hacerse en las escuelas y comprobar que en cada caso satisfacían las necesidades de los alumnos y los profesores. —Separó una hoja y puso las otras en la mesa—. Mire —dijo levantando el papel—: él no tenía autoridad para aprobar los contratos pero podía hacer recomendaciones. —Puso la hoja con las demás y dio un paso atrás, como si temiera que empezaran a arder—. Yo estaba allí, hablando de él, y no se me ocurrió preguntar en qué oficina trabajaba.
—¿Quién? ¿El hijo?
—Sí. Con él empezó la cosa. El padre trabajaba en la oficina de Personal, y bien sabe Dios que nadie de allí podría buscar sobornos.
—¿Qué fechas?
Vianello tomó los papeles y los hojeó.
—Los pagos empezaron a los cuatro años de entrar él. —Miró a Brunetti—. Tiempo más que suficiente para que se familiarizara con la mecánica de las cosas.
—Si ésa era la mecánica.
—¡Por Dios, comisario! —dijo Vianello con una insólita aspereza en la voz—. Es una oficina municipal. ¿Cómo van a funcionar las cosas allí?
—¿Quién era el jefe de la oficina cuando empezaron los pagos?
Sin necesidad de consultar los papeles, Vianello respondió:
—Renato Fedi. Le nombraron jefe del departamento unos tres meses antes de que se abrieran las cuentas.
—Y entonces decidió ampliar sus horizontes —completó Brunetti. Pero de pronto preguntó—: ¿Quién era el jefe cuando entró Battestini?
—Era Piero De Pra, que murió. Le sucedió Luca Sardelli, pero sólo estuvo dos años, hasta que lo trasladaron al departamento de Higiene. Antes de que lo privatizaran —agregó.
—¿Alguna idea de por qué lo trasladaron?
Vianello se encogió de hombros.
—Por lo poco que he averiguado de él, parece ser uno de esos personajes grises a los que se traslada de oficina en oficina porque tienen la habilidad de hacerse amigos de todo el mundo y nadie tiene valor para despedirlos. Los tienen a mano hasta que les encuentran un sitio a propósito, y entonces se los quitan de delante.
Brunetti, resistiendo la tentación de repetir la comparación con la
questura,
se contentó con preguntar:
—¿Y ahora está en el Assessorato dello Sport?
—Sí, señor.
—¿Tiene idea de lo que hace allí?
—No, señor.
—Compruébelo —dijo Brunetti. Antes de que Vianello pudiera darse por enterado de la orden, el comisario preguntó—: ¿Y Fedi?
—Siguió a Sardelli a Higiene, estuvo allí dos años y dejó la función pública para hacerse cargo de la empresa constructora de su tío, que dirige desde entonces.
—¿Qué clase de obras hacen?
—Restauración. De escuelas, entre otras cosas.
Brunetti repasó mentalmente su conversación con el Juez Galvani, tratando de recordar si de los comentarios del juez respecto a Fedi se le había escapado algún detalle, una inflexión de voz o una insinuación que le instara a investigar a aquel hombre, pero no encontró nada. Entonces pensó que Galvani no era amigo suyo ni le debía favor alguno, por lo que quizá tampoco le hubiera hecho tal sugerencia aunque existiera una razón que aconsejara inspeccionar sus actividades. Brunetti sintió un fogonazo de exasperación: ¿por qué tenía que ser siempre así, por qué nadie estaba dispuesto a hacer nada, a no ser que le reportara un beneficio personal o que te debiera un favor? Su atención volvió a Vianello, que decía:
—… no ha parado de crecer durante los cinco últimos años.
—Perdón, Vianello, estaba pensando en otra cosa. ¿Decía usted … ?
—Que la empresa del tío obtuvo un contrato para la restauración de dos escuelas en Castello, estando Fedi al frente de la oficina de Enseñanza Pública y que desde entonces no ha parado de crecer, especialmente, desde que él asumió la dirección.
—¿Cómo lo sabe?
—Hemos mirado en sus archivos y sus declaraciones de impuestos de esos años.
Brunetti, irritado, sintió la tentación de preguntar si aquella mañana Vianello y la
signorina
Elettra habían encontrado tiempo para personarse en las oficinas de Fedi y pedir permiso para examinar los libros y las declaraciones de impuestos y, todo ello, sin molestarse en solicitar la orden judicial correspondiente. Pero sólo dijo:
—Eso se ha de acabar, Vianello.
—Sí, señor —respondió el inspector mecánicamente, y agregó—: Tengo la teoría de que los presupuestos de las obras que se adjudicaron a la empresa del tío fueron evaluados por Battestini. En aquel entonces, él trabajaba en esa sección.
Brunetti preguntó, consciente del irremediable cinismo de la petición:
—¿Podría averiguar si los supervisó él?
Generoso en la victoria, Vianello se limitó a mover la cabeza afirmativamente.
—En las ofertas tiene que estar su firma o sus iniciales, si él era el encargado de examinarlas en nombre de la Enseñanza Pública. —Adelantándose a la siguiente pregunta de Brunetti, dijo—: En la oferta hay una casilla en la que se indica quién la ha estudiado y comprobado que se ajusta a las exigencias de la escuela, de modo que lo único que hay que hacer es buscar la oferta de Fedi y ver quién la tramitó.
—¿Habría manera de descubrir si los precios eran…? —A Brunetti le falló la imaginación y la frase quedó sin terminar.
—Creo que lo más fácil será mirar las otras ofertas y comparar precios y plazos. Si la del tío de Fedi era más cara o más limitada, habríamos encontrado la explicación.
Por el entusiasmo con que hablaba el inspector, Brunetti comprendió que ya preveía lo que iba a encontrar. Pero Brunetti había tenido ocasión de observar durante muchos años el genio con que los italianos robaban al Estado, y dudaba de que una persona tan sagaz como Fedi hubiera dado el contrato a su tío por medios ilícitos dejando una pista fácil de seguir.
—Mire si había penalización por incumplimiento de los plazos y si se aplicó —sugirió Brunetti, mostrando sus dos décadas de experiencia en la burocracia de la ciudad.
Vianello se levantó y salió del despacho. Durante un momento, Brunetti pensó en bajar a verlos trabajar —no trató de engañarse a sí mismo pensando que tal vez pudiera ayudar—, pero enseguida comprendió que sería mejor no interferir. Ellos irían más deprisa y él se evitaría enterarse de la creciente ilegalidad de las técnicas de investigación de la
signorina
Elettra y Vianello.
Al cabo de más de una hora, la impaciencia se impuso a la cordura, y Brunetti bajó al despacho de la
signorina
Elettra. Entró esperando verlos a ella y a Vianello delante del monitor, y lo sorprendió el despacho desierto y la pantalla vacía, como aletargada. La puerta de Patta estaba cerrada, y entonces Brunetti se dio cuenta de que hacía varios días que su superior no daba señales de vida, y pensó si se habría ido ya a Bruselas y empezado a trabajar para la Interpol sin que nadie se enterara. Una vez Brunetti columbró esta posibilidad, no pudo evitar plantearse sus consecuencias: ¿cuál de los varios oportunistas apostados en la resbaladiza cucaña del escalafón sería elegido para sustituirle?
La intrincada configuración geográfica de Venecia se reflejaba en los hábitos de su población: la red de estrechas calles que entrelazaban los seis
sestieri
era réplica del entramado de los hilos que conectaban entre sí a sus habitantes. Strada Nuova y Via XXII Marzo tenían el trazo ancho y rectilíneo de los vínculos familiares: cualquiera podía seguirlos fácilmente, Calle Lunga San Barnaba y Barbaria delle Tole también eran rectas pero mucho más cortas y estrechas, como los lazos entre amigos íntimos: no había peligro de extraviarse, pero no llevaban tan lejos. El grueso de las calles que te permitían moverte por la ciudad eran estrechas y sinuosas, algunas no tenían salida o desembocaban en vías que llevaban al incauto en dirección contraria a la que deseaba seguir: ésta era la vía del disimulo para la autoprotección, las sendas que debían seguir los que no tenían acceso a conductos más directos para llegar al objetivo.
Durante los años que había estado en Venecia, Patta había sido incapaz de orientarse solo por las estrechas calles, pero había aprendido, por lo menos, a enviar por delante a venecianos, para que lo guiaran por el laberinto de rencores y animadversiones construido a lo largo de los siglos, y le ayudaran a evitar los obstáculos y trampas creados en épocas recientes. Sin duda, el sustituto que les enviase la burocracia central de Roma sería un extranjero —como lo era todo el que no hubiera nacido oyendo el chapoteo de las aguas de la laguna— que bracearía desesperadamente buscando caminos rectos y vías directas para llegar a destino. Brunetti, estupefacto, se dio cuenta de que no quería que Patta se fuera.
Lo sacó de sus reflexiones la voz de Vianello que se acercaba. Al sonido grave de su risa se unió el tono más agudo de la carcajada de la
signorina
Elettra. Al entrar en el despacho y ver a Brunetti, se pararon, callaron y dejaron de sonreír.
Sin dar explicaciones por su ausencia, la
signorina
Elettra se situó frente al ordenador, lo despertó con una sola pulsación y oprimió una serie de teclas que hicieron aparecer en la pantalla dos páginas, una al lado de la otra.
—Son las especificaciones del pedido cursado a la empresa del tío de Fedi cuando él dirigía la oficina local de la Enseñanza Pública, comisario.
Brunetti se puso a su lado y vio el familiar membrete de la Administración de la ciudad y, debajo, oscuros párrafos de texto. Pulsó otra tecla y aparecieron otras dos páginas, prácticamente idénticas a las anteriores. Una nueva pulsación las sustituyó por otras dos. Estas últimas, sin membrete, contenían, a la izquierda, una columna de nombres y, en el lado opuesto, una columna de números.
—Esto es el presupuesto, comisario. Él leyó algunos de los epígrafes y, en la columna de la derecha, vio lo que costaría cada partida. Profano en la materia, ignoraba si los precios eran los correctos.
—¿Lo ha comparado con otros presupuestos? —preguntó apartando la vista del contrato y mirando a la
signorina
Elettra.
—Sí, señor.
—¿Y bien?
—El del tío era el más barato —dijo ella con audible decepción—. Además, se comprometía a que los trabajos se terminaran a plazo fijo y, si se retrasaban, aceptaba penalización.
Brunetti volvió a mirar e monitor, como si pensara que un examen más atento de palabras y números podría revelarle la estratagema que Fedi hubiera utilizado para llevarse el contrato. Pero, por más que miraba aquellas páginas, no conseguía encontrarles sentido. Finalmente, apartándose de la pantalla, preguntó:
—¿Se cumplieron los plazos?
—Todos sin excepción —dijo ella, tecleando unas palabras en el ordenador y aguardando a que nuevos documentos sustituyeran a los anteriores—. Todo el proyecto se terminó dentro del plazo —explicó, señalando lo que Brunetti supuso que serían los documentos que lo demostraban—. Es más —prosiguió—, tampoco se excedió de los presupuestos, y un ingeniero civil me ha dicho que las obras están bien hechas, que la calidad está muy por encima de la media de los trabajos que se hacen normalmente para la ciudad. —Al ver la reacción del comisario, agregó, mal de su grado—: Lo mismo se puede decir de las otras dos restauraciones que han hecho en las escuelas de la ciudad, comisario.
Brunetti miró de la pantalla a la cara de la joven, a la de Vianello y otra vez a la pantalla. Se había repetido a sí mismo muchas veces que había que contemplar los hechos tal como eran y no tal como él quería que fuesen, y sin embargo ahora que tenía ante sí una información que no cuadraba con lo que él deseaba que fuera la verdad, su primer impulso era suponer que aquello no era lo que aparentaba ser, y tratar de hallar pruebas que lo desmintieran.
Entonces lo vio: él se había obstinado en seguir una pista que los había conducido a este callejón sin salida apartándolos de la realidad desde el principio.
—Vamos por mal camino —dijo—. Desde el principio nos hemos equivocado. —Recordó el título de un libro que había leído años atrás y lo dijo en voz alta—: «La marcha del desvarío.» Hemos andado dando tumbos a la caza de grandes presas, cuando hubiéramos debido pensar en el dinero.
—¿Y eso no es dinero? —preguntó Vianello señalando la pantalla.
—Me refiero al dinero de las cuentas —insistió Brunetti—. Hemos mirado el total, no el dinero.
Sus caras indicaban que aún no le seguían, y así lo confirmó la indignada exclamación de Vianello:
—Para algunos de nosotros, treinta mil euros es dinero.
—Claro que es dinero —convino Brunetti—. Mucho dinero. Y hace diez años, más. Pero mirábamos el total, no los pagos mensuales. Una persona que cobrara un buen sueldo podía hacerlos casi sin enterarse. Usted mismo hubiera podido pagarlo, si fuera soltero y viviera con sus padres —dijo al sorprendido Vianello.