Pruebas falsas (21 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Pruebas falsas
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Brunetti, sin decir palabra, recorrió el despacho con la mirada. Vio a la perra en el suelo, a la izquierda de la mesa, en un charco de aquella maloliente sustancia amarilla.
Poppi
tenía la boca abierta y toda la lengua fuera, cubierta de una densa espuma blancuzca. El ojo visible estaba vidrioso y fijo en su ama, acusador o suplicante. El escalofrío de Brunetti se debía tanto a la idea de lo que ahora tendría que hacer como a la refrigeración del despacho. Hacía décadas, cuando le enseñaron que siempre se debía presionar a un testigo en su momento de mayor debilidad, le fue fácil asimilar la idea como norma general; lo difícil era ponerla en práctica.

Se acercó a la mesa, esperó un momento y tendió la mano hacia la silenciosa mujer.

—Creo que debería usted venir conmigo,
signora
—dijo, sin acercarse más y manteniendo la voz serena.

Ella, todavía con la mano sobre la boca, movió la cabeza negativamente.

—Ya nada puede hacer por ella —dijo él sin tratar de ocultar la pena que sentía por el hermoso animal—. Salgamos de aquí. Creo que será lo mejor.

Evitando mirar a la perra, ella dijo:

—No quiero dejarla sola.

—Está bien,
signora
—afirmó, aunque no sabía qué quería decir con eso. Hizo un pequeño ademán con los dedos, invitándola a levantarse. —Venga. Está bien.

Ella retiró la mano de la boca, la dejó en la mesa con la palma hacia abajo, puso al lado la otra mano y se levantó pesadamente, como una anciana. Sin mirar a la perra, salió de detrás de la mesa por el lado opuesto y fue hacia Brunetti. El comisario la tomó del brazo y la llevó a la sala de espera, cerrando la puerta.

Él apartó el sillón de la secretaria y, colocándolo de espaldas a la mancha de la pared, la ayudó a sentarse.

Acercó otra silla, la situó frente a la de ella, a un metro de distancia, y se sentó.

—¿Puede decirme qué ha ocurrido,
signora
? —Ella no respondía—. Cuénteme qué ha pasado.

La
signora
Marieschi empezó a llorar. Lloraba suavemente, apretando los labios, con abundantes lágrimas. Cuando por fin empezó a hablar, su voz estaba sorprendentemente serena, como si relatara cosas que habían ocurrido en otro lugar o a otras personas.

—No tenía más que dos años. Era casi un cachorro. Quería a todo el mundo.

—Es propio de la raza, creo —dijo Brunetti—. Son muy cariñosos.

—No desconfiaba de nadie, cualquiera pudo dárselo.

—¿Se refiere al veneno? —preguntó Brunetti.

Ella asintió. Antes de que él pudiera preguntar cómo había podido ocurrir, ella dijo:

—Detrás de la casa hay un jardín, la dejo ahí todo el día, incluso cuando salgo a almorzar. Todos lo saben.

—¿Todos los vecinos o todos sus clientes?

Ella, como si no hubiera oído la pregunta, dijo:

—Cuando he vuelto, he ido a buscarla para subirla. Pero enseguida lo he visto. Había… había vómito por toda la hierba y ella no podía andar. He tenido que subirla en brazos. —Miró en derredor, vio la mancha de la pared pero no pareció darse cuenta de las que tenía en la falda y en el zapato izquierdo y dijo—: La he dejado ahí y ha vuelto a vomitar. La he llevado al despacho y he llamado al veterinario, pero no estaba. Entonces ha vuelto a vomitar. Y se ha muerto. —Ninguno de los dos dijo nada hasta que ella prosiguió—: Luego le he llamado a usted. Pero tampoco estaba. —Lo dijo con una entonación que hizo que él se sintiera alcanzado por el mismo vago reproche que le había merecido el veterinario.

Sin darse por enterado, Brunetti dijo, inclinándose ligeramente hacia ella:

—El agente que me ha dado su mensaje ha dicho que la habían matado. ¿Quién cree que ha sido,
signora
?

Ella juntó las manos, las insertó entre las rodillas e inclinó el tronco hacia adelante, de manera que él sólo le veía la parte superior de la cabeza y los hombros.

Los dos callaron durante mucho rato. Cuando ella habló, lo hizo en voz tan baja que Brunetti tuvo que inclinarse aún más para oír lo que decía:

—Su sobrina —dijo. Y después—: Graziella.

Brunetti, endureciendo ligeramente el tono, preguntó:

—¿Por qué iba a hacer ella una cosa así?

La mujer se encogió de hombros con tanta vehemencia que, instintivamente, él se apartó. Se quedó esperando una explicación y, al ver que no llegaba, preguntó:

—¿Quizá ha sido por algo relacionado con la herencia,
signora
? —dijo, sin querer revelarle que estaba enterado de la existencia de las cuentas bancarias.

—Quizá —respondió la abogada, y el bien entrenado oído de Brunetti detectó un primer tono de evasiva, señal de que la mujer empezaba a salir del trauma causado por la muerte de la perra.

—¿Qué cree ella que ha hecho usted,
signora
? —preguntó el comisario.

Él estaba preparado para verla encogerse de hombros, pero no para que le mintiera mirándole a la cara:

—No lo sé —dijo.

Brunetti comprendió que ése era el punto crucial. Si le dejaba pasar esa mentira, ya podía despedirse de sacarle la verdad, por más que preguntara. Con toda naturalidad, como si fuera un viejo amigo al que se ha invitado a sentarse junto al fuego para platicar en confianza, él dijo:

—No tendríamos ninguna dificultad en demostrar que usted sacó el dinero del país,
avvocatessa
, y, aunque no consiguiéramos imputarle cargos, ya que dispone de un poder, su reputación profesional quedaría en entredicho. —Entonces, como si acabara de ocurrírsele la conveniencia de advertirla de otras posibles consecuencias, en su calidad de amigo, agregó—: Y supongo que también la Finanza querría hablarle de ese dinero. Ella estaba estupefacta. Olvidando todas sus artes de abogada, espetó:

—¿Cómo saben eso?

—Lo sabemos y basta —dijo él, ya sin ninguna compasión en la voz. Ella notó el cambio de tono, se irguió y hasta apartó un poco la silla. Brunetti vio que endurecía la expresión tanto como él.

—Creo que vale más que hablemos claramente,
signora
—dijo. Al ver que ella iba a protestar, cortó—: No me importa el dinero ni lo que haya hecho con él: lo que quiero saber es de dónde procedía. —Nuevamente, vio que ella se disponía a hablar, y comprendió que, si no conseguía asustarla lo suficiente, le mentiría—: Si su explicación no me satisface, redactaré un informe oficial acerca de esas cuentas, mencionando el poder otorgado a favor de usted y la fecha y destino de las transferencias.

—¿Cómo lo han averiguado? —preguntó ella con una voz que Brunetti no le había oído hasta entonces.

—Como ya le he dicho, eso no hace al caso. Lo único que me interesa es saber de dónde venía el dinero.

—Ella ha matado a mi perra —dijo la mujer con repentina fiereza.

Brunetti perdió la paciencia.

—Pues más le valdrá que no haya matado también a su tía porque, en tal caso, la próxima de la lista será usted.

Ella abrió mucho los ojos, acusando el golpe. Movió negativamente la cabeza una vez, dos, tres, descartando categóricamente tal posibilidad.

—No —dijo—; no pudo ser ella. De ninguna manera.

—¿Por qué no?

—La conozco, sé que ella no haría una cosa así. —El tono no admitía discusión.

—¿Y
Poppi
? ¿No ha matado a
Poppi
? —Brunetti ignoraba si esto era verdad, pero bastaba que ella lo creyera.

—Odia a los perros. Odia a los animales.

—¿La conoce usted bien?

—La conozco lo bastante como para saberlo.

—¿Y lo bastante como para saber que no mataría a su tía?

Su escepticismo fue para ella una provocación que le hizo responder:

—De haberla matado ella, le hubiera quitado el dinero antes. O al día siguiente.

Suponiendo que la abogada debía de saber que la sobrina también tenía un poder y que, quizá, lo, habría redactado ella misma, Brunetti preguntó:

—¿Pero usted se le adelantó?

Si la pregunta la ofendió no lo demostró y sólo respondió:

—Sí.

—Entonces quizá fue usted quien la mató —apuntó él, sin convicción, pero curioso por ver su reacción.

—Yo no mataría por tan poco —dijo la abogada, a lo que él no supo qué comentario hacer y volvió a referirse a las cuentas bancarias.

—¿De dónde procedía el dinero? —Viendo que la mujer no iba a responder, prosiguió—: Usted era su abogada, ella le había dado un poder, algo tiene que saber. —Como ella siguiera resistiéndose, dijo—: Quien la mató era una persona en la que ella confiaba lo suficiente como para dejarla entrar en el apartamento. Quizá sabía lo del dinero, o quizá fuera la persona que había estado dándoselo durante años. —La vio especular, adelantarse a sus palabras y atisbar posibilidades. Renunciando a expresar la peor de ellas, Brunetti dijo: —Quizá le convenga que encontremos a esa persona,
avvocatessa
.

Ella preguntó con voz ahogada:

—¿Puede ser la misma que la ha matado? —Como él no respondía, agregó—: A
Poppi
.

Él asintió, aunque pensaba que una persona capaz de una brutalidad como la empleada contra la
signora
Battestini no podía ser de las que te avisan por el procedimiento de matar a tu perro.

Toda la resistencia de la abogada cedió ante la evidencia de su propia vulnerabilidad.

—No sé quién era —dijo—. De verdad que no lo sé. Ella nunca me dijo eso.

Brunetti esperó casi un minuto a que ella continuara y, ante su silencio, preguntó:

—¿Qué le dijo?

—Nada. Sólo que el dinero era depositado mensualmente.

—¿Le dijo para qué necesitaba el dinero o lo que quería que se hiciera con él?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No; sólo que estaba allí. —Se quedó un rato pensativa y dijo con evidente extrañeza—: No creo que para ella fuera importante en qué gastarlo ni el hecho de poder disponer de él. Sólo le importaba tenerlo, saber que estaba ahí. —Levantó la cabeza y miró en derredor, como buscando una explicación para una conducta tan extraña. Entonces se volvió hacia Brunetti y dijo: — No me habló de él hasta hace tres años, cuando tuvo la idea de hacer testamento.

—¿Qué le dijo entonces? —volvió a preguntar él.

—Sólo que estaba ahí.

—¿Le dijo para quién quería que fuera? La abogada fingió confusión, y él repitió: —¿Le dijo adónde quería que fuera el dinero? La había llamado para hablar del testamento, por lo tanto, debió de mencionar el fin que quería dar al dinero.

—No —respondió ella con evidente falsedad.

—¿Por qué le otorgó un poder a usted?

Ella tardó en contestar, mientras trataba de construir una respuesta plausible:

—Quería que me encargara de sus asuntos. —Era una razón muy vaga, pero ella no parecía dispuesta a dar detalles.

—¿Por ejemplo?

—Buscarle asistentas. Pagarles. Nos pareció lo más práctico, para que no tuviera que estar pidiéndole cheques a cada momento. Ella ya no salía a la calle, no podía ir al banco. —Esperó a ver cómo reaccionaba él y, en vista de que no decía nada, agregó—: Así era más fácil.

Debía de tomarlo por idiota, si pensaba que él creería que una persona como la
signora
Battestini iba a confiar a alguien todo su dinero. Se preguntaba cómo habría conseguido la Marieschi convencer a la anciana para que le firmara el poder o qué habría creído que firmaba. Le hubiera gustado saber quién estaba presente en el acto de la firma, en calidad de testigo. Como había dicho, le importaba poco adónde hubiera ido a parar el dinero; él quería saber de dónde había venido.

—¿Así que usted utilizaba el dinero para pagar a las asistentas?

—Sí; los pagos de los suministros estaban domiciliados.

—Todas eran ilegales, ¿verdad? —preguntó él bruscamente.

Ella, fingiendo desconcierto, dijo:

—No sé a qué se refiere.

—Confieso que me asombra,
avvocatessa
, que una letrada de este país no sepa a qué me refiero cuando hablo de trabajadores ilegales.

Abandonando toda prudencia, ella dijo:

—No pueden demostrar que yo supiera eso.

Él prosiguió, sosegadamente:

—Creo que ha llegado el momento de que le explique ciertas cosas. El negocio que pueda estar haciendo con inmigrantes ilegales y pasaportes falsos no me interesa, por lo menos, mientras investigo un asesinato. Pero, si sigue mintiéndome o rehuyendo responder a mis preguntas, me encargaré de que mañana mismo la Policía de Inmigración reciba un informe completo de sus actividades, con las direcciones de las mujeres que actualmente están utilizando los falsos papeles de Florinda Ghiorghiu en Trieste y en Milán, y de que la Guardia di Finanza se entere de sus transacciones con las cuentas bancarias de la
signora
Battestini.

Ella fue a protestar, pero él la atajó extendiendo una mano.

—Si vuelve a mentirme, hoy mismo daré parte de la muerte de su perra, sin excluir su afirmación de que la ha matado la sobrina de la
signora
Battestini, lo cual dará lugar a que se la interrogue a ella acerca de las razones que pueda haber tenido para envenenar al animal.

Ella no lo miraba, pero él estaba seguro de que no se perdía ni una palabra.

—¿Está claro,
signora
?

—Sí.

—Quiero que me repita, palabra por palabra, todo lo que ella dijera respecto a esas cuentas, y que me diga todo lo que usted pudo haber pensado, acerca de su posible procedencia, durante los años en que estuvo enterada de su existencia, cualquiera que fuera la fuente de esta información y el crédito que usted le diera. —Hizo una pausa—. ¿Entendido?

Esta vez ella respondió sin vacilar.

—Sí —suspiró, pero, sabiéndola una embustera tan consumada, él no se dejó impresionar. La mujer dejó pasar un tiempo y prosiguió—: Me habló de las cuentas cuando hizo testamento, pero en ningún momento me dijo de dónde había salido el dinero, ya se lo he dicho. Pero un día, hace un año aproximadamente, hablándome de su hijo (al que, como ya le he dicho, no llegué a conocer) me dijo que había sido un buen chico y le había asegurado la vejez. Que él y la Virgen cuidarían de ella. —Él la miraba fijamente, preguntándose sí estaría mintiéndole y si él podría detectarlo—. Ella repetía mucho las cosas —prosiguió—, como hacen las personas mayores, por lo que no le prestaba atención.

—¿Por qué fue esta vez a su casa? Antes me ha dicho que había hecho testamento hace tres años.

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