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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (16 page)

BOOK: Pruebas falsas
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—Por supuesto —dijo Brunetti poniéndose en pie y guardando la libreta en el bolsillo—. Ha sido usted más que generoso con su tiempo.

Mientras iban hacia la puerta, Brunetti preguntó:

—¿La
signora
Battestini recibió alguna visita estando usted en su casa?

—Que yo recuerde, nadie iba a verla —dijo el médico. Se paró, buscando en la memoria—. Como ya le he dicho, alguna que otra vez la llamaban por teléfono, pero ella siempre decía que estaba ocupada y que volvieran a llamar.

—¿Recuerda si hablaba en veneciano con esas personas,
dottore
?

—La verdad, no sabría decirle —respondió Carlotti—. Es lo más probable. Casi había olvidado el italiano. A algunos les ocurre. Por lo menos, yo nunca la oía hablarlo —puntualizó. Volvió a frotarse la nuca—. Un día, hará unos tres años, ella estaba hablando por teléfono cuando llegué. Yo tenía llave, para poder entrar si ella no oía el timbre, ¿comprende? Aquel día, el televisor estaba a tope, se oía desde la calle, yo sabía que no me oiría si llamaba, de manera que abrí directamente. Pero entonces noté que habían bajado el volumen. Debió de sonar el teléfono mientras yo subía la escalera. Ella hablaba con alguien. —Hizo una pausa—. Supongo que la llamada la había hecho esa otra persona. Ella siempre decía que llamar por teléfono costaba muy caro. Lo cierto es que había bajado el volumen del televisor y estaba hablando.

Brunetti, de pie al lado del médico, esperaba sin decir nada, dejándole espacio y tiempo para recordar.

—Ella decía que había estado esperando noticias de esa persona, quienquiera que fuese, pero lo decía con una voz… no sé… cruel o sarcástica, o entre lo uno y lo otro. Y entonces se despidió y dio un tratamiento a aquella persona, no recuerdo cuál.
Dottore
, quizá, o
professore
, o algo por el estilo; pero no por usar el título hablaba con deferencia, sino todo lo contrario. —Mientras le observaba, Brunetti vio cómo el recuerdo se definía—: Sí, era
dottore
, y hablaba en veneciano, estoy seguro.

Viendo que el médico no decía más, Brunetti preguntó:

—¿Usted le hizo algún comentario sobre aquella conversación?

—No, no. Es más, me sentí incómodo, quizá por su tono de voz o por cierta sensación extraña que me produjo su manera de hablar, y me paré en el umbral. Al percibir el ambiente, cerré la puerta, volví a meter la llave en la cerradura y la hice girar, haciendo mucho ruido esta vez. Entonces, antes de entrar, la llamé y pregunté si estaba en la sala.

—¿Puede explicarme por qué hizo eso? —preguntó Brunetti, sorprendido de que un hombre, aparentemente tan práctico, hubiera tenido una reacción tan compleja.

El médico movió la cabeza negativamente.

—No; fue la sensación que me produjo su manera de hablar. Me pareció que había sorprendido algo… algo perverso.

El llanto del niño se había intensificado mientras hablaban. El médico abrió la puerta, asomó la cabeza y dijo:


Signora
Ciaparelli, ya puede entrar con Piero.

El médico dio un paso atrás para dejar salir a Brunetti y le estrechó la mano. Cuando el comisario llegó a la puerta de la calle, la del despacho ya se había cerrado y el niño había dejado de llorar.

Capítulo 13

De nuevo en su despacho, Brunetti marcó el número de la
signorina
Simionato, y tampoco esta vez obtuvo respuesta. Lo desconcertaba el dinero de las cuatro cuentas. No la suma total: mucha gente, aparentemente pobre, tenía fortunas ocultas, acumuladas en una larga vida de privaciones diarias. Lira a lira, renuncia a renuncia, amasaban un capital que luego dejaban a los parientes o a la Iglesia. Debían de pasarse la vida contando, se decía Brunetti, contando y diciendo no a todo lo que no fuera estrictamente necesario para la supervivencia. Ni se gozaba de los placeres ni se atendían los deseos, mientras la vida iba transcurriendo. O, lo que era peor, el placer se pervertía, y se encontraba sólo en la abstinencia y el deseo se satisfacía sólo atesorando el producto de las privaciones.

Brunetti había observado más de una vez el fenómeno, que ya no le sorprendía. Lo que no encajaba en el esquema era la sofisticación con que se había sacado el dinero, primero, de los bancos, y, después, del país. La sofisticación y la celeridad. Las transferencias se habían hecho el lunes siguiente a la muerte, mucho antes de que pudieran iniciarse los trámites del testamento. Esto indicaba que una de las mujeres —o las dos—, había actuado nada más enterarse de la muerte de la
signora
Battestini, lo cual, a su vez, sugería que la anciana tenía las cuentas bien controladas y hubiera advertido en los estados mensuales cualquier retirada de fondos. Brunetti tomó nota de preguntar al cartero si los estados eran entregados en el domicilio. Aunque en el desván no había encontrado ni rastro de ellos, los sobres de cuatro bancos diferentes —cinco, contando la cuenta de Uni Credit— no podían pasar inadvertidos ni al cartero más negligente.

En su juventud, Brunetti se había considerado un hombre intensamente político. Estaba afiliado a un partido y se alegraba de sus triunfos, convencido de que su acceso al poder traería al país más justicia social. Su desilusión no fue rápida, aunque sí estuvo acelerada por la influencia de su esposa, que había llegado a un estado de desesperanza política y negro cinismo mucho antes de que él se resignara a claudicar. Brunetti había rebatido explícitamente y con plena convicción las primeras acusaciones de venalidad y endémica corrupción lanzadas contra los hombres que él creía que habían de conducir a la nación hacia un futuro mejor y más justo. Pero después había visto las pruebas que se esgrimían contra ellos, no con los ojos del fiel adepto sino con los del policía, y había tenido que convencerse de su culpabilidad.

Desde entonces se había mantenido apartado de la política y, si aún votaba, era sólo para dar ejemplo a sus hijos, no porque creyera que ello podía suponer diferencia alguna. Durante aquellos años, mientras crecía su cinismo, se enfriaban sus antiguas relaciones con políticos hasta hacerse puramente formales más que cordiales.

Ahora trataba de hallar a alguien en la Administración actual en quien poder confiar, y no se le ocurrió ningún nombre. Desviando su atención a la judicatura, encontró un solo nombre, el del juez encargado de la investigación del daño causado en el medio ambiente por los complejos petroquímicos de Marghera. El juez Galvani, que ya no era joven, estaba siendo objeto de una bien orquestada campaña para obligarle a jubilarse.

Brunetti encontró su número en la lista de funcionarios de la ciudad que le había sido entregada años atrás, y lo marcó. Contestó un secretario, que dijo que el juez estaba ocupado y, cuando Brunetti le informó de que se trataba de un asunto policial, respondió que vería si Su Señoría podía atenderle. Entonces Brunetti dijo que llamaba de parte del
vicequestore
Patta, y el secretario le puso con el juez.

—Galvani —dijo una voz grave.


Dottore
, aquí el comisario Guido Brunetti. ¿Dispondría de unos minutos para hablar conmigo?

—¿Brunetti?

—Sí, señor.

—Conozco a su superior —dijo el juez Galvani, para sorpresa del comisario.

—¿El
vicequestore
Patta?

—Sí. Parece que no tiene muy buena opinión de usted, comisario.

—Eso es muy lamentable, señor, pero me temo que escapa a mi control.

—Desde luego —respondió el juez—. ¿De qué quiere hablarme?

—Preferiría no decirlo por teléfono, señor.

Brunetti había leído en algunas novelas la frase «una pausa elocuente». Ésta lo era. Al fin, Galvani preguntó:

—¿Cuándo quiere que nos veamos?

—Lo antes posible.

—Son casi las seis. Salgo dentro de media hora. ¿Nos encontramos en ese sitio del
Ponte delle Beccarie
? —Preguntó el juez, refiriéndose a una
enoteca
próxima al mercado del pescado—. ¿A las seis y media?

—Muy amable, señor —dijo Brunetti—. Yo llevo…

—Ya sé quién es usted —cortó el juez. Y colgó.

Nada más entrar en el bar, Brunetti reconoció al juez Galvani en un hombre maduro que estaba en la barra, con una copa de vino blanco delante. Bajo, fornido, con la nariz abotargada del gran bebedor y el cuello y los puños de la americana grasientos, Galvani parecía cualquier cosa menos un juez: un carnicero, quizá, o un estibador. Pero Brunetti sabía que aquel hombre no tenía más que abrir la boca y empezar a hablar, con su voz bellamente modulada, de la que el italiano fluía con una pronunciación que para sí quisieran muchos actores, para que se revelara el verdadero hombre que había detrás de aquel disfraz corporal. Brunetti se acercó a él y dijo tendiendo la mano:

—Buenas tardes,
dottore
.

El apretón de Galvani era firme, cálido y enérgico.

—¿Buscamos un sitio donde sentarnos? —preguntó volviéndose hacía las mesas del fondo del local, la mayoría, ocupadas a esta hora. En aquel momento, tres hombres se levantaban de una mesa de la izquierda, y Galvani fue rápidamente hacia ella, mientras Brunetti se paraba a pedir una copa de chardonnay.

Cuando el comisario llegó a la mesa, Galvani, que ya estaba sentado, se levantó a medias. Aunque sentía curiosidad por el caso contra las fábricas petroquímicas de Marghera, en las que habían trabajado dos tíos suyos que habían muerto de cáncer, Brunetti no dijo nada, ya que sabía que el juez no podía ni querría hablar de ello.

Galvani levantó la copa hacia Brunetti, tomó un sorbo, la puso en la mesa y preguntó:

—¿Usted dirá?

—Es sobre la mujer que fue asesinada el mes pasado, Maria Battestini. Parece ser que, en el momento de su muerte, tenía varias cuentas bancarias con un saldo total de más de treinta mil euros. Las cuentas fueron abiertas hace unos diez años, cuando su marido y su hijo trabajaban para la Enseñanza Pública, y han venido haciéndose ingresos hasta su muerte. —Brunetti calló, tomó la copa, pero volvió a dejarla en la mesa sin beber. Nerviosamente, hizo girar la pata de cristal entre el pulgar y el índice. Galvani no decía nada—. Yo pienso que la mujer a la que se acusó del asesinato de la
signora
Battestini no la mató —prosiguió Brunetti—. Pero no tengo pruebas fehacientes. Y, si no la mató ella, tuvo que matarla otra persona. Hasta ahora, la única anomalía, en todo lo que sabemos de la víctima, es la existencia de esas cuentas. —Volvió a callar, pero siguió sin probar el vino.

—¿Y qué tengo yo que ver con todo eso, si me permite la pregunta? —dijo Galvani.

Brunetti lanzó una mirada al juez.

—Lo primero que hemos de hacer es hallar la procedencia de esos pagos. Como los dos hombres trabajaban en la Enseñanza Pública, me gustaría empezar por ahí. —Galvani asintió, y Brunetti prosiguió—: Hace décadas que está usted en los tribunales de esta ciudad, señor, y me consta que ha tenido motivos para examinar el funcionamiento de varios sectores de la burocracia de esta ciudad —dijo Brunetti, no poco orgulloso de su delicadeza para describir lo que la prensa conservadora solía llamar la «demencial cruzada» de Galvani contra las administraciones de la ciudad—. Así que he pensado que estará familiarizado con la Enseñanza Pública y su funcionamiento. —Galvani asimiló la observación con una mirada de fría apreciación y Brunetti puntualizó—: Es decir, su funcionamiento real. —El gesto de asentimiento del juez fue mínimo, pero bastó para animar a Brunetti a continuar—: O que podría sugerir una razón o, quizá, indicar a una persona que pudiera explicar esos pagos. O la existencia de una irregularidad que hubiera sido preferible que no se detectara.

—¿Irregularidad? —preguntó Galvani y, a la señal de asentimiento de Brunetti, sonrió—: Con qué elegancia lo expresa.

—A falta de una palabra mejor —explicó Brunetti.

—Desde luego —dijo el juez, que se arrellanó en la silla y volvió a sonreír. En una cara tan fea como la de Galvani, aquella sonrisa tenía una extraña dulzura—. Sé muy poco de la Enseñanza Pública, comisario. O, mejor dicho, sé y no sé, que parece ser la manera en que la mayoría vamos por la vida: creyendo ciertas cosas porque alguien las ha insinuado o porque es la única explicación que encaja con otras cosas que sabemos. —Tomó otro sorbo y dejó la copa—. La Enseñanza Pública, comisario, es el trastero de los funcionarios civiles o, si lo prefiere, el cementerio de los elefantes: el lugar al que siempre se ha enviado a los incompetentes sin remisión, o en el que se deja aparcado a alguien mientras se le busca un puesto más lucrativo. Por lo menos, así fue hasta hace cuatro o cinco años, cuando la administración de esta ciudad tuvo que admitir que algunos cargos del departamento debían darse a profesionales que tuvieran ciertos conocimientos acerca de la manera de ayudar a los niños a aprender. Hasta entonces esos puestos eran bicocas políticas, aunque bicocas más bien modestas. Porque, en realidad…. ¿cómo le diría…?, la gente que iba a parar allí no tenía grandes oportunidades de incrementar su salario. —Brunetti reconoció que la fraseología de Galvani no era menos elegante que la suya propia. El juez levantó la copa y volvió a dejarla sin beber—. Si piensa que las cuentas de la
signora
Battestini pudieron abrirse para recibir sobornos destinados a su marido o a su hijo en relación con su trabajo, le sugiero que reconsidere su hipótesis. —Bebió, dejó la copa y agregó—: Comprenderá, comisario, que una suma relativamente modesta, acumulada durante tanto tiempo, no alcanza el nivel de los chanchullos que estoy acostumbrado a encontrar en esta ciudad. —Sin dar tiempo a Brunetti para medir el alcance de la observación, el juez prosiguió—: Pero, como le digo, es un departamento en el que nunca he tenido que intervenir, quizá porque allí las cosas se hacen en menor escala. —Otra vez la sonrisa—. No olvidemos que la corrupción es como el agua, que siempre encuentra un lugar en el que encharcarse, por pequeño que sea.

Durante un instante, Brunetti no pudo menos que preguntarse si su pobre opinión del gobierno local parecería tan pesimista a los ojos de una persona menos familiarizada que él con el funcionamiento de sus mecanismos. Pero, dejando de lado esta reflexión y también la oportunidad de comentar las palabras del juez, Brunetti se limitó a preguntar:

—¿Sabe quién estaba al frente del departamento durante aquellos años?

Galvani cerró los ojos, apoyó los codos en la mesa y dejó descansar la frente en la palma de las manos. Así estuvo por lo menos un minuto, luego levantó la cabeza, miró a Brunetti y dijo:

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