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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (12 page)

BOOK: Pruebas falsas
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—¿Crees que podrías empezar a pensar en la cena en un contexto más amplio? —preguntó él.

Paola lo miró, luego miró el reloj y vio que eran más de las ocho.

—Ah —dijo, como sorprendida de que se la reclamara para tan mundanos menesteres—. Por supuesto. Ya he oído llegar a los chicos. —Entonces pareció reparar en su marido como si no lo hubiera visto hasta aquel momento y preguntó— ¿Qué has hecho con la camisa? ¿Limpiarte las manos?

—Sí —respondió él y, al ver su gesto de sorpresa, añadió—: Te lo contaré después de cenar.

Tanto Chiara como Raffi estaban en casa, circunstancia poco frecuente durante el verano, en que a menudo uno de ellos o los dos cenaban y hasta dormían en casa de amigos. Raffi había llegado a una edad en la que su amor de adolescente por Sara Paganuzzi había adquirido un tono más adulto, tanto que una tarde, hacía varios meses, Brunetti se lo había llevado aparte para hablarle del sexo, pero su hijo lo atajó diciendo que todo aquello ya se lo habían explicado en el colegio. Fue Paola quien, a la noche siguiente, puso los puntos sobre las íes al declarar que, no obstante lo que hicieran o pensaran los amigos de Raffi, ella había hablado con los padres de Sara y todos estaban de acuerdo en que, bajo ningún concepto, ni él pasaría la noche en casa de Sara ni ella, en la de él.

—¡Pero eso es medieval! —gimió Raffi.

—También es definitivo —dijo Paola, dando por terminada la discusión.

Fuera cual fuera la fórmula que Raffi hubiera elaborado con Sara, parecía satisfacer a ambos, porque, siempre que cenaba en casa de los Brunetti, ella se mostraba cortés y afable con todos, y tampoco Raffi parecía abrigar resentimiento hacia sus padres por una política que la mayoría de sus amigos calificarían de «medieval».

Raffi y Chiara habían pasado el día en el Alberoni, aunque con pandillas diferentes y, después de haber estado nadando y jugando en la playa, ahora comían como cavadores. A juzgar por el tamaño de la fuente que Paola había llenado de pescado y gambas, parecía que había comprado un pez espada entero.

—¿Vas a repetir otra vez? —preguntó Brunetti a Raffi, al verle mirar la fuente, ya casi vacía.

—Está creciendo, papá —dijo Chiara, dando a entender que, sorprendentemente, ella estaba ahíta.

Brunetti miró a Paola, que en aquel momento se servía más espinacas, con lo que perdió la ocasión de apreciar la grandeza de alma de su marido al renunciar a preguntarle si su hijo incurría en gula. Volviendo la atención a la mesa, Paola dijo:

—Termínalo, Raffi. A nadie le gusta el pescado frío.

—En inglés
cold fish
tiene doble sentido, ¿verdad,
mamma
? —preguntó Chiara, que había heredado de su madre, además de la nariz y la figura alargadas, la pasión por las lenguas, cosa que Brunetti ya sabía, pero ésta era la primera vez que su hija se descolgaba con un juego de palabras en su segunda lengua.

Cuando terminaron el helado, a Chiara se le cerraban los ojos, y Paola envió a los chicos a la cama y empezó a quitar la mesa. Brunetti llevó el bol del helado a la cocina y, de pie junto al mostrador, lamió la cuchara de servir y luego la pasó por el fondo del bol, apurando los trocitos de melocotón. Cuando agotó las posibilidades, dejó el bol al lado del fregadero y volvió a la mesa, a buscar las copas.

Después de poner los platos en remojo, Paola dijo:

—¿Seguimos con el tema de la fruta y nos tomamos un traguito de Williams en la terraza?

—Si no te tuviera a mi lado, cuidándome, probablemente, me moriría de hambre —dijo Brunetti.

—Guido, tesoro, me preocupan mucho las cosas que podrían ocurrirte a causa de tu trabajo, pero la muerte por inanición no es una de ellas —respondió Paola, saliendo a la terraza a esperarle.

Él decidió sacar sólo las copas y dejar la botella; siempre podía entrar a buscar más, si quería. Encontró a Paola sentada en un sillón, con los pies apoyados en el travesaño inferior de la barandilla y los ojos cerrados. Al oírle acercarse, extendió la mano y él le dio la copa. Paola tomó un sorbo de licor, suspiró y tomó otro sorbo.


God's in His heaven, all's right with the world
[4]
—dijo.

—Quizá ya has bebido bastante, Paola —observó él.

—Cuéntame lo de la camisa —dijo ella.

Él se lo contó.

—¿Y tú crees a esa mujer… a esa
signora
Gismondi? —preguntó ella cuando Brunetti terminó el relato de los sucesos del día.

—Me parece que sí —dijo—. No veo por qué habría de mentir. Nada de lo que me ha dicho indica que fuera algo más que una vecina de la anciana.

—Una vecina rencorosa —apuntó Paola.

—¿Por eso de la televisión? —preguntó él.

—Sí.

—No se mata a una persona por el ruido de un televisor —observó él.

Ella extendió la mano y la puso en el brazo de su marido.

—Guido, hace décadas que te oigo hablar de tu trabajo, y me parece que hay no poca gente dispuesta a matar por mucho menos que el ruido de un televisor.

—¿Por ejemplo?

—Te acuerdas de aquel hombre, no sé si fue en Mestre, que salió a decir a uno que estaba en un coche delante de su casa que bajara la radio? ¿Cuánto hace de aquello, cuatro años? El otro lo mató, ¿no?

—Pero era hombre —dijo Brunetti—. Y tenía antecedentes de violencia.

—¿Y tu
signora
Gismondi no los tiene?

Esto hizo advertir a Brunetti que había omitido pedir a la
signorina
Elettra que viera qué podía encontrar acerca de la
signora
Gismondi.

—No me parece probable.

—Seguramente, no encontrarías nada.

—¿Por qué quieres que dude de ella?

Ella suspiró en silencio.

—A veces, es decepcionante que, al cabo de tantos años, aún no hayas comprendido cómo funciona mi cerebro.

—Eso no creo que llegue a comprenderlo nunca —reconoció Brunetti sin ironía—¿Qué es lo que ahora no comprendo?

—Que yo creo que tienes razón acerca de la
signora
Gismondi. Alguien que besa la mano a la persona que un día le compró un helado no va a cometer un asesinato: es una incongruencia. —Ésta podía ser una descripción aleatoria del perfil de la rumana y él no creía que fuera a tener ocasión de aplicarla, pero a Brunetti le pareció un sano criterio para valorar la conducta humana—. Lo que pretendo es darte argumentos que esgrimir ante gente como Patta, Scarpa y demás que no quieran creerlo.

Paola mantenía los ojos cerrados, y él contempló su perfil: nariz recta, quizá un poco larga, unas líneas tenues junto a los ojos, que él sabía marcadas por el humor y un ligero principio de flacidez debajo del mentón.

Pensó en los chicos, en lo cansados que los había visto durante la cena, mientras paseaba la mirada por el cuerpo de ella. Dejó la copa en la mesa y se inclinó hacia su mujer:

—¿No podríamos volver a nuestra exploración de los siete pecados capitales? —preguntó.

Capítulo 10

Su cita con la
avvocatessa
Roberta Marieschi era a las diez de la mañana siguiente. Como el despacho estaba en Castello, al principio de Via Garibaldi, Brunetti tomó el Uno hasta Giardino. Los árboles de los jardines públicos parecían fatigados, polvorientos y muy necesitados de lluvia. En realidad, otro tanto podía decirse de la mayoría de los habitantes de la ciudad. No tuvo dificultad para encontrar el despacho, contiguo a lo que había sido una muy buena pizzería, ahora transformada en una tienda que vendía falso cristal de Murano. Llamó al timbre, entró y subió al despacho, situado en el primer piso.

La secretaria con la que había hablado la víspera alzó la cabeza al entrar él, sonrió y le preguntó si era el
signor
Brunetti. Cuando él respondió afirmativamente, ella dijo si no le importaría aguardar unos minutos, porque la
dottoressa
aún estaba con otra visita. Brunetti se sentó en un confortable sofá de color gris y examinó las portadas de las revistas que había en la mesita de su izquierda. Eligió
Oggi
porque casi nunca tenía ocasión de leerla: no quería comprarla y lo violentaba que lo vieran leerla. Estaba enfrascado en la crónica del enlace de un príncipe escandinavo de segunda fila cuando se abrió la puerta situada a la izquierda de la secretaria y salió a la sala de espera un anciano. En una mano llevaba una cartera de piel negra y, en la otra, un bastón con puño de plata.

La secretaria se levantó y preguntó con una sonrisa:

—¿Desea hora para otra visita,
cavaliere
?

—No, gracias,
signorina
—respondió él sonriendo a su vez afablemente—. La llamaré cuando haya leído estos papeles.

Intercambiaron corteses saludos de despedida y la secretaria se acercó a Brunetti, que se puso en pie.

—Le acompaño,
signore
—dijo y fue hacia la puerta que el anciano había cerrado. La mujer dio un golpe con los nudillos y entró, seguida por Brunetti a uno o dos pasos de distancia.

El escritorio estaba en el otro extremo de la habitación, entre dos ventanas. No había nadie sentado tras él, pero Brunetti percibió algo que se movía en el suelo, una forma de color marrón claro, que asomaba por debajo de la mesa. Podía ser un ratón o, quizá, un lirón, aunque él creía que estos animales vivían en el campo, no en la ciudad. Al oír una voz de mujer que pronunciaba su nombre, se volvió, fingiendo no haber visto nada.

Roberta Marieschi aparentaba unos treinta y cinco años, tenía una figura alta y erguida y una cara muy bonita. Estaba junto a una librería que cubría toda una pared del despacho, guardando un grueso tomo.

—Discúlpeme,
signor
Brunetti. Siento mucho haberle hecho esperar —dijo y se acercó a él con la mano extendida, asiendo con firmeza la que él le ofrecía. Se volvió hacia la mesa—. Siéntese, por favor.

La secretaria salió del despacho. Él observó a la abogada mientras ella daba la vuelta a la mesa y se sentaba. Era un poco más baja que él, pero, por su figura, delgada y atlética a la vez, aparentaba mayor estatura. Llevaba traje de seda natural gris oscuro con la falda justo por debajo de la rodilla y unos sencillos zapatos negros, sin tacón, zapatos cómodos, para el despacho o para caminar. Tenía la piel ligeramente bronceada, pero el suyo era sólo un color sano, no ese que hace pensar en el cuero. Ninguna de sus facciones llamaba la atención pero componían un conjunto atractivo, realzado por unos ojos castaños, de pestañas espesas, y unos labios carnosos y tersos.

—¿Dijo usted que deseaba consultar acerca de una herencia,
signor
Brunetti? —preguntó la mujer, pero, cuando él se disponía a responder, lo sorprendió oírla decir con resignada exasperación—: Bueno, ya basta.

Él, que estaba mirando los papeles que había encima de la mesa, levantó la mirada y vio que ella había desaparecido o, por lo menos, había desaparecido su cabeza. En el mismo momento, por debajo de la mesa, volvió a asomar aquella forma, entre hoja de palmera y abanico, de color beige, que empezó a oscilar lentamente de un lado al otro.

—He dicho basta,
Poppi
—decía la voz de la abogada debajo de la mesa.

Indeciso, Brunetti se quedó quieto, observando el movimiento de la cola del animal. Después de un rato que se hizo muy largo, reapareció la cabeza de la
avvocatessa
Marieschi, con el oscuro cabello revuelto.

—Perdone —dijo—. Normalmente, no la traigo al despacho, pero he vuelto de vacaciones y está enfadada conmigo por haberla dejado. —Echó el sillón hacia atrás y dijo a la perra—: ¿Verdad que sí,
Poppi
? Estás enfadada y quieres vengarte comiéndote mi zapato.

El animal se dio media vuelta y se dejó caer al suelo debajo de la mesa, con un golpe sordo, mostrando un trozo de cola bastante más largo. La abogada miró a Brunetti, sonrió y hasta pareció ruborizarse.

—Confío en que no le molesten los perros —dijo.

—Al contrario. Me gustan mucho.

Sonó un gruñido ronco en respuesta a su voz, y la mujer volvió a agacharse y dijo:

—Sal de ahí debajo, comedianta. Sal y verás que no has de tener celos. —Se inclinó hacia adelante, extendió los brazos, se inclinó un poco más y luego se irguió. Lentamente, de debajo de la mesa salió la cabeza y luego el cuerpo perruno más hermoso que Brunetti había visto en su vida:
Poppi
era una cobrador dorado y, aunque él sabía que era la raza de moda, eso no atenuaba su admiración. Con la lengua colgando,
Poppi
no tuvo más que volver hacia Brunetti sus ojos, muy separados entre sí, para conquistarlo. El cuerpo del animal quedaba a la altura del sillón, y él observó cómo apoyaba la cabeza en el regazo de la abogada mirándola con adoración.

—Espero que realmente le gusten los perros,
signor
Brunetti —dijo ella—. Porque, de lo contrario, ésta sería una situación muy embarazosa. —Instintivamente, puso la mano en la cabeza de la perra y empezó a rascarle suavemente la oreja izquierda.

—Es muy guapa —dijo Brunetti.

—Sí que lo es. Y tan buena como guapa. —Sin retirar la mano de la oreja de la perra, ella dijo, mirando a Brunetti—: Pero usted no ha venido para oírme hablar de mi perra. ¿En qué puedo serle útil?

—En realidad, no estoy seguro de que ayer su secretaria me entendiera bien,
avvocatessa
. No soy un cliente. Aunque existe un asunto en el que puede usted ayudarme.

Manoseando todavía la oreja de
Poppi
, ella sonrió:

—Perdone, no comprendo.

—Soy comisario de policía y he venido a hacerle unas preguntas acerca de una clienta suya, la
signora
Maria Battestini.

Poppi
enseñó los dientes, miró a Brunetti y lanzó un gruñido sordo, pero lo ahogó la voz de su dueña, que se inclinó sobre la cabeza del animal diciendo:

—¿Te he hecho daño, tesoro? —Con un ademán vivo, apartó la cabeza de la perra y dijo—: Ya basta, échate. Tengo que trabajar.

Sin oponer resistencia, el animal desapareció debajo de la mesa, dio una vuelta y se dejó caer, ofreciendo a Brunetti otra vista de su cola.

—Maria Battestini —dijo la abogada—. Terrible, terrible. Yo le proporcioné a aquella mujer. La entrevisté y la acompañé a casa de Maria. Desde que lo supe me siento responsable. Hundió los labios con el gesto que, según había observado Brunetti, suele hacer el que va a echarse a llorar.

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