Read Pruebas falsas Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (14 page)

BOOK: Pruebas falsas
9.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No hay nada nuevo, desde luego —dijo Brunetti sin ocultar la decepción.

Vianello se encogió de hombros.

—Ya sabe lo que ocurre. Nadie parece recordar mucho del hijo, a ella no la tragaban, y como el marido hace diez años que murió, lo único que te dicen es que era «
una brava persona
», que le gustaba beber con sus amigos y que no comprendían cómo podía aguantar a semejante mujer.

A Brunetti le hubiera gustado saber si la gente diría lo mismo de él cuando muriera.

—¿Y usted, comisario? —preguntó Vianello. Brunetti le refirió su conversación con la abogada, sin omitir mencionar a la perra.

—¿Le ha preguntado por las cuentas bancarias? —preguntó Vianello.

—No; me ha dicho que la
signora
Battestini tenía unos cinco mil euros en el Uni Credit. No quiero preguntar por las otras cuentas mientras no sepamos algo más de ellas.

Como al conjuro de estas palabras, en aquel momento apareció en la puerta la
signorina
Elettra. Hoy llevaba falda verde, blusa blanca y un collar de grandes cuentas cilíndricas de ámbar. Cuando se acercaba, el sol dio en el collar encendiéndolo con fulgores rojos, con lo que la joven quedó envuelta en los colores de la bandera, la viva imagen de la esencia patria. Al dejar atrás la franja de sol, volvió a convertirse en sí misma y dejó en la mesa la carpeta que traía en la mano.

—Ha resultado más fácil de lo que imaginaba, comisario —dijo con encantadora modestia, señalando la carpeta.

—¿Y el Deutsche Bank? —preguntó Vianello.

Ella meneó la cabeza con gesto de severa crítica:

—Ha sido tan fácil que hubiera podido conseguirlo hasta usted,
ispettore
—dijo, y agregó con mayor severidad aún—: Estoy segura de que la culpa la tiene toda esta europeización. Antes, los bancos alemanes eran seguros; ahora es como si al marcharse a su casa por la tarde dejaran las puertas abiertas. Tiemblo de pensar en lo que les ocurrirá a los suizos si se unen a Europa.

Brunetti, indiferente a su preocupación por el futuro financiero del continente, preguntó:

—¿Y qué puede decirme de las cuentas?

—Todas fueron abiertas el año anterior a la muerte del marido —explicó ella—, en el período de tres días, cada una, con un depósito inicial de medio millón de liras. Desde entonces, ha venido haciéndose un depósito mensual de cien mil liras en cada cuenta, salvo inmediatamente después de la muerte del hijo, en que los depósitos se interrumpieron. —Ella sonrió al ver la reacción de sus oyentes y prosiguió—: Pero al cabo de dos meses se reanudaron, incluyendo los atrasos. —Les dio un momento para pensar en esto antes de agregar—: Los últimos depósitos, que podríamos considerar normales, fueron hechos a primeros de julio, con lo que el total de las cuentas, con los intereses, asciende a casi treinta mil euros. Este mes no se ha ingresado nada.

Los tres reflexionaron sobre el significado de esta circunstancia y fue Brunetti quien lo tradujo en palabras:

—Es decir, muerta ella, se acabó la necesidad de pagar.

—Eso parece —asintió la
signorina
Elettra, y agregó—: Pero lo curioso del caso es que nadie ha tocado ese dinero: se ha quedado en el banco, acumulando intereses. —Abrió la carpeta sosteniéndola de manera que los dos hombres pudieran ver las cifras y dijo: —Éstos son los totales de las cuentas. Todas estaban a su nombre.

—¿Qué pasó con ellas cuando la anciana murió? —preguntó Brunetti.

—Ella murió un viernes y, el lunes siguiente, los fondos fueron transferidos a las Islas Anglonormandas. Y… —agregó en un tono sugerente que excitó el interés de sus oyentes—: …aunque no figura el nombre de la persona que ordenó las transferencias, todos los bancos tienen en sus archivos poderes extendidos a nombre de Roberta Marieschi y Graziella Simionato.

—Esta mañana, he preguntado a la Marieschi cuánto dinero había dejado la
signora
Battestini, pero sólo ha mencionado una cuenta en el Uni Credit de unos diez millones de liras.

—¿Evasión de impuestos? —Esta vez fue Vianello quien puso voz a la evidencia. Si se sacaba el dinero del país inmediatamente, contando con la incompetencia burocrática generalizada, la transferencia bien podía escapar a la atención de las autoridades tributarias, especialmente, por proceder de diversos bancos.

—¿Y la sobrina? —preguntó Brunetti.

—Ya he empezado con eso —fue todo lo que ella respondió.

—Son más de sesenta millones —dijo Vianello, que, como la mayoría, seguía calculando en liras.

—Una bonita suma, para una viuda que vivía en tres habitaciones —comentó la
signorina
Elettra, aunque tampoco era necesario decirlo.

—Y una bonita suma que escamotear al recaudador —agregó Vianello, no sin admiración en su tono. Mirando a la
signorina
Elettra preguntó—: Pero, ¿se puede hacer?

Al ver el aire de intensa concentración con que ella ladeaba la cabeza, Brunetti se preguntó si su familiaridad con la ilegalidad tendría límite. Sus años de trabajo en la banca nacional le habrían proporcionado una excelente preparación, pero era de temer que sus años en la
questura
le hubieran permitido perfeccionar su arte.

Con la expresión de una santa Catalina al volver de la contemplación de la Divina Presencia, la
signorina
Elettra abandonó la dimensión del delito hipotético para regresar al mundo de Brunetti y Vianello.

—Sí —declaró—. Dada la incompetencia de la Finanza, es probable que la transferencia no fuera detectada. —Vianello y Brunetti se sumieron en el cálculo de las probabilidades hasta que la
signorina
Elettra les interrumpió preguntando—: ¿Por qué dejaría el dinero en los bancos sin tocarlo en todos estos años?

Brunetti, que había leído las descripciones de Balzac acerca de la astucia y la avaricia de los campesinos, no tenía dudas:

—Para verlo acumularse —dijo.

Vianello no podía alardear de un gran conocimiento de la novela francesa, pero había vivido en el campo, y sabía que su jefe estaba en lo cierto.

—Estuve en el desván y vi las cosas que guardaba —dijo Brunetti, recordando unas zapatillas tan gastadas que ni Caritas se hubiera atrevido a ofrecerlas a un indigente, y unos paños de cocina deshilachados y roñosos—. Gozaría viéndolo crecer, pueden creerme.

—¿Y dónde están los originales de los estados de cuentas? —preguntó Vianello.

—¿Quién deshizo el apartamento?

—Lo heredaba la sobrina, tuvo que ser ella —dijo la
signorina
Elettra—. Pero la abogada pudo entrar antes y llevárselos. —Y, como si acabara de ocurrírsele, agregó—: O el asesino.

—Quizá era eso lo que el asesino buscaba —dijo Vianello, y se le iluminó la cara al sugerirlo—. De todos modos, si necesitamos pruebas, tenemos los datos del ordenador.

Brunetti y la
signorina
Elettra miraron a Vianello como Láquesis y Átropo volvieron sus ojos ciegos hacia la incauta Cloto.

—El Gobierno ya ha previsto eso,
ispettore
—dijo la
signorina
Elettra casi con acento de reproche, como si él fuera el responsable de la ley que estipulaba que sólo podían aceptarse como pruebas los originales y no fotocopias ni datos informáticos.

A Brunetti le pareció que el inspector se ponía colorado.

—No lo había pensado —confesó Vianello, comprendiendo que la información sólo tendría fuerza legal si el banco facilitaba los estados originales de unas cuentas que habían permanecido ignoradas durante más de diez años, hasta su misteriosa huida a un paraíso fiscal tan famoso como para que lo conociera una abogada de una tranquila ciudad provinciana como Venecia.

Brunetti, desviándose de los asuntos financieros, preguntó:

—¿Y del marido? ¿Ha encontrado algo?

—Nada interesante —dijo ella—. Nació aquí, en 1925, y murió en el
Ospedale Civile
en enero de 1993. Cáncer de pulmón. Trabajó durante treinta y dos años en varias oficinas municipales, la última, de la oficina local de la Enseñanza Pública, concretamente, en la sección de Personal; no se me ocurre qué puede haber más aburrido. Su hijo también trabajaba para la Enseñanza Pública, hasta que murió hace cinco años. Padre e hijo coincidieron varios años.

—¿Algo más? —preguntó Brunetti, asombrado de que un hombre pudiera dedicar tres décadas de su vida a trabajar en la burocracia de la ciudad y dejar tan poca huella de su paso.

—Es todo lo que he podido encontrar, comisario. Es difícil averiguar algo de más de diez años atrás. Esos archivos aún no están informatizados.

—¿Cuándo lo estarán? —preguntó Vianello.

La
signorina
Elettra se encogió de hombros con tanta vehemencia que las cuentas de ámbar tintinearon como si también ellas quisieran desestimar la pregunta.

Capítulo 12

Brunetti se resistía a considerarse en un callejón sin salida. Mirando a Vianello, dijo:

—En la oficina aún tiene que haber personas que los recuerden. Creo que valdría la pena que fuera a ver si aún queda alguna y qué puede sacarle.

Por su expresión, Vianello dio a entender que no confiaba en averiguar mucho, pero no hizo objeción alguna. La
signorina
Elettra dijo que aún tenía cosas que hacer en su despacho y se fue con el inspector.

Como a Brunetti le parecía injusto quedarse sentado a su mesa mientras ellos investigaban, abrió la carpeta en busca del número del médico de la
signora
Battestini. Su llamada fue transferida al
telefonino
del doctor, que le dijo que podría hablar con él en su consultorio antes o después de las visitas de la tarde. Brunetti, pensando que sería preferible hablar con el médico antes de que hubiera estado dos horas atendiendo a pacientes, quedó en ir a las tres y media, preguntó las señas del consultorio y colgó. Hecho esto, marcó el número de la sobrina de la
signora
Battestini, pero nadie contestó.

Hoy no se celebraría en la
questura
la semanal reunión de personal, a causa del tiempo. Durante los meses de verano, estas reuniones, instauradas por el
vicequestore
años atrás, o se suspendían en el último momento, o se aplazaban y luego se suspendían, según el tiempo que hiciera. Un sol radiante hacía que la reunión se suspendiera automáticamente, para que el
vicequestore
tuviera tiempo de tomar un baño antes del almuerzo, además de por la tarde. En los días de lluvia había reunión, pero una repentina mejoría del tiempo podía provocar su aplazamiento, y una de las lanchas de la policía llevaba al
vicequestore
al otro lado del
Bacino
, hacia un bien ganado esparcimiento. Así pues, la reunión de personal se había convertido en otro de los misterios de la
questura
, como la puerta de aquel armario que no se abría si no le dabas un puntapié en la parte de abajo. Brunetti se veía a sí mismo y a sus colegas como una especie de augures que, antes de programar la jornada o concertar una cita, tenían el impulso de consultar al cielo. Le parecía digno de encomio que todos ellos consiguieran acomodar su horario con tanta flexibilidad a los caprichos del
vicequestore
.

Brunetti llegó a casa en el momento en que la familia se sentaba a almorzar. Observó en Paola aquella cara de hambre que, generalmente, delataba que había tenido un mal día en la universidad, y vio también que los chicos, ajenos a todo lo que no fuera saciar el apetito, no parecían prestar mucha atención a la madre.

Por la forma en que estaba puesta la mesa, Brunetti dedujo que no había primer plato, pero, antes de que pudiera protestar, siquiera tímidamente, por la carencia, Paola se presentó con una gran fuente honda de la que se elevaban fragantes vapores que tranquilizaron su espíritu. Su olfato aún no le había sugerido el nombre del guiso cuando Chiara exclamó con júbilo:


Oh, mamma,
estofado de cordero.

—¿Hay polenta? —preguntó Raffi con voz vibrante de expectación.

Al ver la sonrisa que se extendió por la cara de Paola a estas señales de avidez, Brunetti pensó en cómo los trinos de los polluelos inducen a los padres a seguir una pauta de comportamiento genéticamente determinada. Paola opuso a ese instinto una resistencia puramente simbólica al decir:

—¿No la ha habido cada una de las seiscientas veces que hemos comido esto? Sí, Raffi; hay polenta. —Y Brunetti advirtió que las palabras podían denotar impaciencia pero el tono era cariñoso.


Mamma
—dijo Chiara—, si de postre hay higos, yo fregaré los platos.

—Tienes alma de mercader —dijo Paola, poniendo la fuente en la mesa y volviendo a la cocina en busca de la polenta.

En efecto, había higos y, para acompañarlos,
esse
, las pastas en forma de S que un amigo del padre de Paola les enviaba de Burano. Después de aquello, Brunetti no tuvo más remedio que irse a la cama, a dormir una horita.

Cuando se despertó, sudoroso y con la boca seca, en el calor asfixiante de la habitación, notó que Paola estaba a su lado. Como sabía que ella nunca dormía la siesta, antes ya de abrir los ojos, supuso que estaría leyendo. Volvió la cabeza y vio que había acertado. Al reconocer el libro, preguntó:

—¿Sigues con el catecismo?

—Sí —dijo ella sin levantar la mirada de la página—. Leo un capítulo cada día, pero ya no se llama catecismo.

En lugar de interesarse por el nuevo título, Brunetti preguntó:

—¿Y por dónde vas?

—Por los sacramentos. Le vinieron a la memoria los nombres aprendidos de rutina en la infancia:

—Bautismo, eucaristía, confirmación, matrimonio, orden, penitencia… —su voz se apagó—. Son siete, ¿no?

—Sí.

—¿Cuál es el séptimo? Se me ha olvidado. —Como le ocurría siempre que era incapaz de recordar algo bien sabido, tuvo un momento de pánico al pensar que podía tratarse de uno de los primeros síntomas de aquello que nadie había querido advertir en su madre.

—La extremaunción —dijo Paola con una mirada de soslayo—. Quizá el más sutil de todos.

Brunetti, sin comprender a qué se refería, preguntó:

—¿Por qué «sutil»?

—Piensa, Guido. En el momento en que una persona va a morir, cuando ya sabe que no hay esperanza, llega el sacerdote.

—Sí, así es. Pero sigo sin ver qué tiene eso de sutil.

—Piénsalo bien. Antiguamente, los sacerdotes eran los únicos que sabían leer y escribir.

BOOK: Pruebas falsas
9.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tremaine's True Love by Grace Burrowes
Flight and Fantasy by Viola Grace
Cherry Marbles by Shukie Nkosana
The Duke In His Castle by Vera Nazarian
Astounding! by Kim Fielding