Pruebas falsas (18 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Pruebas falsas
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Un minuto después, le ponían con Lalli.

—¿Qué hay, Guido? —preguntó el empresario, que ya había servido a Brunetti de fuente de información acerca de la población gay de Mestre y Venecia con anterioridad. No había irritación en su tono, sólo la impaciencia del hombre que tiene una gran empresa que dirigir.

—Paolo Battestini trabajó para la Enseñanza Pública hasta hace cinco años, en que murió del sida.

—Bien —dijo Lalli—. Concretamente, ¿qué quieres saber?

—Si era gay, si le gustaban los adolescentes y si alguien pudo compartir esa afición con él.

Lalli hizo un sonido de reproche y preguntó:

—¿Es el hijo de la mujer asesinada hace varias semanas?

—Sí.

—¿Relación entre una cosa y otra?

—Quizá. Por eso me gustaría que vieras lo que puedes averiguar.

—¿Hace cinco años?

—Sí. Parece ser que estaba suscrito a una revista de fotos de chicos.

—Muy desagradable —fue el espontáneo comentario de Lalli—. Y estúpido. Ahora pueden conseguir todo que quieran por Internet, aunque sigo diciendo que habría que encerrarlos a todos.

Brunetti sabía que, de joven, Lalli había estado casado, y ahora tenía tres nietos de los que se sentía muy orgulloso. Temiendo tener que escuchar el relato de sus hazañas, Brunetti abrevió:

—Te estaré muy agradecido por cualquier información.

—Preguntaré por ahí. ¿La Enseñanza Pública dices?

—Sí. ¿Conoces a alguien ahí?

—Yo conozco a alguien en todas partes, Guido –dijo Lalli sencillamente y sin jactancia—. Si sé algo, te llamaré —terminó, y colgó sin molestarse en despedirse.

Brunetti trató de recordar si conocía a alguien más a quien pudiera preguntar, pero sabía que los dos hombres que podían ayudarle estaban de vacaciones. Esperaría las noticias de Lalli antes de tratar de ponerse en contacto con los otros. Una vez tomada esta decisión, a ver si Vianello ya había llegado.

Capítulo 15

Vianello aún no estaba en su sitio. Cuando salía de la oficina de los agentes, Brunetti se encontró cara a cara con el teniente Scarpa. Tras una pausa elocuente, durante la cual el teniente estuvo bloqueando la puerta con el cuerpo, Scarpa dio un paso atrás diciendo:

—¿Podría hablar un momento con usted, comisario?

—Cómo no.

—¿Quizá en mi despacho? —sugirió Scarpa.

—Lo siento, tengo que volver al mío —dijo Brunetti, que no estaba dispuesto a ceder la ventaja territorial.

—Creo que es importante, señor. Se trata del caso Battestini.

Brunetti compuso una expresión indefinida y preguntó:

—¿Sí? ¿Alguna novedad?

—Es la Gismondi —dijo el teniente, sin más explicaciones.

Aunque el nombre suscitó la curiosidad de Brunetti, no dijo nada. Al fin su silencio se impuso y Scarpa prosiguió:

—He comprobado el registro de las llamadas recibidas por nosotros y he encontrado dos en las que ella la amenaza.

—¿Quién amenaza a quién, teniente? —preguntó Brunetti.

—La
signora
Gismondi a la
signora
Battestini.

—¿En una llamada a la policía, teniente? ¿No le parece un poco imprudente?

Observó el esfuerzo de Scarpa por dominarse, vio cómo el teniente apretaba las comisuras de los labios y se alzaba unos milímetros sobre la punta de los pies, pensó lo que debía de suponer ser el más débil en un encuentro con Scarpa, y no le gustó la idea.

—Si pudiera dedicar unos momentos a escuchar las cintas, comisario, comprendería lo que quiero decir.

—¿Tan urgente es? —preguntó Brunetti, sin tratar de disimular su propia irritación.

Como si observar la impaciencia de Brunetti tuviera un efecto relajante, un Scarpa más calmado dijo:

—Si prefiere no escuchar cómo la persona que reconoce que, probablemente, fue la última que vio a la víctima con vida, la amenaza, es problema suyo, señor. Pensé que el asunto merecería más atención.

—¿Dónde están? —preguntó Brunetti.

Fingiendo no haber entendido, Scarpa preguntó:

—¿Dónde están quiénes, señor?

Mientras dominaba el impulso de golpear a Scarpa, Brunetti descubrió que éste era un deseo que le acometía con mucha frecuencia. A Patta lo consideraba un oportunista autosuficiente, un hombre capaz de casi cualquier cosa para proteger su cargo. Pero el componente de debilidad humana implícito en el «casi» hacía que los sentimientos de Brunetti hacia su superior no pasaran de mera antipatía superficial. Pero a Scarpa lo odiaba, la repulsión que le inspiraba era la misma que le produciría la idea de entrar en una habitación oscura de la que saliera un olor raro. La mayoría de las habitaciones tenían luz, pero él temía que no existiera el medio de iluminar el interior de Scarpa, ni la certeza de que lo que hubiera allí dentro, de poder verse, suscitara algo más que miedo.

Era tan evidente que Brunetti no pensaba contestar, que Scarpa dio media vuelta hacia la escalera posterior musitando:

—En el laboratorio.

Bocchese no estaba a la vista, pero el olor a humo de cigarrillo que había en el laboratorio indicaba que no hacía mucho rato que el jefe faltaba de allí. Scarpa se dirigió hacia el fondo de la sala, donde, en una larga mesa arrimada a la pared, había una casete y, a su lado, dos cintas de noventa minutos con fechas y firmas en las etiquetas.

Scarpa tomó una, miró la anotación y la introdujo en el aparato. Se puso unos auriculares, pulsó «play», escuchó unos segundos, pulsó «stop», hizo avanzar la cinta y volvió a escuchar. Después de tres intentos, encontró el punto, paró, rebobinó un poco y pasó los auriculares a Brunetti.

Extrañamente reacio a tocar algo que hubiera estado en contacto con la piel de Scarpa, Brunetti dijo:

—Oigámoslo.

Scarpa desconectó los auriculares de un tirón brusco y pulsó «play».

«Aquí la
signora
Gismondi de Cannaregio. He llamado antes.» —Brunetti reconoció la voz, pero no el tono, crispado de indignación.

«Sí,
signora
. ¿Qué desea?»

«Hace una hora y media que se lo he dicho. Esa mujer tiene el televisor tan alto que hasta usted podrá oírlo por el teléfono. Escuche.» Las voces de dos personas que parecían discutir subieron de tono y luego bajaron. «¿Lo ha oído? Su ventana está a diez metros y lo oigo como si lo tuviera dentro de mi casa.»

«No puedo hacer nada,
signora
. La patrulla ha salido para atender otro servicio.»

«¿Un servicio que dura una hora y media?», preguntó ella, furiosa.

«No puedo darle esa información,
signora

«Son las cuatro de la mañana», dijo ella con una voz que rozaba la histeria o el llanto. «Lo tiene encendido desde la una. Quiero dormir.»

«Ya se lo he dicho antes,
signora
. La patrulla tiene su dirección. Irán cuando puedan.»

«Es la tercera noche que ocurre lo mismo, y aún no los he visto», dijo ella con voz más aguda.

«De eso no sé nada,
signora

«¿Qué quiere que haga? ¿Que vaya y la mate?», gritó la
signora
Gismondi.

«Como ya le he dicho,
signora
, la patrulla irá tan pronto como pueda», dijo la voz mecánica del impasible telefonista. Uno de los dos colgó y la cinta siguió girando con un suave siseo.

Un Scarpa no menos impasible dijo a Brunetti:

—En la siguiente, amenaza explícitamente con matarla.

—¿Qué dice?

—«Si ustedes no la hacen parar, subiré y la mataré.»

—Déjeme oírlo —dijo Brunetti. Scarpa insertó la otra cinta, la hizo avanzar hasta la mitad, buscó la llamada y se la hizo escuchar a Brunetti.

Había citado a la
signora
Gismondi con exactitud, y Brunetti se estremeció al oírla gritar, casi histérica de furor:

«Sí ustedes no la hacen parar, subiré y la mataré.» La circunstancia de que la llamada se hiciera a las tres y media de la mañana y que fuera la cuarta de la noche, indicaba claramente a Brunetti que era la cólera, no la intención, lo que dictaba sus palabras, aunque quizá un juez no lo viera de este modo.

—Y también están sus antecedentes de violencia —agregó Scarpa con indiferencia—. Que, sumados a estas amenazas, creo que justifican que volvamos a interrogarla acerca de sus movimientos de aquella mañana.

—¿Qué antecedentes de violencia? —preguntó Brunetti.

—Hace ocho años, cuando aún estaba casada, atacó a su marido y amenazó con matarlo.

—¿Cómo le atacó?

—El informe dice que le echó agua hirviendo.

—¿Qué más dice el informe? —preguntó Brunetti.

—Si quiere leerlo, está en mi despacho, comisario.

—¿Qué más dice, Scarpa?

La sorpresa que se reflejó en la mirada de Scarpa fue evidente, como lo fue también el instintivo paso atrás que dio para alejarse de Brunetti.

—Estaban en la cocina, discutiendo, y ella le arrojó el agua.

—¿Lo quemó?

—No mucho. El agua le cayó en los zapatos y los pantalones.

—¿Se presentaron cargos?

—No, señor; pero se hizo un informe.

Una súbita sospecha hizo preguntar a Brunetti:

—¿Quién decidió no presentar cargos?

—No creo que eso importe.

—¿Quién? —Había tanta tensión en la voz de Brunetti que la pregunta casi sonó como un ladrido.

—Ella —dijo Scarpa, tras una pausa que procuró alargar todo lo posible.

—¿Qué cargos no presentó?

Brunetti observó cómo Scarpa consideraba la posibilidad de volver a mencionar el informe, y detectó el momento en que desistió.

—Por agresión.

—¿Qué clase de agresión?

—Él le rompió la muñeca, o ella dijo que se la había roto.

Brunetti esperaba que Scarpa ampliara detalles y, en vista de que se resistía, preguntó:

—¿Con una muñeca rota, pudo echarle por encima una olla de agua hirviendo?

Como si no le hubiera oído, Scarpa dijo:

—Cualquiera que fuera la razón, es un episodio de violencia.

Brunetti dio media vuelta y salió del laboratorio. Mientras subía a su despacho, sentía que el corazón le latía con fuerza, de furia reprimida. Entendía el qué: Scarpa quería presentar las cosas de manera que pareciera que la
signora
Gismondi era la asesina; por zafio que fuera el procedimiento, ésa era la intención. Lo que Brunetti no entendía era el porqué. Scarpa no ganaba nada incriminando a la
signora
Gismondi.

De pronto, creyó que lo comprendía, tropezó con un peldaño y tuvo que apoyarse en la pared, No era que Scarpa quisiera perjudicarla a ella personalmente sino que quería proteger a otra persona. Pero, mientras seguía subiendo, Brunetti reconoció que la idea era descabellada, y el sentido común le brindó una explicación más razonable: Scarpa no pretendía sino obstruir la investigación de Brunetti y, para ello, nada mejor que crear una pista falsa que condujera a la
signora
Gismondi.

Era tan indignante la idea, que Brunetti, una vez en su despacho, no podía quedarse quieto. Esperó unos minutos, para dar a Scarpa tiempo de alejarse de la escalera, y bajó al despacho de la
signorina
Elettra, que aún no había llegado. De haberla visto entrar en aquel momento, le hubiera preguntado a gritos de dónde venía y con qué derecho se ausentaba media jornada del miércoles, cuando tenía cosas que hacer. Mientras volvía a su despacho, seguía apostrofándola mentalmente y rememorando viejos incidentes, descuidos y abusos que echarle en cara.

Cuando entró, se quitó la chaqueta y la arrojó a la mesa, pero le imprimió tanta fuerza que la prenda resbaló al suelo, arrastrando consigo un montón de papeles que él se había pasado la tarde anterior ordenando cronológicamente. Colérico, masculló varias frases con las que ponía en duda la virtud de la Madonna. En este momento llegó Vianello. Brunetti le oyó en la puerta, se volvió y le lanzó un hosco:

—Pase.

Vianello miró la chaqueta y los papeles, pasó en silencio por delante de Brunetti y se sentó.

El comisario contempló la espalda de Vianello, observó la insólita rigidez de su postura y se calmó en parte.

—Es Scarpa —dijo, yendo hacia su mesa. Se agachó, agarró la chaqueta y la colgó del respaldo del sillón, luego recogió los papeles, los dejó en la mesa y se sentó—. Quiere hacer que parezca que la mató la
signora
Gismondi.

—¿Cómo?

—Tiene la grabación de dos llamadas que ella nos hizo para quejarse del ruido del televisor. En las dos amenaza con matarla.

—¿Cómo es la amenaza? —preguntó Vianello—. ¿De berrinche o en serio?

—¿Hay diferencia?

—¿Usted grita a sus hijos, comisario? —preguntó—. Gritar es berrinche. Pegar es serio.

—Nunca les he pegado —dijo Brunetti al instante, como si se sintiera acusado.

—Yo, sí —dijo Vianello—. Una vez. Hará unos cinco años. —Brunetti esperaba oír una explicación, pero el inspector no la dio. Sólo dijo—: Hablar de una cosa es sólo eso, hablar. —Pasando de la teoría a la práctica, Vianello preguntó—: Además, ¿cómo iba a entrar? —Brunetti observó cómo Vianello examinaba y desestimaba uno a uno todos los sistemas posibles. Finalmente, dijo—: No tiene sentido.

—¿Por qué cree que lo hace entonces? —preguntó Brunetti, curioso por saber si la interpretación de Vianello coincidía con la suya.

—¿Puedo hablar con franqueza, comisario?

—Desde luego.

El inspector se miró las rodillas, sacudió una mota invisible y dijo:

—Es porque le odia. Yo no soy lo bastante importante para merecer su odio. También me odiaría si lo fuera. Y a Elettra la teme.

El primer impulso de Brunetti fue el de cuestionar esta interpretación, pero se obligó a examinarla atentamente. Comprendió que no le satisfacía porque, según ella, Scarpa era menos malvado de lo que él lo consideraba: culpable sólo de resentimiento, no de insidia. Se acercó los papeles y se puso a ordenarlos otra vez cronológicamente.

—¿Quiere que me vaya, comisario?

—No; estoy pensando en lo que usted ha dicho. Probablemente, la explicación correcta era la más simple.

¿Cuántas veces había invocado él este principio? Sólo malicia, no alevosía. Aunque ésta le parecía ahora la causa más probable, no podía negar que le hubiera gustado que también Vianello hubiera atribuido a Scarpa motivos más sórdidos y criminales.

Finalmente, Brunetti miró al inspector y dijo:

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