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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (17 page)

BOOK: Pruebas falsas
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—Piero de Pra ha muerto; Renato Fedi dirige una empresa de construcción en Mestre, según creo, y Luca Sardelli tiene un cargo en el Assessorato dello Sport
.
Que yo recuerde, ellos dirigían la oficina hasta que se nombró a los profesionales. —Cuando Brunetti pensaba que el juez ya había terminado, Galvani agregó—: Al parecer, nadie permanece en el cargo más de unos pocos años. Como le he dicho, el departamento tiene tanto de vertedero como de rampa de lanzamiento, aunque Sardelli, concretamente, no fue lanzado muy lejos. Lo cierto es que no da la impresión de que las perspectivas sean muy prometedoras.

Brunetti anotó los nombres. Dos le eran familiares: De Pra porque tenía un sobrino que había ido al colegio con el hermano de Brunetti, y Fedi, porque recientemente había sido elegido diputado al Parlamento Europeo.

Brunetti resistió la tentación de preguntar al juez por otras oficinas y otros cargos y dijo tan sólo:

—Muchas gracias por su tiempo, señor; es usted muy amable.

La sonrisa infantil volvió a transformar la cara del juez.

—Ha sido un placer. Hacía tiempo que deseaba conocerle, comisario. Estaba seguro de que una persona que incomodara tanto al
vicequestore
tenía que merecer la pena. —Añadió que el vino ya estaba pagado, se excusó alegando que ya era hora de irse a casa a cenar, se despidió y se marchó.

Capítulo 14

A la mañana siguiente, a las siete y media, Brunetti estaba en el Ufficio Postale, donde preguntó por la jefe de carteros, mostró su credencial y dijo que deseaba hablar con el
postino
que hacía el reparto en la zona de Cannaregio próxima al Palazzo del Cammello. La mujer lo envió al primer piso, segunda puerta de la izquierda, donde los
postini
de Cannaregio clasificaban su correo. Era una sala de techo alto con mesas y clasificadores a todo lo largo de las paredes. Había diez o doce personas que distribuían sobres en las casillas o los sacaban e introducían en las carteras.

Brunetti preguntó a la persona que tenía más cerca, una mujer de pelo largo y cara colorada, dónde podía encontrar al encargado de hacer el reparto en la zona del Canale della Misericordia. Ella lo miró con curiosidad y, señalando a un hombre que estaba hacia la mitad de su misma mesa, gritó:

—Mario, preguntan por ti.

El llamado Mario se volvió, miró las cartas que tenía en las manos y, una a una, con una simple ojeada al nombre y la dirección, las distribuyó rápidamente por el casillero y fue hacia Brunetti. El hombre tendría entre treinta y cinco y cuarenta años, calculó Brunetti y era tan alto como él pero más delgado. Le cruzaba la frente un grueso mechón de pelo castaño claro.

Brunetti se presentó y fue a mostrar otra vez la credencial, pero el
postino
lo detuvo con un ademán y propuso ir a tomar un café. Bajaron al bar y Mario pidió dos cafés y preguntó a Brunetti en qué podía ayudarle.

—¿Usted entregaba el correo a Maria Battestini de Canareggio…?

Mario le interrumpió recitando el número de la casa y levantó las manos fingiendo que se rendía:

—Deseaba hacerlo, pero no fui yo. Puede creerme.

Llegaron los cafés y los dos hombres echaron el azúcar. Mientras removía en la taza, Brunetti preguntó:

—¿Tan mala era?

Mario tomó un sorbo, bajó la taza, añadió otra media cucharada de azúcar y dijo, removiendo:

—Sí. —Bebió el café y puso la taza en el platillo—. Le he llevado el correo durante tres años, y he debido de subirle por lo menos treinta o cuarenta
raccomandate
. Una vez y otra, subía esa escalera para que firmara el acuse de recibo. —Brunetti esperaba oírle quejarse por no haber recibido ni una propina, pero el hombre sólo dijo—: Yo no espero propinas, y menos, de la gente mayor, pero ella ni las gracias me daba.

—¿No es mucho correo certificado? —preguntó Brunetti—. ¿Con qué frecuencia llegaba?

—Una vez al mes —respondió el cartero—. Puntual como un reloj suizo. Y no eran cartas sino esos sobres acolchados que se usan para enviar fotos o CDs.

«O dinero», pensó Brunetti, y preguntó:

—¿Recuerda los remitentes?

—Había un par de direcciones, me parece —respondió Mario—. Sonaban a obras benéficas. Cooperar y Compartir, Ayuda a la Infancia. Cosas así.

—¿Recuerda alguna con exactitud?

—Yo entrego correo a casi cuatrocientas personas —dijo el cartero por toda respuesta.

—¿Podría decirme cuándo empezaron a llegar?

—Ya los recibía cuando me dieron esa ruta.

—¿Quién la tenía antes? —preguntó Brunetti.

—Nicolò Matucci, pero se jubiló y volvió a Sicilia. Brunetti, abandonando el tema de los paquetes certificados, preguntó:

—¿Le llevaba sobres de bancos?

—Sí; todos los meses —dijo el cartero, y recitó los nombres de los bancos—. Eso y facturas eran todo el correo que recibía, además de alguna que otra carta certificada.

—¿Recuerda quién las enviaba?

—La mayoría eran de personas del vecindario que se quejaban del televisor. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar cómo lo sabía, Mario explicó—: Todos me hablaban de ellas, querían asegurarse de que se las había entregado. El ruido era una molestia, pero no se podía hacer nada. Es vieja. Bueno, era vieja, y la policía no hacía nada. No sirven para nada. —Miró rápidamente a Brunetti y dijo—: Perdone.

Brunetti agitó una mano aceptando la crítica con una sonrisa.

—Tiene razón —dijo—. No podemos hacer nada. La persona perjudicada puede hacer una denuncia, y entonces el departamento correspondiente… no sé cómo se llama… el que se ocupa de las denuncias sobre ruido… va a medir los decibelios, para comprobar si existe lo que se llama «agresión acústica». Pero no trabajan de noche; si los llaman por la noche, no van hasta la mañana siguiente, y para entonces ya han bajado el volumen. —Al igual que todos los policías de la ciudad, Brunetti conocía la situación y, al igual que ellos, sabía —que no tenía remedio—. ¿Nunca le entregó alguna otra cosa? —preguntó.

—En Navidad, felicitaciones; de tarde en tarde, una o dos veces al año, una carta, además de las quejas por el ruido. Pero, por lo demás, sólo facturas y los sobres de los bancos. —Antes de que Brunetti pudiera hacer algún comentario, Mario dijo—: Lo mismo puede decirse de toda la gente mayor. Sus amigos o han muerto o viven cerca, por lo que no necesitan escribirse. De todos modos, apostaría a que la mayoría de las personas a las que les llevo correo son analfabetas y hacen que sus hijos se encarguen de su correo. Ella no era muy distinta de otros viejos.

—Ha hecho usted como si creyera que yo podía sospechar que la había matado —dijo Brunetti cuando iban hacia la puerta del bar.

—En realidad, no había motivo —dijo el
postino
, respondiendo a la implícita pregunta de Brunetti—. Pero era mucha la gente que no la soportaba.

—Parece una reacción desproporcionada al simple hecho de no decir «gracias» —objetó Brunetti.

—No me gustaba la forma en que trataba a las asistentas, especialmente a la que la mató —dijo el hombre—. Como a esclavas. Parecía disfrutar haciéndolas llorar. Lo vi más de una vez. —Mario se paró en la entrada de la sala de clasificación y tendió la mano. Brunetti se la estrechó, le dio las gracias, bajó la escalera y se disponía a salir del edificio y encaminarse hacia Rialto cuando oyó que le llamaban y, al volverse, vio acercarse a Mario, con la pesada cartera colgada del hombro izquierdo. Pisándole los talones venía la mujer de la cara colorada.

—Comisario —dijo el
postino
al acercarse. Extendiendo la mano hacia atrás, agarró del brazo a la mujer y casi tiró de ella para hacerla adelantarse—. Le presento a Cinzia Foresti. Tenía esa misma ruta antes que Nicolò, hasta hace unos cinco años. He pensado que a lo mejor le interesaba hablar también con ella.

La joven esbozó una nerviosa media sonrisa y se puso aún más colorada.

—¿Le llevaba el correo a la
signora
Battestini?

—Y al hijo —respondió Mario. Dio a la mujer una palmada en el hombro diciendo—: Tengo que ir a trabajar —y siguió hacia la puerta.

—Como le ha dicho su compañero,
signorina
—empezó Brunetti—, me interesa el correo que se entregaba a la
signora
Battestini. —Al ver que ella, por timidez o por temor, parecía reacia a hablar, agregó—: En especial, los sobres de los bancos que llegaban mensualmente.

—¿Eso? —preguntó ella visiblemente aliviada, pero aun nerviosa.

—Sí —sonrió Brunetti—. Y también los
raccomandate
que solían enviarle los vecinos.

Bruscamente, ella preguntó:

—¿Me está permitido hablarle de esto? ¿No se supone que el correo es confidencial?

Él le mostró la credencial.

—Sí,
signorina
, lo es; pero, en un caso como éste, en el que se trata de una persona que ha fallecido, puede hablar. —No quiso presionar sugiriendo que era una obligación. Además, no estaba seguro de si podía obligarla a hablar sin una orden judicial.

Ella decidió creerle.

—Sí; le llevaba los sobres de los bancos, todos los meses. Hice aquella ruta tres años.

—¿Le entregaba algo más?

—¿A ella? En realidad, no. De vez en cuando, una carta o una postal. Y las facturas.

La pregunta de la mujer le hizo preguntar a su vez:

—¿Y al hijo?

Ella le lanzó una mirada nerviosa pero no dijo nada. Brunetti esperaba. Al fin, la mujer respondió:

—Facturas, principalmente. A veces, cartas. —Tras una larga pausa, agregó—: Y revistas.

Al observar la creciente turbación de la mujer, él preguntó:

—¿Tenían algo de particular las revistas,
signorina
? ¿O las cartas?

Ella lanzó una mirada en derredor al gran vestíbulo y se fue un poco hacia la izquierda, para apartarse de un hombre que hablaba por el teléfono público situado cerca de la entrada, y dijo:

—Me parece que eran de chicos.

Estaba realmente azorada: el rubor le había puesto la cara incandescente.

—¿Chicos? ¿Se refiere a niños?

Ella fue a hablar, pero desistió y se miró los pies. Desde su mayor estatura, él vio cómo la cabeza de la mujer se movía en lenta negación. Decidió darle tiempo, pero entonces comprendió que sería más fácil para ella hablar sin mirarle.

—¿Jóvenes,
signorina
?

Esta vez la cabeza se movió de arriba abajo en señal afirmativa.

Él quiso asegurarse.

—¿Adolescentes?

—Sí.

—¿Puedo preguntar cómo lo sabe,
signorina
?

Al principio, pensó que no le contestaría, pero al fin ella dijo:

—Un día llovía y el impermeable no tapaba bien la cartera, así que, cuando llegué a la casa, su correo se había mojado, es decir, lo que estaba encima. Cuando lo saqué de la cartera, el sobre se rompió y la revista cayó al suelo. Al recogerla, se abrió y vi la foto de un muchacho. —Ella mantenía la mirada clavada en el suelo, decidida a no levantarla—. Yo tengo un hermano más pequeño que entonces tenía catorce años, y de esa edad parecía. —La mujer calló y Brunetti comprendió que de nada serviría pedirle una descripción más detallada de la foto.

—¿Qué hizo usted,
signorina
?

—La tiré a la basura. Él no la reclamó.

—¿Y al mes siguiente, cuando volvió a llegar?

—También la tiré a la basura, y al otro. Entonces dejaron de recibirse. Supongo que él imaginó lo que yo hacía.

—¿Esa revista era la única,
signorina
?

—Sí, pero también había sobres. De esos en los que ponen «Foto», para que no los dobles.

—¿Y qué hacía con ellos?

—Desde que vi la revista, siempre los doblaba antes de meterlos en el buzón —dijo ella con mezcla de orgullo e indignación.

A él no se le ocurrían más preguntas, y la mujer dijo:

—Entonces se murió y, después, dejó de llegar el correo.

Brunetti tendió la mano. Ella la estrechó. El comisario dijo entonces, en tono formal:

—Le agradezco que haya hablado conmigo,
signorina
—y agregó impulsivamente—: La comprendo.

Ella sonrió, nerviosa, y otra vez se puso colorada.

 

 

En la
questura
, Brunetti dejó una nota en la mesa de Vianello pidiéndole que subiera cuanto antes. Era miércoles, y los miércoles la
signorina
Elettra no aparecía en el despacho antes de mediodía, circunstancia que toda la
questura
había llegado a aceptar sin curiosidad ni reprobación manifiestas. En el verano no se ponía morena, por lo que no había que buscar en la playa la causa de su retraso; no mandaba postales, lo que indicaba que no se iba de viaje. Por otra parte, nadie la había visto en la ciudad un miércoles por la mañana, o se hubiera corrido la voz por toda la
questura
. Quizá, sencillamente, se quedaba en su casa, planchándose las faldas de lino, concluyó Brunetti.

No se le iba del pensamiento el hijo de la
signora
Battestini. Aunque ahora ya sabía que se llamaba Paolo, no se acostumbraba a darle un apelativo que no fuera «el hijo de la
signora
Battestini». Aquel hombre había muerto a los cuarenta años y, durante más de una década, había trabajado en una oficina municipal; no obstante, todas las personas con las que Brunetti había hablado se referían a él haciendo alusión a la madre, como si su existencia se hubiera configurado sólo en función de su condición de hijo. Brunetti no era aficionado a la jerga psicológica, con sus explicaciones simplistas de los complejos conflictos del ser humano, pero aquí creía detectar una fórmula obvia, tanto, que a la fuerza tenía que ser falsa: tómese a una madre dominante, una sociedad cerrada y conservadora, agréguese un padre al que le guste pasar el tiempo libre en el bar, bebiendo con los amigos, y la homosexualidad del hijo está servida. Inmediatamente, Brunetti pensó en amigos suyos gays que tenían madres tan discretas que casi resultaban invisibles, casadas con hombres capaces de desayunarse con un león, y se puso casi tan colorado como la mujer de la oficina de Correos.

Decidido a averiguar si realmente Paolo Battestini era gay, Brunetti marcó el número del despacho de Domenico Lalli, propietario de una de las empresas químicas que eran investigadas por el juez Galvani. Dio su nombre y, como la secretaria parecía remisa a pasar la comunicación, dijo que se trataba de un asunto policial y le sugirió que preguntara a su jefe si quería hablar con él.

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