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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (15 page)

BOOK: Pruebas falsas
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Como tenía calor y sed y se había despertado de mal humor, cosa que le ocurría siempre que dormía después de comer, Brunetti dijo:

—¿No exageras?

—Sí, de acuerdo. Exagero. Pero los sacerdotes sabían y la mayoría de la gente, no. Por lo menos, hasta el siglo pasado.

—No veo adónde quieres ir a parar.

—Piensa escatológicamente, Guido —exhortó ella, con lo que acabó de desconcertarlo.

—Trato de pensar escatológicamente todos los momentos del día —dijo él, que había olvidado el significado de la palabra y ya lamentaba haber hecho aquella objeción.

—Muerte, juicio, infierno y gloria —dijo ella—. Las postrimerías del hombre. Y, en el momento en que la persona se enfrenta a la primera y sabe que no puede escapar a la segunda, se pone a pensar en las otras dos. Y entonces entra el cura, dispuesto a hablar del fuego del infierno y de la bienaventuranza de la gloria, aunque a mí siempre me ha parecido que a la gente le preocupa más evitar el primero que gozar de esta última.

Él callaba, empezando a sospechar la conclusión.

—De manera que ahí tenemos al cura de la parroquia, que por cierto muchas veces se daba el caso de que también era el notario, y se ponía a hablar del fuego del infierno que consumía a una persona en carne y hueso, un tormento indescriptible que se prolongaría por toda la eternidad.

Él pensaba que su mujer podría haber sido actriz, por la fuerza de la convicción que su voz imprimía en cada una de sus palabras.

—Pero el buen cristiano tiene al alcance de la mano el medio para obtener el perdón y librarse de las llamas del infierno. —Aquí pasó a hablar en primera persona con su voz más almibarada—. Sí, hijo mío, no tienes más que abrir el corazón al amor de Jesús y la bolsa a las necesidades de los pobres. Tú pon tu nombre o, si no sabes escribir, tu marca, en este papel y, a cambio de tu generosidad para con la Santa Madre Iglesia, las puertas del cielo se abrirán para recibirte.

Dejó caer el libro abierto sobre el pecho y se volvió hacia su marido.

—Entonces se firmaba el testamento definitivo, por el que se dejaba esto, lo otro, o todo, a la Iglesia. —Su voz se hizo áspera—. ¿Cómo no iban a tratar de acercarse a la gente cuando estaba en las últimas o había perdido el raciocinio? ¿Qué mejor momento, para desplumarlos?

De nuevo, tomó el libro, volvió la página y terminó en tono perfectamente sereno:

—Por eso es el sacramento más sutil.

—¿Tú le dices estas cosas a Chiara? —preguntó un Brunetti consternado.

Ella se volvió otra vez.

—De ninguna manera. Cuando sea mayor, ya las comprenderá por sí misma. O no. Te agradeceré que no olvides que me comprometí a no interferir en la educación religiosa de nuestros hijos.

—¿Y si ella no comprende estas cosas? —preguntó Brunetti haciendo hincapié en las tres últimas palabras, y esperando que Paola respondiera que, en tal caso, su hija la habría defraudado.

—Entonces es probable que viva mucho más tranquila —dijo Paola, volviendo al catecismo.

El consultorio del
dottor
Carlotti estaba en la planta a de una casa de la calle Stella, cerca de Fondamenta Nuove. El comisario había localizado la dirección en su
Calli, Canali
e Campielli
y la reconoció al ver a dos mujeres con niños en brazos esperando en la puerta. Brunetti sonrió a las mujeres y tocó el timbre situado a la derecha. Abrió un hombre canoso de mediana edad, el que preguntó:

—¿El comisario Brunetti?

Brunetti asintió y el hombre extendió la mano y estrechó la del comisario, al tiempo que lo atraía hacia el interior del edificio. Indicó a Brunetti la puerta de su despacho, salió a la calle e invitó a entrar a las dos mujeres, diciendo que iba a estar ocupado durante un rato, pero que, en la sala de espera, por lo menos, podrían resguardarse del calor. Llevó su visitante al despacho tan rápidamente que el comisario apenas pudo ver algo más que las consabidas revistas de portada reluciente y unos muebles que parecían sacados de la salita de algún pariente.

El despacho era como todos los despachos de médico que había visto Brunetti: la mesa de reconocimiento con su sábana de papel, la vitrina con los paquetes de vendas y gasas, y el escritorio, lleno de papeles, carpetas y cajas de medicamentos. La única diferencia respecto a los despachos de los médicos de su infancia era el ordenador, situado a la derecha del escritorio.

El
dottor
Carlotti era un hombre invisible: lo miraras una vez o lo miraras cinco veces, en la memoria te quedaban sólo unos ojos castaños detrás de unas gafas de montura oscura, un pelo seco, de color indefinido, en retroceso, y una boca de tamaño regular.

Apoyado de espaldas en la mesa y con los brazos cruzados, el médico agitó una mano hacia una silla. Entonces, como si se diera cuenta de que su postura era poco hospitalaria, dio la vuelta a la mesa y se sentó en su sillón. Apartó unos papeles, desplazó un tubo de crema hacia la izquierda y entrelazó los dedos ante sí.

—¿En qué puedo serle útil, comisario? —preguntó.

—Me gustaría que me hablara de Maria Battestini —respondió Brunetti sin más preámbulos—. Usted la encontró, ¿verdad,
dottore
?

Carlotti miró a la mesa y luego a Brunetti.

—Sí. Iba a visitarla una vez a la semana. En vista de que el doctor no decía más, Brunetti preguntó:

—¿Le trataba alguna dolencia en particular,
dottore
?

—No; en absoluto. Estaba tan sana como yo, quizá más. Si exceptuamos las rodillas. —Entonces el médico sorprendió a Brunetti al decir—: Pero, probablemente, eso ya lo sabrá usted, si Rizzardi hizo la autopsia. De su estado de salud debe de saber él más que yo.

—¿Conoce usted al
dottor
Rizzardi?

—No se puede decir que lo conozca. Pertenecemos a las mismas asociaciones médicas y he hablado con él en cenas y reuniones. Pero conozco su reputación y por eso le supongo mejor informado que yo acerca del estado físico de la
signora
Battestini. —Tenía una sonrisa muy tímida para un hombre que, según calculaba Brunetti, debía de frisar los cincuenta.

—Sí; él hizo la autopsia y me dijo lo mismo que usted, que estaba extraordinariamente sana para su edad.

El médico asintió, al ver confirmada su opinión sobre la pericia de Rizzardi.

—¿Dijo él lo que la mató? —preguntó Carlotti, y Brunetti se sorprendió de que alguien que hubiera visto el cadáver pudiera hacer semejante pregunta.

—Dijo que fue el trauma causado por los golpes que recibió en la cabeza.

Otro gesto de asentimiento, otro diagnóstico confirmado.

Brunetti sacó la libreta y buscó las páginas en las que había anotado algunas de las cosas que le había dicho la
signora
Gismondi.

—¿Cuánto tiempo hacía que era paciente suya,
dottore
?

La respuesta de Carlotti fue inmediata.

—Cinco años, desde que murió su hijo. Ella aseguraba que el médico que los atendía a los dos era el responsable de la muerte de su hijo y, cuando él murió, solicitó el traslado a mi consulta. —Lo decía con un punto de pesar.

—¿Tenía alguna razón para hacer responsable a ese otro médico?

—Era absurdo. El hijo murió del sida.

Disimulando la sorpresa, Brunetti preguntó:

—¿Ella lo sabía?

—Pregunte mejor si lo creía, comisario. Ella no lo creía, pero debía de saberlo — A ninguno de los dos le pareció un contrasentido.

—¿Era gay?

—Públicamente, no. Tampoco mi colega sabía si lo era. Pero eso no quiere decir que no lo fuera. Tampoco era hemofílico, ni drogadicto, ni había recibido transfusión alguna, por lo menos, que él recordara o de la que hubiera constancia en el hospital.

—¿Usted trató de averiguarlo?

—Mi colega hizo indagaciones. La
signora
Battestini lo acusaba de negligencia criminal, y él trató de hallar la causa del contagio, para protegerse. También quería saber si Paolo podía haber transmitido la enfermedad a otra persona, pero ella no quiso contestar a preguntas sobre su hijo, ni siquiera a los del departamento de Sanidad. Cuando pasó a ser paciente mía, no hacía más que repetir que a su hijo lo habían asesinado «los médicos», hasta que le dije que no estaba dispuesto a escuchar tal cosa y le sugerí que se buscara otro médico. Entonces dejó de decirlo, por lo menos, a mí.

—¿Y nunca oyó algo que le hiciera pensar que era gay?

Carlotti se encogió de hombros.

—La gente habla mucho. Con el tiempo, me he acostumbrado a no prestar mucha atención a lo que se dice. Unos pensaban que lo era, y otros, no. A mí no me interesaba, y dejaron de hablarme de él. —Miró a Brunetti— De modo que no lo sé. Mi colega cree que lo era, pero es sólo porque no parece existir otra explicación de la causa de la enfermedad. Pero repito: yo no lo conocía y, por lo tanto, no lo sé.

Brunetti no insistió.

—Hablemos de la
signora
Battestini,
dottore
. ¿Podría darme alguna explicación de por qué alguien había de hacerle eso?

El médico echó el sillón hacia atrás y estiró las piernas, unas piernas muy largas para un hombre bastante más bajo que Brunetti. Cruzó los tobillos y se rascó la nuca con la mano izquierda.

—La verdad, no. He pensado mucho en eso desde que me ha llamado, mejor dicho, desde que la encontré muerta, pero no se me ocurre nada. Era una persona de cierto carácter… —Pero aquí Brunetti interrumpió al médico, para que no siguiera con el tópico.

—Por favor,
dottore
, me he pasado la vida oyendo a la gente hablar bien de los muertos o buscando eufemismos con que disfrazar la verdad. De manera que sé que significa «cierto carácter», «persona difícil» y «Mucho genio». Le agradecería tener en cuenta que esto es la investigación de un asesinato, por lo que sus palabras no pueden hacer ningún daño a la
signora
Battestini. Así que, por favor, olvídese de la discreción, hábleme de ella claramente y dígame por qué le parece que alguien había de querer asesinarla.

Carlotti sonrió ampliamente y lanzó una mirada a la puerta de la sala en la que se oía hablar a las dos mujeres en voz baja y nerviosa.

—Debe de ser una costumbre que tenemos todos; especialmente, los médicos. Nos da miedo que nos pillen diciendo de un paciente lo que no se debe decir, que nos pillen diciendo la verdad.

Brunetti asintió y el médico prosiguió:

—Era una vieja bruja insoportable, y nunca oí a nadie decir de ella ni una palabra amable.

—¿Por qué insoportable,
dottore
? —preguntó Brunetti.

El médico reflexionó, como si aún no hubiera podido averiguar por qué o de qué manera aquella mujer se le hacía insoportable. Subió la mano a la cabeza y volvió a rascar el mismo sitio. Finalmente, miró a Brunetti y dijo:

—Quizá no pueda explicarlo más que con ejemplos. Pongamos por caso, las asistentas. Siempre estaba quejándose de ellas, diciéndome, o diciéndoles a ellas, que todo lo hacían mal. O porque ponían demasiado café en la cafetera, o se dejaban las luces encendidas, o gastaban agua caliente para fregar los cacharros, en lugar de fría. Si ellas se defendían, les gritaba y les decía que se volvieran al sitio de donde habían venido.

En la sala de espera, empezó a llorar un niño, pero se calló enseguida. Carlotti prosiguió:

—Así dicho, no parece tan grave, lo comprendo, pero para ellas era terrible. Probablemente, estaban sin papeles, no podían quejarse, y lo último que deseaban era volver al lugar del que habían venido. Y ella lo sabía.

—¿Usted conoció a alguna de ellas,
dottore
?

—¿Conocer, cómo?

—Si hablaba con ellas sobre su país de origen o de lo que hacían antes de venir.

—No; ella no lo hubiera consentido. Probablemente, no les dejaba hablar con nadie. Si mientras yo estaba allí sonaba el teléfono, enseguida preguntaba quién era y hacía que le dieran el aparato. Si oía el
telefonino
de alguna de ellas, quería saber quién la llamaba, y decía que ella le pagaba para que trabajara y no para que hablara por teléfono.

—¿Y la última?

—¿Flori? —preguntó el médico.

—Sí.

—¿Creen ustedes que la mató ella? —preguntó el
dottor
Carlotti.

—¿Lo cree usted,
dottore
?

—No lo sé. Cuando encontré el cadáver, lo primero que hice fue buscar el de Flori. No creí que aquello pudiera haberlo hecho ella: la única posibilidad que se me ocurrió fue la de que ella pudiera ser otra víctima.

—¿Y ahora,
dottore
?

El hombre parecía realmente apenado.

—Leí los periódicos y hablé con el otro policía, y todo el mundo parece estar seguro de que fue ella. —Brunetti esperaba—. Pero sigo sin poder creerlo.

—¿Por qué? El médico tardó en decidirse. Miraba a Brunetti como si quisiera averiguar si aquel hombre, que también trataba con las debilidades humanas, comprendería.

—Hace más de veinte años que soy médico, comisario, y es parte de mi trabajo percibir lo que pueda haber dentro de cada persona. No sólo he de fijarme en las cosas físicas; he visto a bastante gente enferma como para saber que, muchas veces, si hay un mal en el cuerpo es porque también lo hay en el alma. Y yo diría que en el alma de Flori no lo había. —Desvió la mirada un momento y dijo—: Lo siento, comisario, no puedo ser más preciso ni más profesional.

—¿Y qué me dice de la
signora
Battestini? ¿Cree que en su alma había algún mal?

—Nada más que simple avaricia, comisario —respondió Carlotti al instante—. Ni la ignorancia ni la estupidez salen del alma. Pero la avaricia, sí.

—Muchos ancianos han de vigilar sus gastos —adujo Brunetti, asumiendo el papel de abogado del diablo.

—Aquello no era vigilar gastos, comisario. Aquello era obsesión. —Aquí el doctor sorprendió a Brunetti con una frase en latín—:
Radix malorum est cupiditas.
No es el dinero, comisario, la raíz de todo mal. Es el
amor
al dinero.
Cupiditas
.

—¿Tenía ella mucho dinero con que alimentar su avaricia? —preguntó Brunetti.

—Eso lo ignoro —respondió el médico. En la sala de espera, uno de los niños empezó a gritar con el penetrante apremio del llanto sincero. Carlotti miró el reloj— Si no tiene más preguntas, comisario, me gustaría empezar a atender a mis pacientes.

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