El barón estaba tan indignado que por un instante pensó que iba a asestar un puñetazo al capitán Vardash. Éste, al parecer, debía de pensar lo mismo, ya que retrocedió un paso y llevó la mano a la empuñadura de su propia espada.
—Son nuestros aliados, milord —apuntó quedamente el comandante Morgón.
El barón controló su ira. Desabrochó el cinturón de la espada y arrojó el arma hacia Vardash, que la cogió hábilmente en el aire.
—Ésa es un arma muy valiosa —gruñó Ivor—. Perteneció a mi padre, y anteriormente a mi abuelo. Cuídala bien.
—Gracias, señor. Custodiaré personalmente vuestra espada— dijo el capitán—. Quizás a vuestros oficiales les interesaría ver el resto del campamento.
—Hemos visto suficiente —dijo secamente el comandante Morgón—. Os esperaremos aquí, milord. Gritad si nos necesitáis.
El barón gruñó, apartó a un lado la solapa de la tienda y entró en ella. Esperaba encontrar lo que imaginaba sería una tienda de mando normal, amueblada con un camastro, un par de banquetas de campaña y una mesa cubierta de mapas marcados con las posiciones del enemigo. Por el contrario, durante un instante creyó haber accedido a la sala de recepciones del rey Wilhelm el Bueno. Una alfombra de excelente calidad, tejida a mano y bordada, cubría el suelo. Sillas elegantes, hechas de madera noble, rodeaban una mesa ornamentada con tallas de frutas y guirnaldas. Y estaba llena de comida, no de mapas. El comandante Kholos alzó la vista del pollo que estaba partiendo en pedazos.
—Bien, aquí estás —dijo malhumoradamente a guisa de saludo—. Te gustan mis muebles, ¿verdad? Quizás hayas visto la casa solariega que incendiamos ayer. Si una casa no tiene paredes, tampoco necesita muebles, ¿no te parece?
El comandante soltó una risita y, clavando la daga —cuya empuñadura estaba manchada con sangre reseca— en un trozo enorme de pollo, lo levantó del plato y se lo metió en la boca, engulléndolo de golpe, con huesos y todo.
El barón masculló una respuesta incoherente. Tenía hambre cuando entró en la tienda, pero después de ver al comandante perdió el apetito. En un pasado no muy lejano, goblin y humano se habían emparejado —era preferible no hacer especulaciones sobre cómo fue— y el resultado había sido el comandante Kholos. La parte de su ascendencia goblin se hacía patente en su complexión cetrina, ligeramente verdosa, en su colgante y prominente mandíbula inferior, sus ojos bizqueantes bajo el saliente arco ciliar y su talante brutal y agresivo. La parte humana podía apreciarse en la astucia que brillaba en sus ojos entrecerrados con una luz pálida y antinatural, semejante a la que irradiaba la materia putrefacta de un pantano repugnante.
El barón dedujo que el comandante inspiraba tanto miedo a sus propias tropas como al enemigo; tal vez más porque el enemigo tenía la suerte de no conocerlo personalmente. Ivor se preguntó por qué, en nombre de Kiri-Jolith, cualquier hombre combatiría voluntariamente a las órdenes de un comandante así. A la vista de los objetos, producto del saqueo, que había en la tienda del comandante y recordando el comentario rápidamente interrumpido de Vardash sobre una muchacha cautiva por la que «se conseguiría un buen precio» en alguna parte, el barón imaginó que mientras las tropas de Kholos tuvieran el incentivo de botines de guerra, soportarían la arbitrariedad y el despotismo de su superior.
El barón conocía al rey Wilhelm, y no entendía qué lo había llevado a contratar a un tipo semejante. Sin embargo, aparentemente lo había hecho, maldito fuera el Abismo. Ivor lamentaba profundamente haber estampado su firma en el contrato.
—¿Cuántos hombres has traído? —demandó el comandante—. ¿Son buenos luchando, o no?
Kholos no invitó al barón a que tomara asiento ni le ofreció comida o bebida. Agarró la jarra y tragó ruidosamente, tras lo cual soltó el recipiente con brusquedad en la mesa, salpicando cerveza en el fino tablero, y se limpió la boca con el envés de la mano. Con la mirada fija en Ivor, el comandante soltó un eructo.
—¿Y bien? —instó.
—Mis soldados son los mejores de Ansalon —repuso el barón, que se irguió todo lo posible—. Pero supongo que eso se sabía o de otro modo no se nos habría contratado.
El comandante agitó un muslo de pollo en un gesto con el que desestimaba la reputación del barón.
—Yo no te contraté. Nunca había oído hablar de ti, pero ahora tengo que cargar con el muerto. Mañana veremos qué sois capaces de hacer. Necesito saber cómo se desenvuelve en combate tu chusma. Tú y tus hombres atacaréis la muralla oeste al amanecer.
—De acuerdo —contestó fríamente el barón—. ¿Y dónde atacaréis tú y tus hombres, comandante?
—No lo haremos —repuso Kholos, que esbozó una sonrisita. Masticaba y hablaba al mismo tiempo, de manera que algunos trocitos de pollo resbalaban junto con saliva barbilla abajo—. Estaré observando para ver cómo se desenvuelven tus hombres al ser atacados. Mis soldados están bien entrenados y no puedo permitirme el lujo de que se echen a perder por un puñado de bellacos que se desmayarán y se harán pis encima cuando empiecen a caerles flechas.
Ivor miraba feroz e intensamente a Kholos. Su silencio era como un ominoso nubarrón que se estuviera oscureciendo por la estupefacción y la incredulidad a la par que se cargaba de electricidad por la furia. El comandante Morgón, que esperaba fuera, contaría después que en toda su vida había oído nada —ni siquiera el estampido de un trueno— más fuerte que el silencio del barón. También comentaría que tenía presta la espada porque suponía que el barón iba a matar al comandante Kholos en aquel mismo momento.
Al ver que el barón no tenía nada que decir, Kholos pinchó su daga en otro pollo.
Ivor se las arregló para ahogar el deseo de hincar aquella daga en el comandante y, con una voz tan distinta de la suya que Morgón juraría después que no sabía quién estaba hablando, dijo:
—Si atacamos la ciudad sin vuestro apoyo, lo único que verás será a mis hombres muriendo.
—¡Bah! El ataque no es más que un amago para tantear las defensas de la ciudad, simplemente. Os podéis retirar si las cosas se ponen demasiado calientes. —El comandante echó otro trago de cerveza y volvió a eructar—. Preséntate ante mí mañana a mediodía, después de la batalla, para darme el informe. Entonces examinaremos las mejoras que tus hombres necesitan hacer.
Kholos despidió al barón con un gesto del grasiento pulgar y centró por completo su atención en la comida. La reunión entre aliados había finalizado.
Ivor no podía ver la solapa del acceso de la tienda a causa de la neblina roja que oscurecía su visión. Abriéndose paso a tientas y a punto de echar abajo la tienda en el proceso, casi se llevó por delante a Vardash, que se había adelantado para ayudarlo. El barón recobró bruscamente la espada que le tendía el capitán y, sin perder tiempo en abrocharse el cinturón, echó a andar.
—Salgamos de aquí —dijo con los dientes apretados.
Sus oficiales fueron en pos de él caminando tan deprisa que Vardash, quien se suponía que tenía que escoltarlos, tuvo que correr para alcanzarlos.
El barón y su séquito recorrieron a la inversa el camino para volver donde esperaban sus monturas y la guardia personal. Ya era de noche, pero a despecho de la oscuridad una compañía de soldados daba inicio a una sesión de entrenamiento. Detrás de las filas, unos sargentos equipados con látigos esperaban para corregir cualquier error. El barón echó un vistazo al grupo castigado y contó dieciocho hombres que todavía aguantaban de pie. Dos yacían en el suelo y nadie les prestaba la menor atención. De hecho, un soldado que debía de ir a cumplir algún encargo pasó por encima de los cuerpos inmóviles. El barón aceleró el paso.
La guardia personal seguía montada, lista para partir. En cuestión de minutos, Ivor y su séquito habían dejado atrás el campamento y regresaba a sus propias líneas. El barón hizo el trayecto en silencio, sin hacer ningún comentario sobre el brillo de las armaduras ni sobre la notable disciplina de sus gallardos aliados.
Sí que había luz al otro lado de las puertas de plata; era débil y mortecina, pero suficiente para que Kitiara viera por dónde caminaba. Avanzó cautelosamente túnel adelante, con el miedo como fiel compañero. La mujer seguía esperando que los dedos huesudos del espectro aferrasen su túnica, le tocaran el hombro, le arañaran la nuca.
Kitiara no era una persona imaginativa. Incluso de niña, se reía de los cuentos que hacían salir corriendo a otros chiquillos, llorosos, al encuentro de sus madres. Cuando un compañero de juegos le aseguró que los monstruos vivían debajo de las camas, Kitiara se armó con el atizador de la lumbre y fue a por ellos. Acostumbraba decir con una sonrisa que los únicos espíritus que había encontrado eran los de los vinos y los licores. Otro concepto que ya no era válido. Por desgracia, el caballero no era el único fantasma en el templo.
Figuras con albas túnicas caminaban junto a ella, desplazándose con prisa en alguna tarea urgente o paseando lentamente y sumidas en pensamientos contemplativos; figuras que desaparecían cuando Kitiara se volvía para enfrentarse directamente a ellas. Lo peor eran las conversaciones, ecos susurrantes de voces largo tiempo silenciadas que flotaban en el corredor como el humo. A veces Kit casi lograba entender palabras concretas, casi podía comprender de qué hablaban, pero nunca del todo. Tenía la impresión de que hablaban de ella, que decían algo importante. Si dejasen de susurrar ella podría entenderlo.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué queréis? —gritó en voz alta, lamentando profundamente la pérdida de su espada—. ¿Quiénes sois? ¿Dónde estáis?
Las voces murmuraban y susurraban.
—Si tenéis algo que decirme, salid y decidlo —demandó irritada.
Al parecer, las voces no querían decirle nada, ya que continuaron susurrando.
—¡Entonces callaos, maldita sea! —chilló Kit, que continuó corredor adelante.
El suave suelo de mármol dio paso de repente a otro de piedra, y las paredes que eran obra de seres humanos, a los muros naturales de una caverna. Kit caminó por un sendero angosto y sinuoso, bordeando grandes afloraciones rocosas que se alzaban del suelo. Aunque tosco, el camino podía recorrerse sin dificultad. En algunos sitios había sido reparado o reforzado para hacerlo transitable.
Debería haber ido caminando envuelta en una oscuridad tan negra como si todas las eras pasadas de Krynn se hubiesen colocado en estratos unas sobre otras, ya que la única luz que debía de haber penetrado a tal profundidad de la montaña tenía que ser la de las chispas del martillo de Reorx. Sin embargo, allí abajo la oscuridad había sido desterrada; la luz brillaba en la piedra húmeda, resplandecía cuando tocaba las vetas de plata y oro, iluminaba las columnas de roca, labradas por el agua, que se alzaban en espiral para sostener una vasta bóveda de formaciones cristalinas centelleantes.
La luz era intensa, radiante, pero a pesar de intentarlo Kitiara no conseguía localizar su fuente. No podía proceder de fuera, pues la noche ya había caído en el exterior.
—Deja de preocuparte por eso —se reprendió—. Da gracias porque hay luz. En caso contrario, tardarías toda la noche en recorrer este camino. Hay una explicación para ello; tiene que haberla. Tal vez sea lava, como en Sanction. Sí, eso tiene que ser.
No importaba que esta luz no fuera rojiza y chillona como los ríos llameantes que iluminaban el cielo ce Sanction lleno de humo. No importaba que esta luz fuese de un color gris plateado y fría y suave como la de la luna blanca. No importaba que no hiciese calor ni hubiese señal alguna de un río de lava. Kitiara aceptó su propia explicación y cuando esa explicación se volvió insostenible, cuando la mujer no cruzó ningún borboteante estanque de magma, cuando la luz siguió haciéndose más y más intensa a medida que se internaba en la montaña, Kit se ordenó no pensar en ello.
Era como si las figuras vestidas de blanco supieran que venía y hubiesen acudido para conducirla lo más rápidamente posible adonde necesitaba ir.
—¡Necios! —musitó con una corta aunque nerviosa risilla, y continuó avanzando.
El sendero serpenteaba alrededor de las relucientes estalagmitas, conduciéndola de una caverna a otra y siempre hacia abajo, más y más profundo en la montaña. La luz no la dejó en la estacada, sino que alumbró su camino de manera ininterrumpida. Cuando empezaba a sentirse sedienta y deseaba haber llevado consigo un odre de agua, Kit llegó junto a un arroyo claro y frío que parecía haber sido puesto allí a propósito para su comodidad. Empero, no había señal alguna de los huevos de dragón ni de una caverna lo bastante grande para que los albergara. Los techos de las cuevas eran bajos, casi lo justo para que la mujer caminara erguida. Un dragón no podría haber deslizado ni un dedo meñique en esta parte de la gruta.
Kit calculó que llevaba caminando alrededor de una hora y se preguntó cuántas leguas habría recorrido. El sendero la condujo alrededor de una formación rocosa particularmente grande y a continuación, repentinamente, ante lo que parecía una pared de piedra, vertical e impenetrable.
—Esto ya es otra cosa —comentó Kit, satisfecha y hasta aliviada de encontrar obstruido el paso—. Sabía que estaba resultando excesivamente fácil.
Buscó un paso a través del muro y al cabo dio con un pequeño dintel abovedado que había sido tallado en la roca. Una cancela hecha de plata y oro le cerraba el paso; en el centro de la verja había una rosa, una espada y un martín pescador labrados. Kitiara oteó a través de la reja y vio una estancia envuelta en sombras, donde la luz se amortiguaba como para denotar respeto.
La estancia era un mausoleo.
Un único sarcófago se alzaba en el centro de la cámara y Kitiara distinguió el blanco mármol de la tumba que brillaba fantasmagóricamente con la luz espectral.
—Bueno, Kit, has llegado a un punto muerto —se dijo en voz alta, y rió quedamente su pequeña broma.
Sin ningunas ganas de molestar a más muertos, Kit se puso a buscar otro paso a través de la pared. Media hora después estaba acalorada y frustrada tras una búsqueda infructuosa. Parecía imposible que no hubiese otros accesos, ninguna grieta a través de la cual pudiera deslizarse. Masculló y maldijo entre dientes, empujó y dio patadas, furiosa por tener cortado el camino. Tendría que volver sobre sus pasos, buscar alguna bifurcación en el sendero que se le hubiese pasado por alto.
No obstante, sabía muy bien que no había pasado por alto nada; no había llegado a ningún cruce, no había tenido que pararse una sola vez para decidir qué camino tomar. El sendero conducía directamente a eso: una tumba.