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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (5 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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Con la llegada de la guerra, la mayoría de las ratas de dos patas había abandonado el barco para huir a ciudades más seguras. Puesto que en los almacenes ya no quedaba nada depositado, ningún comerciante recorría las calles del distrito ni hacía tratos en sus esquinas. Esa parte de la ciudad, el lado oeste, estaba desierta, o al menos eso parecía. Con todo, Kit no bajó la guardia. No lograba imaginar qué esperaba encontrar Immolatus allí, a no ser que tuviese la peregrina idea de que los dragones habían depositado sus huevos en uno de los almacenes.

El día estaba a punto de llegar a su fin y el sol se ponía tras la nube de humo suspendida sobre los campos incendiados, más allá de las murallas de la ciudad. Las sombras de las montañas se proyectaban sobre la urbe, trayendo consigo la noche anticipadamente. Al cabo, Immolatus se detuvo, pero sólo, en opinión de Kit, porque la calle se acababa.

—Ah, justo como me esperaba. —El dragón parecía inmensamente satisfecho consigo mismo.

4

La calle se extendía un poco más hasta una alta pared de granito derruida, o eso parecía. Kitiara alcanzó al dragón y vio que estaba equivocada. De hecho, la calle atravesaba la pared entre dos grandes columnas; unos agujeros herrumbrosos en la piedra apuntaban la posible existencia antaño de unas puertas de hierro con las que controlar el flujo del tráfico para entrar y salir del área. Al asomarse al acceso, Kitiara vio un patio y un edificio.

—¿Qué es este sitio? —preguntó sin dejar de contemplar el edificio con aire despectivo.

—Un templo. Un templo dedicado a los dioses. O quizá debería decir un templo dedicado a un dios. —Immolatus lanzó al edificio una mirada de puro odio.

—¿Estáis seguro? —preguntó Kitiara, que al compararlo con el Templo de Luerkhisis no salía bien parado—. Es tan pequeño y está tan… desvencijado.

—Un poco como el propio dios para el que se levantó —comentó con sorna Immolatus.

Era realmente pequeño; en treinta pasos Kit lo habría recorrido desde la entrada hasta la pared del fondo. En el frontispicio tres amplios escalones conducían a un porche angosto cubierto por un techo sustentado por seis esbeltas columnas. Dos ventanas se abrían a un patio pavimentado con adoquines rotos. Entre las grietas crecía pamplina y algún tipo de enredadera estranguladora. Aquí y allí, entre las malas hierbas, unos pocos rosales silvestres todavía florecían y trepaban por el muro que rodeaba el patio. Las rosas eran diminutas y blancas, y parecían absorber los últimos rayos de sol, dando la sensación de que brillaban en la luz crepuscular. Su aroma dulce, penetrante, impregnaba el aire, y debía de resultarle desagradable al dragón, ya que empezó a toser y a resoplar y se cubrió la nariz y la boca con la manga.

El templo estaba hecho de granito y antaño había estado cubierto de mármol por la parte exterior, a juzgar por unas pocas losas —deterioradas y con manchas amarillas— que todavía quedaban. El resto de losas de mármol habían sido arrancadas y utilizadas en alguna otra parte. Las puertas principales eran de oro fundido y brillaban a la luz del sol poniente. Un friso esculpido alrededor del edificio estaba borrado casi por completo, machacado con profundas marcas, como si se hubiesen descargado contra él picos y martillos. Las imágenes que tuviera antaño habían sido destruidas.

—Eminencia, ¿cómo sabéis en honor a qué dios se levantó este templo? —preguntó Kitiara—. No veo inscripciones ni símbolos y nada que indique el nombre del dios.

—Lo sé —respondió Immolatus con voz chirriante.

Kit pasó entre las columnas al patio para verlo con más detalle. Las puertas doradas estaban llenas de golpes y abolladuras; la sorprendía que siguieran estando allí, que no se hubiesen fundido para aprovechar su valor. Cierto, el oro no valía gran cosa en la actualidad, mucho menos que el acero, un metal más práctico con diferencia. Nadie marchaba a la guerra con una espada forjada con oro. Aun así, si esas puertas eran de oro macizo, tenían que valer algo. Se lo diría al comandante Kholos, aconsejándole que se las llevara cuando se marchara de la ciudad.

Al reparar en una mínima rendija entre las dos hojas doradas, Kit comprendió que estaban abiertas parcialmente. Tuvo la extraña idea de que era bien recibida, invitada a que entrara; una idea que la repelía. Tenía la fuerte impresión de que algo, allí dentro, quería algo de ella, que la esperaba para robarle algo precioso. Probablemente el templo se había convertido en un lugar frecuentado por ladrones.

—¿Cómo se llamaba el dios, Eminencia? —inquirió.

El dragón abrió la boca para contestar, pero entonces la cerró de golpe, bruscamente.

—No me ensuciaré la boca pronunciando su nombre —manifestó.

—Cualquiera diría que teméis a ese dios, el cual, obviamente, ya no anda por aquí —comentó Kit con una sonrisa desdeñosa.

—No lo subestimes —bramó Immolatus—. Es artero. Se llama Paladine. ¡Ea, lo he dicho, y maldigo ese nombre!

Una llamarada salió de su boca, chisporroteó brevemente en los adoquines rotos del vacío patio, quemó unas pocas malas hierbas y luego desapareció con un parpadeo.

Kit esperaba fervientemente que nadie hubiese presenciado el berrinche del dragón. Ningún Túnica Roja, ni siquiera el más poderoso de ellos, podía escupir fuego.

—Vaya, pues nunca había oído hablar de él —dijo Kit.

—Tú no eres más que un gusano —replicó Immolatus.

La mano de Kit se crispó sobre la empuñadura de la espada. Immolatus sería un dragón, pero estaba metido en una forma humana y la mujer suponía que tardaría unos segundos en cambiar la túnica por las escamas. En ese breve intervalo podría atravesarlo y matarlo.

«Tranquilízate, Kit —se exhortó para sus adentros—. Recuerda el arduo trabajo que te costó encontrar a la bestia y llevarla ante Ariakas. No dejes que te afecten sus provocaciones. Quiere descargar su ira sobre algo, y no lo culpo. Este lugar pone nervioso a cualquiera.»

Empezaba a acusar un desagrado físico por el entorno. Reinaba una serenidad, una paz, en el recinto del templo que le resultaba irritante. Kitiara no era persona de perder el tiempo reflexionando sobre la complejidad de la vida. La vida era para vivirla, no para meditar sobre ella.

Inesperadamente recordó a Tanis. A él le habría gustado este lugar, pensó con desdén. Se habría sentido satisfecho sentándose en los agrietados escalones principales, contemplando el cielo, haciendo preguntas a las estrellas; preguntas necias que no podían tener respuesta. ¿Por qué existía la muerte en el mundo? ¿Qué ocurría después de morir? ¿Por qué sufría la gente? ¿Por qué existía el mal? ¿Por qué los dioses los habían abandonado?

En lo que a Kitiara concernía, el mundo era como era, y basta. Había que asir la parte que te tocaba, hacer de ella lo que se pudiera, y dejar que el resto se ocupara de sí mismo. Kit no tenía paciencia con «el gira que te gira a la tela de araña» de Tanis, como ella lo llamaba. El recuerdo del semielfo, espontáneo y no deseado, incrementó aún más su irritación.

—¡Bien, esto ha sido una pérdida de tiempo! —manifestó—. Salgamos de aquí antes de que Kholos empiece a lanzar piedras incandescentes por encima de las murallas.

—No —dijo Immolatus, que contemplaba ferozmente el templo mientras se mordía el labio inferior—. Los huevos están ahí. Están dentro.

—¡Bromeáis! —Kitiara lo miró con incredulidad—. ¿Qué tamaño tienen esos Dragones Dorados? ¿Son tan grandes como vos?

—Quizá —contestó despectivamente Immolatus. Volvió los ojos, rehusando mirar a la mujer, y dirigió la vista hacia el brumoso crepúsculo—. Nunca me interesé por ellos hasta el punto de fijarme en su tamaño.

—Bah —gruñó Kitiara—. ¿Esperáis que me crea que un ser tan grande o más que vos se arrastró al interior de ese edificio —apuntó el templo con el índice—, y dejó los huevos dentro? —La paciencia se le agotó—. Me parece que me tomáis por idiota. ¡Vos y lord Ariakas y la reina Takhisis! ¡Se acabó, he terminado con todos vosotros!

Se dio media vuelta y echó a andar hacia la calle.

—Si el guisante que tienes por cerebro no estuviese brincando de un lado para otro de tu cráneo, repicando en sus confines y rebotando contra oscuros recovecos, podrías haber discurrido la verdad —dijo Immolatus—. Los huevos se depositaron en las montañas y después la entrada se selló y se estableció una vigilancia. El templo es el cuartel de la guardia, por decirlo de algún modo. Los muy necios creyeron que estarían a salvo aquí, que no llegaría a nuestro conocimiento su existencia. Probablemente su intención era que los clérigos se quedaran para custodiarlos, pero huyeron para escapar de la chusma. O eso, o acabaron asesinados. Ahora no queda nadie para cuidarlos. Nadie.

El razonamiento del dragón era muy lógico. Kit se volvió hacia él y, con gesto subrepticio, envainó la espada con la esperanza de que Immolatus no hubiese advertido que la había desenfundado.

—De acuerdo, Eminencia. Vos entráis en el templo, encontráis los huevos, los contáis, los identificáis o hacéis lo que se suponga que tenéis que hacer con ellos. Yo me quedaré aquí para vigilar.

—Te equivocas —replicó Immolatus—. Serás tú quien entre en el templo y busque los huevos. Estoy convencido de que debe de haber un túnel que conduzca a las cámaras de incubación. Una vez las hayas encontrado, seguirás recorriendo el túnel hasta que descubras la segunda entrada en las montañas. Después regresa para informarme.

—N o es responsabilidad mía buscar los huevos, Eminencia —contestó sombríamente Kit—. Ni siquiera sé qué aspecto tienen. Tampoco los «percibo» ni los huelo ni lo que quiera que sea que hacéis vos. Esta misión es vuestra, encomendada por la reina Takhisis.

—Su Majestad no pudo prever que los huevos estuviesen custodiados por un templo de Paladine. —Immolatus asestó una mirada funesta al edificio. Sus ojos, dos ranuras rojas, se volvieron hacia Kit—. No puedo ir. No puedo entrar.

—¡Será que no queréis! —Kitiara estaba furiosa.

—No, no puedo —insistió Immolatus. Cruzó los brazos sobre el pecho y sus dedos ciñeron con fuerza los codos—. Él no me dejaría —añadió en un tono enfurruñado, como un niño que queda eliminado del juego en la pelota goblin.

—¿Quién no os dejaría? —demandó Kitiara.

—Paladine.

—¡Paladine! ¿El antiguo dios? —Kit estaba estupefacta—. Creía que habíais dicho que se había marchado.

—Eso pensé. Su Majestad me aseguró que no estaba. —Immolatus exhaló una llamita—. Pero ahora no estoy tan seguro de ello. No sería la primera vez que me ha mentido. —Rechinó los dientes con ferocidad—. Lo único que sé de cierto es que no puedo entrar en ese templo. Si lo intentara, él me mataría.

—¡Oh, pero a mí, sin embargo, me dejará pasar, claro!

—Sólo eres una humana. No le importas nada, no sabe nada de ti. No deberías tener ninguna dificultad. Y si la tienes, estoy seguro de que eres muy capaz de vértelas con lo que quiera que encuentres. He observado el modo en que ases la espada. —Immolatus esbozó una mueca ante la incomodidad de la mujer—. Y ahora, Uth Matar, deberías ponerte en camino. Como no dejas de recordarme, no nos queda mucho tiempo. Te veré en el campamento del comandante Kholos. Recuerda, encuentra la cámara donde están los huevos y la entrada en la montaña. Anótalo todo aquí. —Le tendió un pequeño libro encuadernado en piel—. Y no te entretengas. Esta maldita ciudad se me ha indigestado.

Dicho esto se marchó. Kitiara se permitió el lujo de imaginar la punta de su espada asomando por debajo del esternón del dragón, con la hoja hundida en su espalda hasta la empuñadura. Permaneció en el deteriorado patio, disfrutando de la imagen durante un rato después de que Immolatus se hubiese ido. Varias ideas descabelladas acudieron a su cabeza. Se marcharía, dejaría al dragón y la misión. Al infierno con Ariakas y con el ejército de los Dragones. Se las había apañado bien sin ellos, no los necesitaba, a ninguno.

Un intenso dolor en la mano, crispada sobre la empuñadura de la espada, le hizo recobrar el sentido común. Sólo tenía que mirar por encima de las murallas para divisar la miríada de lumbres del campamento del ejército del general Ariakas; lumbres tan numerosas ¿fue casi eran un reflejo de las estrellas, allá en lo alto. Y ese ejército no era más que una fracción de su poderío. Algún día Ariakas gobernaría todo Ansalon y ella se había propuesto gobernar a su lado. O quizás en su lugar. Nunca se sabía. Y jamás alcanzaría esas metas, ninguna de ellas, como una mercenaria itinerante.

Lo que significaba que, con un dios o sin él, tenía que entrar en aquel maldito templo, un lugar que parecía tan acogedor y que sin embargo, al mismo tiempo, despertaba en ella un temor extraño, frío; un miedo premonitorio.

—¡Bah! —exclamó Kitiara, y cruzó a buen paso el destartalado patio.

Subió los escalones que conducían a las abolladas puertas doradas. Se detuvo para mantener un breve debate consigo misma respecto a aquel irrazonable terror, que parecía volverse más y más intenso a medida que se acercaba al templo.

Kitiara atisbo por la ranura entre las puertas, escudriñó la oscuridad que había al otro lado. Observó y escuchó. Ya no creía que los ladrones hubiesen utilizado el templo como guarida; no a menos que fuesen ladrones hechos de mejor pasta que ella, con mayor firmeza. Pero aquello que identificaba mentalmente como Algo estaba ahí dentro, y lo que quiera que fuese ese Algo, había ahuyentado al Dragón Rojo, una de las criaturas más poderosas de Krynn.

Dándose ánimos, entreabrió una hoja lo suficiente para deslizarse entre las puertas. No atisbo nada, pero eso no significaba que no lo hubiera. Ni la noche más oscura, ni siquiera el corazón de la reina Takhisis, eran tan negros como el interior de ese templo abandonado. Se increpó para sus adentros por no haber llevado consigo una antorcha. Entonces Kit sufrió un gran sobresalto cuando surgió repentinamente una luz plateada que la deslumbró y medio cegó.

Desenvainó la espada y adoptó una postura defensiva. Empero, no retrocedió, no se marchó, aunque una vocecilla aterrada —la misma que alentaba el miedo irrazonable— le gritó que abandonara la misión y huyera, muy lejos.

Igual que el dragón.

«El huyó. Un ser mucho más peligroso, mucho más mortífero, una criatura mucho más fuerte que yo —pensó Kitiara—. ¿Por qué habría de ir donde Immolatus no se atreve? No es mi comandante, no puede darme órdenes. ¿Y presentarme ante Ariakas habiendo fracasado? Puedo echarle la culpa a Immolatus. Ariakas lo entenderá. Es culpa del dragón…»

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