Raistlin, el túnica roja (2 page)

Read Raistlin, el túnica roja Online

Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, el túnica roja
12.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

El horror dio paso a la desesperación, y ésta al pánico cuando los centinelas apostados en las murallas de la ciudad informaron de la aparición de una enorme nube de polvo que oscurecía el horizonte por el nordeste. Los exploradores que salieron de la ciudad regresaron con una noticia abrumadora. Un ejército, un gran ejército, se encontraba a un día de marcha de
Ultima Esperanza
.

El momento de actuar en secreto había pasado, y las tropas de Ariakas avanzaban ahora a plena luz del día.

Las gentes de Ultima Esperanza corrían de casa en casa o se paraban en las esquinas de las calles o se agrupaban frente a la residencia del alcalde u obstruían las entradas de la sede del gremio. No podían creer que esto les estuviese pasando a ellos, así que les resultaba imposible saber qué hacer. El vecino preguntaba al vecino, el aprendiz al maestro, el ama a la criada, el soldado al oficial, el oficial a sus superiores, el alcalde a los miembros del gremio, que estaban muy ocupados preguntándose los unos a los otros: «¿Qué hacemos? ¿Nos quedamos? ¿Nos marchamos? Si nos vamos, ¿adónde iremos? ¿Qué será de nuestras casas, nuestras familias, nuestros amigos, nuestras amistades?»

La nube de polvo creció y creció hasta que todo el cielo oriental se tornó rojizo al mediodía, como si fuese un nuevo amanecer sangriento. Algunos vecinos decidieron huir, en especial aquellos que llevaban poco tiempo en la ciudad, cuyas raíces eran superficiales y fáciles de trasplantar. Recogieron todas las pertenencias que podían transportar en carros o cargadas en envoltorios y, tras despedirse de sus amigos, salieron por las puertas de la ciudad y echaron a andar calzada adelante, en dirección contraria a la que venía lo que ahora todos sabían era un ejército en marcha. Empero, la mayoría de los ciudadanos de
Ultima Esperanza
se quedaron en la ciudad.

Como los robles gigantes, sus raíces se hundían profundamente en las montañas. Generaciones de ellos habían vivido y muerto en Ultima Esperanza. Esta ciudad, cuyos orígenes se remontaban —al menos, eso era lo que decía la leyenda— a la última Guerra de los Dragones, había resistido al Cataclismo.

«Mis bisabuelos están enterrados aquí.» «Mis hijos han nacido aquí.» «Soy demasiado joven para empezar una nueva vida sin el apoyo de nadie.» «Soy demasiado viejo para empezar de nuevo en otro sitio.» «Esta es la casa donde me crié.» «Este es el negocio que inició mi abuela.» «¿He de renunciar a todo y huir?» «¿He de matar para protegerlo?»

Una decisión terrible, amarga.

Después de que los últimos refugiados hubieron huido, las puertas de la ciudad retumbaron al ser cerradas. Se pusieron pesadas carretas contra ellas, cargadas con rocas, para crear una barricada que detuviese al enemigo si éste forzaba las puertas. Todos los recipientes disponibles se llenaron de agua para combatir los incendios. Los comerciantes se convirtieron en soldados y pasaron el día practicando con dianas. A los niños mayores se les enseñó a recuperar flechas usadas.

Los ciudadanos esperaban que ocurriera lo mejor y se prepararon para lo peor; al menos, lo que consideraban que sería lo peor. Todavía tenían fe en su rey. En el primer caso, lo mejor, imaginaban cómo el ejército marchaba de manera ordenada calzada adelante e iba instalando el campamento. Imaginaban al comandante cabalgar civilizadamente hacia la ciudad para parlamentar, imaginaban a sus representantes salir con la bandera de tregua para reunirse con el comandante. Este lanzaría amenazas, y ellos reaccionarían con dignidad y se mantendrían firmes, sin dar su brazo a torcer. Al cabo, el comandante cedería en algunas cosas, y ellos, en otras. Y finalmente, quizá tras un día de duras negociaciones, llegarían a un acuerdo y todo el mundo iría a casa a cenar.

En el segundo caso, lo peor que imaginaban que podría ocurrir, era que quizá sería necesario disparar unas cuantas flechas por encima de las cabezas de los soldados, para lo que se apuntaría con mucho cuidado, naturalmente, a fin de que nadie saliese herido. Sólo para demostrar que no bromeaban. Después de eso, el comandante del ejército —sin duda un hombre razonable— comprendería que el asedio de la ciudad era una pérdida de tiempo y un desperdicio de recursos humanos. Y a continuación negociarían.

Los cuernos sonaron con el toque de alarma por toda la ciudad. El ejército del rey Wilhelm el Bueno estaba a la vista. Todo aquel que podía caminar subió a lo alto de las murallas.

Ultima Esperanza se fundía con la montaña por tres lados y se asomaba a un fértil valle por el cuarto. Pequeñas granjas se repartían desperdigadas por el valle. Las primeras plantas de la siembra de primavera empezaban a brotar en la tierra labrada, extendiéndose como cintas de seda verde por el valle. Una calzada se abría paso a través de la montaña y conducía al valle y, desde allí, a Ultima Esperanza. Por lo general, a esa hora del día, cualquiera que se asomara a las murallas vería a un granjero con su carro de bueyes dirigiéndose a la ciudad por el camino, o un grupo de kenders, o un hojalatero ambulante con el carro lleno de ollas y cazos, o algún cansado viajero que contemplaba con satisfacción las murallas de la ciudad y pensaba en una comida caliente y una cómoda cama.

Por la calzada se desbordó un río de acero cuyas ondulaciones y remolinos, coronados por metal que centelleaba a la luz del sol, envolvieron las pequeñas granjas. El río de acero fluyó hacia el valle como un impetuoso desbordamiento de agua, los pies calzados con botas haciendo retumbar el suelo, con el estrépito de los tambores marcando el paso. A poco, pudo verse el titilar de llamas, así como finas columnas de humo elevándose de casas y establos, mientras los soldados saqueaban graneros, sacrificaban a los animales y asesinaban o esclavizaban a los granjeros y sus familias.

El río de acero se asentó en el valle, giró en remolinos de actividad: los soldados instalaban el campamento, levantaban tiendas en los campos, pisoteaban los brotes nuevos, talaban árboles, desvalijaban y saqueaban granjas. Apenas prestaban atención a la ciudad y a la gente que se apiñaba en las murallas, gente que contemplaba sus desmanes con el rostro demudado y el corazón palpitando desbocado. Finalmente, un pequeño grupo de soldados se separó del grueso del ejército y se dirigió hacia las puertas de la ciudad. Cabalgaba bajo bandera de tregua, un estandarte blanco que apenas se veía a causa del humo de los campos incendiados. Los soldados se detuvieron a corta distancia de las murallas. Uno de ellos, equipado con armadura, se adelantó tres pasos.

—Ciudadanos de Ultima Esperanza —gritó con voz profunda—, soy Kholos, comandante del ejército de Yelmo de Blode. Tenéis dos opciones: rendiros o morir.

Los vecinos que estaban en las murallas se miraron unos a otros, estupefactos, consternados. Esto no era en absoluto lo que habían esperado que pasara. Tras recibir unos cuantos codazos, el alcalde se adelantó para contestar:

—Queremos… Queremos negociar —gritó.

—¿Qué? —vociferó el comandante.

—¡Negociar! —repitió desesperadamente, a voz en cuello, el alcalde.

—De acuerdo. —Kholos se sentó más cómodamente en su montura—. Negociemos. ¿Os rendís?

—No —respondió el alcalde, que se irguió con aire digno—. No nos rendimos.

—Entonces, moriréis. —El comandante se encogió de hombros—. Ya está, se acabó la negociación.

—¿Y qué pasa si nos rendimos? —inquirió una voz entre la multitud.

Kholos se echó a reír, con sorna.

—Pasa que me haréis la vida mucho más fácil. Estas son las condiciones.

»Primera: todos los hombres en buenas condiciones físicas depondrán las armas, abandonarán la ciudad y formarán en línea para que así mi jefe de esclavos pueda verlos bien.

»Segunda: todas las mujeres jóvenes y bonitas se pondrán en fila para que yo pueda escoger. Tercera: los demás ciudadanos de Ultima Esperanza sacarán sus riquezas y las amontonarán aquí, a mis pies. Ésas son las condiciones para vuestra rendición.

—¡Eso es…! ¡Es desmesurado, una atrocidad! —exclamó, estupefacto, el alcalde—. ¡Tales condiciones son indignantes! ¡Jamás aceptaremos!

El comandante Kholos hizo volver grupas a su caballo y regresó galopando al campamento, seguido de sus guardias.

Las gentes de Ultima Esperanza se prepararon para la batalla, para matar y para morir.

Creían que defendían una causa, que luchaban contra una injusticia. Ignoraban que todo ese conflicto no tenía nada que ver con ellos, que sólo eran piezas desechables en un gran juego cósmico, que el aterrador general que había ordenado ese ataque ni siquiera conocía el nombre de la ciudad hasta que miró el mapa, que los comandantes de los ejércitos de los Dragones recientemente formados contemplaban este enfrentamiento como un ejercicio de entrenamiento para sus tropas.

Las gentes de Ultima Esperanza creían que al menos sus muertes servirían para algo cuando, en realidad, el humo de las cenizas de las piras funerarias de la ciudad formaría una única nube oscura en él, por lo demás, hermoso cielo azul; una única nube negra que se desharía con el viento frío del declinante día, desaparecería y caería en el olvido.

2

Más o menos a la misma hora que el rey Wilhelm el Bueno daba la orden de destripar al embajador de la ciudad rebelde, el ejército del Barón Loco emprendía la marcha hacia la urbe condenada. Al frente de sus tropas, el barón agitaba su sombrero de plumas y reía con ganas sin más razón que el placer experimentado ante la perspectiva de entrar en acción. Los soldados desfilaron calzada adelante en medio de los vítores y los buenos deseos de los lugareños de Arbolongar del Prado que se habían reunido para el acontecimiento. Después de que la última carreta de avituallamiento, cargada hasta los topes, hubiese cruzado las puertas, los vecinos regresaron a sus casas, agradecidos por el regreso de la tranquilidad y el silencio, y tristes por la pérdida de ingresos.

El barón dio a sus tropas tiempo de sobra para llegar a su objetivo; los soldados marchaban veinticinco kilómetros diarios como mucho. Quería que los hombres estuviesen descansados y listos para luchar, no cayéndose de agotamiento. Las carretas transportaban las armaduras, los escudos y las raciones, así que no tenían que pararse a lo largo de la ruta, salvo para un breve descanso al mediodía. Si alguien perdía el paso debido al cansancio o a alguna enfermedad o herida, se le tomaba el pelo sin compasión, pero se le permitía viajar en las carretas al lado de los conductores.

Los hombres estaban muy animosos, de excelente humor, ansiosos por entrar en batalla, deseosos de alcanzar la gloria y de recibir la paga al acabar el trabajo. Entonaban canciones mientras marchaban, dirigidos por la voz de barítono del barón. Gastaban bromas a los nuevos reclutas. Todos ellos sabían que ésta podía ser su última batalla, ya que cualquier soldado era consciente de que en alguna parte había una flecha o la hoja de una espada que llevaba su nombre; sin embargo, esa certeza hacía que gozara plenamente de la vida y del momento presente.

El único que no estaba disfrutando con la marcha era Raistlin. Su frágil salud le impedía aguantar siquiera una caminata moderada durante mucho tiempo, así que tras haber recorrido siete u ocho kilómetros, empezó a cansarse y a tener los pies doloridos.

—Deberías ir en las carretas de avituallamiento, Raist —le dijo Caramon con ánimo de facilitarle las cosas—. Con los otros… —El mocetón se puso colorado y se mordió la lengua.

—Con los otros débiles y enfermos —acabó la frase su gemelo.

—N . . . no quería decir eso, Raist —balbució Caramon—. Ahora estás mucho más fuerte de lo que sueles estar. Y no es que seas débil ni nada por el estilo, pero…

—Déjalo estar, Caramon —instó, irritado, Raistlin—. Sé perfectamente bien lo que quieres decir.

Echó a andar cojeando, indignadísimo; su gemelo lo siguió con la mirada y sacudió la cabeza al tiempo que suspiraba.

Raistlin se imaginaba las miradas desdeñosas que le dirigirían los otros soldados cuando pasaran ante él, recostado en una carreta, como un saco de alubias secas. Se imaginaba a su hermano ayudándolo a bajar de la carreta todas las noches, solícito y deferente. En ese momento decidió que realizaría el viaje a pie como el resto del ejército aunque ello le costara la vida, cosa que probablemente ocurriría. Caer muerto en el camino era preferible a que lo compadecieran, que lo miraran con lástima.

Raistlin había perdido de vista a Horkin durante la marcha y supuso que el robusto mago se encontraba a la cabeza de la columna, marcando el paso. Cuando al final de la jornada le avisaron que tenía que presentarse ante el maestro hechicero, fue toda una sorpresa descubrir que Horkin iba detrás, con las carretas de avituallamiento.

—Me he enterado de que ibas caminando, Túnica Roja —le dijo el mago de más edad.

—Como los demás soldados, señor —contestó Raistlin, que estaba preparado para ser blanco de alguna afrenta—. No os preocupéis, señor. Estoy un poco cansado ahora, pero me sentiré mejor por la mañana…

—¡Bah, tonterías! Aquí tienes tu montura, Túnica Roja.

Horkin señaló una burra que iba atada a una de las carretas. El animal parecía ser de los tranquilos y estaba masticando heno sin prestar atención al organizado barullo que suponía instalar el campamento.

—Esta es
Lili
, un animal muy dócil siempre y cuando lleves los bolsillos llenos de manzanas. —Horkin rascó a la burra entre las orejas.

—Agradezco vuestro interés, señor —respondió, envarado, Raistlin—, pero seguiré marchando a pie.

—Como gustes, Túnica Roja. —Horkin se encogió de hombros—. Pero así te las verás negras para mantener mi ritmo.

Señaló con un gesto de la cabeza a otra burra que podría haber sido gemela de
Lili
por lo mucho que se parecían, incluso en la franja oscura del pelaje que se extendía por el lomo, desde la cruz hasta las ancas.

—¿Vais montado, señor? —preguntó Raistlin con sorpresa.

Horkin era un consumado soldado, de los pies a la cabeza. En cierta ocasión, según él mismo contaba, cubrió más de cien kilómetros a marchas forzadas en un día, cargado con la mochila llena. Cincuenta kilómetros diarios era un paseo por el jardín, según Horkin.

—Esta vez vais montado por mí, ¿verdad, señor? —preguntó fríamente el joven mago.

—Eres mi aprendiz, Túnica Roja. —Horkin puso una mano en el hombro de Raistlin con ademán amable—. Si quieres que te sea sincero, te diré que realmente me importas un bledo. Si voy montado es porque tengo una razón para hacerlo, y eso lo verás por la mañana. Podrías serme de cierta ayuda, pero si prefieres ir a pie…

Other books

Ramage's Devil by Dudley Pope
Murder.com by David Deutsch
Every Night I Dream of Hell by Mackay, Malcolm
An Island Christmas by Nancy Thayer
Lady Pirate by Lynsay Sands
Time and Space by Pandora Pine