El gesto de la camarera se tornó furibundo.
—¡Ragis! —llamó ominosamente.
Un hombretón que estaba detrás del mostrador llenando larras de cerveza miró en su dirección.
—Pero —se apresuró a añadir Cambalache— me he fiado en que ese fuego está casi apagado. —Gesticuló hacia la gran chimenea en la que un tronco chamuscado chisporroteaba débilmente.
—¿Y qué? Nadie tiene tiempo para cortar leña —replicó la camarera en tono desafiante—. ¿Encima quieres hacerte el gracioso protestando, basura? ¡Ragis os hará astillas y os utilizará de leña como no paguéis lo que debéis!
Cambalache le sonrió; incluso con el labio partido, tenía una sonrisa encantadora que desarmaba.
—Pagaremos con algo más valioso que el dinero.
—No hay nada que valga más que el dinero —manifestó la camarera, malhumorada, pero se notaba que estaba intrigada.
—¡Oh, sí que lo hay! Tiempo, músculos y cerebro. Verás, mi amigo —Cambalache puso la mano en el brazo de Caramon— es el mejor leñador y el más rápido de todo Ansalon. Y yo soy un experto sirviendo mesas. Por otro lado, si nos proporcionáis una cama para pasar la noche, mi otro amigo, un mago de gran renombre, tiene una especia mágica que hará de vuestras habichuelas una exquisitez gastronómica. Todo el mundo acudirá a vuestra taberna sólo para probarlas.
—¡Nuestras habichuelas no son gastronómicas! —protestó la camarera indignada—. ¡Ni siquiera le han sentado mal a nadie nunca!
—No, no. Lo que quiero decir es que con esa especia sabrán tan ricas como las que come el Señor de Palanthas. Incluso mejor. Cuando Su Gracia oiga hablar de ellas, y yo me aseguraré de decírselo, viajará hasta aquí sólo para probarlas.
—Bueno —la camarera sonrió a regañadientes—, la ver dad es que ha habido algunas protestas de los clientes. No por culpa nuestra, ojo. La cocinera le dio a la botella de vino, se cayó por la escalera de la bodega y se rompió el tobillo, con lo que Mabs y yo hemos tenido que ocuparnos de cocinar y de limpiar y de servir las mesas. No paramos, y Ragis no puede dejar el mostrador habiendo esa multitud se dienta. Observó a Caramon y su mirada se suavizó.
»Eres muy fuerte, ¿verdad? ¿Qué importan seis peniques si a cambio podemos mantener el fuego encendido o subir un nuevo barril de la bodega? De acuerdo, tú cortarás leña, y tú, hechicero —dirigió a Raistlin una mirada desdeñosa—, ¿qué tienes para ofrecer?
Raistlin soltó del cinturón uno de los saquillos, metió la mano en él y sacó un objeto bulboso y blanco que soltaba un intenso olor aromático.
—Éste es el ingrediente mágico —dijo—. Se pela, se pica muy fino y se agrega a las alubias. Te garantizo que atraerá clientela que pase por la calle.
—No nos faltan clientes, pero te aseguro que sería estupendo servir una comida que no me tirasen a la cara. —Olisqueó el blanco bulbo—. Huele muy bien. ¿Me garantizas que no envenenará a nadie?
M i hermano se ofrece voluntario para comerse el primer cuenco —contestó Raistlin, y Caramon le dirigió una mirada agradecida.
—Bueno…
E l Señor de Palanthas —comentó lentamente Cambalache, con aire soñador. Tomó la mano de la camarera, enrojecida por el trabajo, y la besó—. Jurando que las vuestras son las mejores habichuelas que ha comido en su vida.
La camarera soltó una risita y dio un suave tirón al cabello rojizo de Cambalache.
—¡El Señor de Palanthas, chúpate ésa! Tú, hechicero, ve a la cocina y añade tu especia mágica.
Se inclinó sobre la mesa de modo que mostraba una generosa porción del busto, enmarcado por el volante de la sucia blusa, y borró con el antebrazo las marcas garabateadas en el tablero.
—Y habrá un pequeño extra para ti, querida—dijo Caramon, que posó amorosamente la mano sobre la de la mujer.
—¡Anda ya! —exclamó ella al tiempo que retiraba la mano de un tirón, aunque a renglón seguido se inclinó para susurrar—: Cerramos a medianoche. —Con una mirada picara y una sacudida de la revuelta cabellera, se alejó para atender un coro de voces que pedían cerveza a gritos—. ¡Sí, sí, ya voy! ¡No os quitéis los pantalones!
—De momento —masculló entre dientes Caramon, que esbozó una sonrisa. Salió, silbando, al patio trasero de la taberna para cortar leña.
—Bien hecho, Cambalache —felicitó Raistlin mientras se ponía de pie para llevar a la cocina su «especia mágica», también conocida como ajos. Nos has ahorrado la cuenta de la cena y el alojamiento de una noche. ¡Ah!, una pregunta, ¿cómo sabías lo que llevaba en mis saquillos?
Un suave rubor tiñó las descarnadas mejillas de Cambalache, y sus ojos brillaron con picardía.
—No he olvidado todo lo que mi madre me enseñó —respondió, luego de incorporarse para ir a servir las mesas.
A la mañana siguiente, los gemelos y Cambalache se sumaron a la larga fila de hombres formados en dos columnas en el patio exterior del castillo del barón. Un ancho tablero, montado sobre dos caballetes, hacía las veces de mesa. Sobre el tablero se había clavado una hoja de pergamino para evitar que la fuerte brisa terral la volara. Cuando los oficiales llegasen, anotarían los nombres de los solicitantes y enviarían a los hombres al campamento de entrenamiento.
Allí, se les daría de comer y se les proporcionaría alojamiento durante una semana a cargo del barón, y se los sometería a un riguroso entrenamiento a fin de probar su fuerza, su agilidad y su capacidad para obedecer órdenes. Los que no pasaran esa prueba serían descartados a lo largo de la semana y se los despediría con una pequeña suma de dinero para compensarlos por la molestia. A aquellos que superaran esos primeros siete días se les daría la paga de una semana. Los que continuaran al cabo de un mes, serían aceptados en el ejército. De cada cien hombres que inscribirían sus nombres en la lista, ochenta continuarían allí después de la primera semana, y sólo quedarían cincuenta para cuando el ejército estuviese listo para marchar.
Los reclutas habían empezado a ocupar la fila al amanecer. El día prometía ser caluroso, considerando que era primavera. A lo lejos, en el horizonte, se estaban formando cúmulos de nubes; llovería a la tarde. Los aspirantes de la fila empezaron a sudar antes de que la mañana hubiese llegado a la mitad.
Los gemelos llegaron pronto. Caramon estaba tan ansioso que habría salido antes del alba de no ser porque Raistlin, que preveía un largo día por delante, le persuadió para esperar, al menos, hasta que saliera el sol. Al final, Caramon no había pasado la noche con la camarera, con gran decepción de la mujer. Por el contrario, el guerrero se había dedicado a bruñir su equipo, y por la mañana, enfundado en su nueva armadura, eclipsaba el brillo del sol. Estaba demasiado nervioso para ingerir más de un desayuno, y no dejó de tamborilear los dedos en la mesa, toquetear su espada y preguntar cada cinco minutos si no llegarían tarde. Finalmente Raistlin dijo que podían marcharse, y sólo porque, según sus palabras, Caramon estaba consiguiendo desquiciarlo.
Cambalache estaba casi tan impaciente como el guerrero. Raistlin dudaba que el barón aceptara en su ejército al delgado joven de aspecto infantil, y temía que el muchacho iba a llevarse una gran decepción. Empero, el joven tenía un natural tan vivaz que Raistlin supuso que el abatimiento no le duraría mucho.
El tabernero lamentó verlos partir, en especial a Raistlin. El ajo en las habichuelas había tenido un resultado realmente mágico, ya que la clientela aumentó, atraída por el olor que llegaba hasta la calle. El tabernero había intentado convencer al mago para que se quedara en calidad de cocinero; aunque halagado, Raistlin rehusó cortésmente. La camarera besó a Caramon, Cambalache besó a la camarera, y los tres se encaminaron hacia el punto de reunión de la leva.
Ocuparon su puesto en la fila, bajo el brillante sol; había unos veinticinco hombres por delante de ellos. Esperaron cerca de una hora, durante la cual algunos de los que estaban en la fila empezaron a charlar con los que estaban delante o detrás. Caramon y Cambalache se pusieron a hablar con el hombre que les seguía en la fila.
El hombre que se encontraba delante de Raistlin le echó un vistazo, como si deseara iniciar una conversación. El mago fingió no advertirlo; estaba notando ya el polvo de la calzada cosquilleándole en la garganta, y temía sufrir un ataque de tos. Se imaginó siendo expulsado de la fila, cubierto de ignominia. Eludió la amistosa mirada del hombre examinando las fortificaciones del barón con tanto interés como si tuviese intención de ponerles sitio.
Un sargento, un tipo con aires de gallito que tenía las piernas arqueadas y al que le faltaba un ojo, llegó escoltado por cinco soldados veteranos. El sargento echó un vistazo al centenar, más o menos, de hombres que había ya en la fila.
A juzgar por el modo en que estrechó el ojo y la sorna con que sacudió la cabeza, no le impresionó lo que veía. Les dijo algo a sus compañeros que provocó en ellos un estallido de carcajadas. Los que aguardaban en la fila se sumieron en un repentino e incómodo silencio. El primero de la fila se puso pálido y pareció encogerse como si quisiera desaparecer.
El sargento ocupó su sitio detrás de la mesa, con los soldados de pie tras él, cruzados de brazos y una sonrisa —más bien una mueca— de oreja a oreja. El único ojo del sargento era como una barrena que taladraba al primer hombre de la fila y pasaba al segundo, y así sucesivamente hasta dar la impresión de que podía ver a través de todos los reclutas hasta el último.
—Escribe tu nombre. Si no sabes escribir, firma con una «X», y luego ocupa tu lugar ahí, a mi izquierda.
El hombre, vestido con un blusón de granjero y estrujando un informe sombrero de fieltro en las manos, se acercó arrastrando los pies. Sumisamente, marcó una «X» y se dirigió al lugar que le habían indicado.
—Aquí, pitas, pitas, pitas —empezó a llamar uno de los veteranos.
Su broma fue acogida con risas apreciativas por sus compañeros. El granjero se encogió y agachó la cabeza, sin duda deseando que se abriera el Abismo y se lo tragara.
El siguiente en la fila vaciló un instante antes de acercarse, como si se estuviese debatiendo entre dar un paso al frente o salir pitando de allí a toda carrera. Se armó de valor, sin embargo, y se adelantó.
—Escribe tu nombre —ordenó el sargento, cuyo tono de voz sonaba ya aburrido—. Si no sabes escribir, pon una «X», y ocupa tu puesto en la fila.
La letanía continuó, el sargento repitiendo lo mismo en el mismo tono a cada hombre, los compañeros del sargento haciendo comentarios acerca de cada recluta, y los hombres ocupando su puesto en la fila con la cara y las orejas ardiendo. La mayoría aceptó la situación dócilmente, pero el joven que iba delante de Raistlin se enfureció. Arrojó bruscamente la pluma sobre la mesa, asestó una mirada feroz a los veteranos y dio un paso amenazador hacia ellos, prietos los puños.
—Tranquilo, hijo —aconsejó fríamente el sargento—. Golpear a un superior está penalizado con la muerte. Ocupa tu lugar en la fila.
El joven, que iba vestido mejor que la mayoría y que era uno de los pocos que había escrito su nombre, dirigió otra mirada encorajinada a los veteranos, que respondieron con una sonrisita. Levantó la cabeza en ademán orgulloso y se encaminó hacia la segunda fila para ocupar su lugar.
—Un espíritu combativo —oyó Raistlin que decía uno de los veteranos mientras se aproximaba—. Será un buen soldado.
—No sabe controlar el genio —comentó otro—. Se habrá marchado antes de una semana.
—¿Te apuestas algo?
—Hecho.
Los dos se estrecharon la mano.
Le llegó el turno a Raistlin. Para el mago era obvio que la finalidad de todo aquello no era sólo enrolar nuevos reclutas, sino humillarlos, intimidarlos. Había leído acerca de los métodos de entrenamiento, y estaba enterado de que los comandantes utilizaban tales procedimientos para machacar a un hombre y reducirlo a nada para que así los oficiales pudieran reconstruirlo con los pedazos y hacer de él un soldado que obedeciera sin pensar y que tuviese confianza en sí mismo y en sus compañeros.
«Todo eso está muy bien con el soldado de infantería común —pensó, desdeñoso, Raistlin—. Pero será diferente conmigo.»
Resultó que el sargento había agachado la cabeza para buscar el nombre del temperamental recluta, pensando en participar en la apuesta. Estaba mirando el papel con su único ojo e intentaba leerlo al revés cuando tanto el nombre como la hoja quedaron ocultos bajo una amplia manga roja y una mano y parte de un brazo que brillaban con un matiz dorado.
Los soldados situados detrás del sargento intercambiaron un murmullo mientras se daban con el codo unos a otros. El sargento alzó bruscamente la cabeza. El único ojo del hombre enfocó a Raistlin, que preguntó cortésmente:
—¿Dónde firmo yo, señor? Vengo para alistarme como mago guerrero.
—Caramba, caramba —dijo el sargento, estrechando el ojo para resguardarlo del resplandor del sol—, esto sí que es una novedad. No hemos tenido uno de tu clase con tanto encanto embrujador desde hace mucho. —Se echó a reír y añadió con sorna—: Encanto embrujador, ¿entiendes? Es un chiste.
—¿Dónde firmo, señor? —inquirió de nuevo Raistlin. El polvo y el calor eran asfixiantes; notaba que la garganta se le estaba contrayendo y temía tener un acceso de tos en ese momento, delante de aquellos sarcásticos veteranos. Se caló más la capucha para mantener el rostro y los ojos ocultos. No quería dar a esos hombres más material para sus chanzas de lo estrictamente necesario. De hecho, ya les parecía suficientemente divertido.
—¿De dónde has sacado esa piel dorada, chico? —preguntó uno de los veteranos—. A lo mejor tu mamá era una serpiente, ¿eh?
—Más bien una lagarta —abundó otro, y se echaron a reír—. Lagartijo, ése es su nombre, sargento. Escríbelo por él.
—Será un recluta barato de mantener —añadió el primero—. ¡Sólo come moscas!
—Apuesto a que tiene una lengua larga y roja para atraparlas. Saca la lengua y enséñanosla, Lagartijo.
Raistlin sentía que la tos iba a hacer presa de él.
—¿Dónde firmo? —demandó, con voz estrangulada.
El sargento miró hacia arriba y captó fugazmente un atisbo de los extraños ojos con las pupilas en forma de reloj de arena.
—Ve a decírselo a Horkin —ordenó a uno de los soldados que estaban detrás.
—¿Dónde está?
—Donde siempre.
El veterano asintió y partió a cumplir el encargo.