Raistlin sonrió para sus adentros. El Bastón de Mago conocía a su legítimo dueño y no permitiría que otro lo tocara. En más de una ocasión, Raistlin había escuchado el seco chisporroteo de la magia del cayado, seguido al instante de chillidos y gritos (en su mayoría de kenders) y había visto al malhechor que había intentado tocarlo o llevárselo retirar la mano quemada. El joven no hizo nada para impedir que Horkin agarrara el cayado, no le advirtió.
Horkin asió el Bastón de Mago y pasó la mano arriba y abajo sobre la suave madera mientras asentía aprobadoramente. Acercó el cristal para verlo bien y lo examinó con un ojo cerrado, atisbando a través de él. Después sostuvo el bastón con las dos manos e hizo unos cuantos pases con él, arremetiendo con un golpe seco que se frenó justo a tiempo de no romperle las costillas a Raistlin. Horkin le devolvió el cayado.
—Bien equilibrado. Un arma estupenda.
—Este es el Bastón de Mago —manifestó indignado el joven, que asió el cayado con ademán protector.
—Vaya, conque el Bastón de Mago, ¿eh? —Horkin sonrió. Tenía una sonrisa maliciosa; la mandíbula inferior se adelantaba, con el resultado de que los caninos inferiores asomaban sobre el labio superior. Se acercó a Raistlin para susurrar—: Te diré una cosa, Túnica Roja. Se pueden encontrar una docena de cayados como éste y comprar uno por dos piezas de acero en cualquier tienda de magia de Palanthas.
»Sin embargo —continuó, encogiéndose de hombros—, hay una pizca de magia en esta cosa. Noté su hormigueo en la mano. Supongo que no tienes ni idea de lo que el bastón puede hacer, ¿verdad, Túnica Roja?
Raistlin estaba demasiado consternado para hablar. ¿Por dos piezas de acero en Palanthas? ¿La magia —la poderosa magia, la compensación recibida por su cuerpo destrozado— rebajada a una «pizca» que «hormigueaba»? Cierto, todavía • ignoraba toda la capacidad mágica del bastón, pero aun así…
—Imaginaba que no —dijo Horkin.
Tras darle la espalda se encaminó hacia una mesa de piedra y acomodó su corpachón en una banqueta, que parecía incapaz de soportar su peso. Puso un rechoncho dedo sobre la página de un tomo encuadernado en piel que estaba abierto sobre la mesa.
—Bueno, supongo que ya no tiene remedio. Tendré que volver a empezar. —Horkin señaló con un ademán la redoma hecha añicos en el suelo y su contenido derramado—. Limpia eso, Túnica Roja. Tienes un cubo y una fregona en el rincón.
La ira contenida de Raistlin estalló.
—¡No lo haré! —gritó al tiempo que golpeaba el suelo con la punta del bastón para dar énfasis a su cólera—. No pienso limpiar vuestra porquería. No voy a subordinarme a alguien que está por debajo de mí. ¡Yo pasé la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería! ¡Yo arriesgué la vida por la magia! No tuve miedo…
—¿Miedo? —Horkin cortó el torrente de palabras del joven. Alzó la vista del tomo, su expresión entre adusta y regocijada—. Veremos quién tiene miedo, por Luni.
—En mi presencia —manifestó fríamente Raistlin, en absoluto intimidado—, os referiréis a la diosa Lunitari con el respeto debido.
Horkin podía moverse muy rápido considerando sus hechuras. En un visto y no visto se levantó de la banqueta y se plantó frente a Raistlin como un diablillo surgido repentinamente del Abismo.
—Escúchame bien, Túnica Roja —dijo mientras golpeaba con el índice el pecho de Raistlin—. Para empezar, no me des órdenes. Soy yo quien te las da a ti,, y espero que las obedezcas. En segundo lugar, te dirigirás a mí como maestro Horkin o señor o maestro. Y por último, yo puedo referirme a la diosa como me salga de las narices. Si la llamo Luni es porque estoy en mi derecho de llamarla así. Son muchas las noches que hemos pasado juntos sentados bajo las estrellas, compartiendo una botella. Llevo su símbolo sobre mi corazón.
Movió el dedo del pecho de Raistlin al suyo para señalar una insignia con el emblema de Lunitari bordado en la parte izquierda del torso y en el que Raistlin no había reparado.
—Y llevo su símbolo colgado del cuello —añadió. Sacó un colgante de plata de debajo de la túnica y lo sostuvo en alto para que Raistlin lo viese, acercándoselo a la cara tanto que el joven se vio obligado a retroceder para evitar que se lo estampara en la nariz.
—La querida Luni me dio esto con sus propias manos. La he visto, he hablado con ella. —Horkin se acercó más a Raistlin, casi pisándole los dedos de los pies, y le asestó una mirada iracunda que pareció atravesarlo.
—Yo no porto su símbolo —adujo Raistlin, aguantando firme, negándose a retroceder un centímetro más—, pero llevo su color que, como tan astutamente habéis advertido, es rojo. Y también me ha hablado a mí.
Un silencio tan cargado como un relámpago cayó sobre ellos. El joven examinó con atención el símbolo de Lunitari. Hecho de sólida plata, era un objeto muy, muy antiguo, exquisitamente trabajado, que brillaba con un poder latente. Casi podía creer que procedía de Lunitari.
Por su parte, Horkin estudió a Raistlin, y tal vez el mago mayor estaba pensando casi lo mismo que el joven.
—¿Que Lunitari te ha hablado? —preguntó luego; alzó el dedo con el que había golpeado el pecho de Raistlin y apuntó hacia arriba—. ¿Lo juras?
—Sí—respondió sosegadamente Raistlin—. Lo juro por la luna roja.
Horkin gruñó y acercó más su cara a la del joven.
—¿Sí, qué, soldado? —espetó.
Raistlin vaciló. No le gustaba ese hombre, que era tosco e inculto, que probablemente no poseía ni la décima parte de magia que él y que, sin embargo, lo obligaba a tratarlo como a su superior. Ese hombre lo había menospreciado, lo había insultado. Faltó el canto de un penique kender para que Raistlin diera media vuelta y saliera del laboratorio. Empero, en aquella última pregunta del hombre había detectado un cambio en el tono, una nota sutil, no de respeto pero sí de aceptación. Aceptación que implicaba un vínculo de hermandad; una hermandad firme, inquebrantable. Una hermandad que, si él la aceptaba a su vez, lo abrigaría y lo sostendría con una lealtad acérrima e imperecedera. La hermandad que había existido entre Magius y Huma.
—Sí…, maestro Horkin —contestó al cabo—. Señor.
—Bien. —Horkin volvió a gruñir—. Quizá pueda hacer algo positivo contigo, después de todo. Ninguno de los otros sabía siquiera de quién hablaba cuando mencionaba a Luni, la querida Luni. —Enarcó lo que deberían ser sus cejas si las hubiese tenido—. Y ahora, Túnica Roja, limpia eso —dijo, señalando la redoma rota.
Esperando en la fila con los otros reclutas nuevos bajo el calor del sol, Caramon vio partir a su hermano con gran ansiedad. En una situación así —nueva y desconocida— al guerrero lo asaltó una opresiva inquietud al verse separado de su gemelo. Se había acostumbrado a que él lo guiara, y se sentía inseguro cuando Raistlin no estaba con él. También le preocupaba la salud de su gemelo, de modo que incluso se aventuró a preguntar a uno de los oficiales si podía ir a ver si su hermano estaba bien.
—Ya que lo único que estamos haciendo es esperar en la fila—añadió el guerrero—, pensé que podría ver si Raistlin…
—¿Quieres ver también a tu mamá? —replicó el soldado.
—No, señor. —Caramon enrojeció—. Sólo que como Raistlin no es muy fuerte…
—¡Que el mago no es muy fuerte! —repitió el oficial, sorprendido—. ¿Ya qué pensaba que se estaba uniendo? ¿A la Asociación de Bordados y Molletes de las Damiselas de Palanthas?
—No quise decir que no es fuerte —intentó corregir su error Caramon, que esperaba fervientemente que su gemelo nunca se enterara de lo que había dicho—. Es muy fuerte en la magia.
La expresión del oficial se tornó sombría.
—Creo que deberías callarte —susurró Cambalache.
Caramon tomó en cuenta el excelente consejo y guardó silencio. El oficial sacudió la cabeza, masculló algo y se alejó.
Luego que todos los nuevos reclutas hubieron puesto su marca o estampado su rúbrica en la hoja de alistamiento, el sargento les ordenó que marcharan al patio interior del castillo. Arrastrando los pies y tropezando unos con otros, entraron y formaron en irregulares filas. Un oficial los puso en lo que podía pasar por posición de firmes y les enumeró una larga lista de normas del reglamento, informándolos de que la infracción de cualquiera de ellas acarrearía todo tipo de terribles consecuencias.
—Dicen que los dioses arrojaron una montaña de fuego sobre Krynn —concluyó el oficial—. ¡Bien, pues eso no es nada comparado con lo que os caerá encima a vosotros si la cagáis! Y ahora, el barón Arbolongar os dirigirá unas palabras. ¡Tres hurras por el barón!
Los reclutas vitorearon con entusiasmo. El Barón Loco tomó posición frente a ellos. Su apostura era airosa, engallada, y las altas botas, que le llegaban a los muslos, se lo habrían tragado de no ser por el enorme sombrero adornado con plumas. A despecho del calor, vestía un grueso jubón acolchado. La barba y el bigote negros acentuaban la amplia sonrisa; el largo cabello, negro y rizado, le caía sobre los hombros. Portaba una espada enorme que siempre parecía estar a punto de hacerlo tropezar o enredársele en las piernas, pero que, milagrosamente, nunca lo hacía. Con la mano posada en la desmesurada empuñadura del arma, el Barón Loco pronunció su habitual discurso de bienvenida, que tenía la ventaja de ser corto y directo al grano.
—Estáis aquí para uniros a una fuerza de élite de hombres y mujeres guerreros. Los mejores de Krynn. Me parecéis un patético grupo de ineptos, pero el instructor Quesnelle, aquí presente, hará cuanto esté en su mano para convertiros en soldados. Cumplid con vuestro deber, obedeced las órdenes y luchad con arrojo. Buena suerte a todos. ¡Y hacedme saber dónde he de enviar vuestra paga en caso de que no sobreviváis para cobrarla! ¡Ja, ja, ja! —El Barón Loco estalló en carcajadas y, sin parar de reír, se encaminó hacia el castillo.
Después de eso, a los nuevos reclutas se les dio un trozo de pan que, aunque amazacotado y duro de masticar, era sorprendentemente bueno, y un pedazo de queso. Mientras devoraba su ración, Caramon consideró que era un buen comienzo y se preguntó cuándo se serviría el resto de la comida. Su estómago y él estaban abocados a sufrir una desilusión. A los reclutas se les permitió beber toda el agua que quisieron y después el sargento los condujo a los barracones, unos edificios de piedra con amplios cuartos, los mismos por los que Raistlin había pasado. Les entregaron petates y el resto de equipamiento, incluidas botas. Todo lo que recibieron quedó anotado junto al nombre de cada uno; el importe del equipamiento sería descontado de su paga.
—Éste es vuestro nuevo hogar —anunció el sargento—. Lo será durante el próximo mes, así que lo mantendréis limpio y ordenado en todo momento. —El oficial dirigió una ojeada desdeñosa al suelo bien barrido y a la paja fresca que lo cubría—. Ahora mismo, está peor que una cochiquera —manifestó—. Pasaréis el resto de la tarde adecentándolo.
—Disculpad, señor —dijo Caramon, que alzó la mano. Creía sinceramente que el sargento había cometido un error. A lo mejor era corto de vista—. Pero la habitación está limpia, señor.
—¿A ti te parece que ese suelo está limpio, Majere? —inquirió el oficial con engañosa seriedad.
—Sí, señor—contestó Caramon.
El sargento alargó la mano, cogió un balde que hacía las veces de bacín, y vació el repugnante contenido en el suelo de piedra, empapando la paja que cubría el suelo.
—¿Sigues pensando que el suelo está limpio, Majere? —preguntó el sargento.
—No, pero…
—¿No, qué, Majere? —bramó el sargento.
—No, señor —se corrigió Caramon.
—Límpialo, Majere.
—Sí, señor —repuso Caramon, chafado. Para entonces, los otros reclutas ya estaban fregando y restregando diligentemente—. Si me decís dónde puedo coger un palo con una bayeta…
—¿Un palo con bayeta? —El sargento sacudió la cabeza—. No ensuciaría una buena bayeta con esa porquería. Conseguir una buena bayeta no resulta fácil, pero contigo es diferente, Majere. Tú eres prescindible. Ahí tienes un trapo. Ponte a cuatro patas.
—Pero, señor… —Caramon hizo un gesto de asco. La peste era nauseabunda.
—¡Hazlo, Majere! —gritó el sargento.
Tratando de contener la respiración para evitar el hedor, Caramon cogió el trapo y se puso de rodillas. Siguió aguantando la respiración hasta que empezó a ver puntitos luminosos, y entonces inhaló lo más deprisa posible. Un instante después, echaba mano del balde para vomitar en él todo lo que tenía en el estómago.
De repente el suelo se inundó con un montón de agua que atenuó eficazmente la horrible peste, arrastró gran parte de la porquería y salpicó las botas del sargento.
—Lo siento, señor —se disculpó Cambalache con aire contrito.
—Dejad que os seque las botas, señor —dijo solícitamente Caramon, que se apresuró a pasar el trapo por las punteras húmedas.
El sargento les asestó una mirada iracunda, pero en sus ojos se advertía un atisbo de risa y también de aprobación. Giró sobre sus talones y se encaró con los demás reclutas, que se habían quedado parados, observando la escena.
—¿Qué demonios miráis? —gritó—. ¡A trabajar, lamentable puñado de escoria! ¡Quiero que se puedan comer sopas en este suelo, y lo quiero limpio antes de que el sol se ponga!
Los reclutas reanudaron sus tareas a todo correr. El sargento salió de los barracones, con el rostro tenso por el esfuerzo de reprimir la sonrisa. Había que mantener la disciplina.
Los reclutas retiraron la paja limpia, barrieron el suelo con escobas hechas con tallos de espadaña, echaron baldes de agua y lo fregaron hasta que la piedra estuvo tan limpia que, como Caramon afirmó orgullosamente al regresar el sargento:
—¡Podéis veros la cara en él, señor!
El oficial no tuvo más remedio que dar su visto bueno, aunque a regañadientes.
—Al menos hasta que aprendáis a hacerlo un poco mejor —añadió.
Caramon esperaba que el sargento anunciara que era la hora de cenar, aunque fuera en el suelo; le daba lo mismo con tal de que le dieran comida y en grandes cantidades. El oficial dirigió la vista al sol poniente y después volvió los ojos, pensativo, hacia los hombres.
—Bien, puesto que habéis acabado temprano, voy a dalos una pequeña recompensa.
Caramon sonrió alegremente, esperando recibir ración extra.
—Coged los petates y sujetadlos a la espalda con correas. Coged las espadas y los escudos, poneos los petos y los yelmos y —señaló una colina en la distancia— corred hasta la cumbre.