—¡No lo creía posible! ¿Cómo conseguisteis hacerlo sin la pelambre?
—Es un simple truco de autosugestión. La escena que te he descrito antes me ocurrió realmente. Una flecha enemiga me arrancó el trozo de piel de la mano justo cuando estaba a punto de lanzar el hechizo. —Horkin extendió la diestra y mostró una cicatriz larga e irregular que le cruzaba la palma—. Estaba asustado, desesperado y fuera de mí. «No es más que un estúpido trozo de piel —me dije—. No lo necesito. ¡Por los dioses, puedo realizar el hechizo sin eso!» —Se encogió de hombros—. Y lo hice. Jamás me ha olido algo tan bien como me olió la carne socarrada de goblin ese día. Y ahora, inténtalo tú.
Raistlin oteó a través del campo e intentó engatusarse a sí mismo para creer que el trozo de piel estaba en su mano. Pronunció las palabras, trazó el símbolo.
No ocurrió nada.
—No sé cómo lo hacéis, señor —admitió, chafado—. Pero las reglas de la magia estipulan…
—¡Reglas! —Horkin resopló con desdén—. ¿La magia te controla, Túnica Roja? ¿O eres tú quien controla la magia?
Raistlin parpadeó, sobresaltado.
—Quizá te he juzgado mal, Túnica Roja —continuó Horkin, con un brillo sagaz en los ojos—, pero tenía la impresión de que ya habías roto un par de reglas con anterioridad. —Dio unos golpecitos con el dedo en la mano de Raistlin, en la dorada piel que la cubría—. Si uno no quebranta las reglas, no se le castiga, y a mí me parece que has recibido algún castigo a lo largo de tu vida. —Horkin asintió como si confirmase su suposición—. Inténtalo.
«Yo controlo la magia —se dijo Raistlin para sus adentros—. Yo controlo la magia.»
Alzó la mano. La magia emergió de las puntas de sus dedos y atravesó el campo. Un segundo poste de la cerca estalló en llamas.
—¡Eso ha sido rápido! —exclamó Raistlin, exultante.
—Sí —asintió aprobadoramente Horkin—. Nunca lo había visto ejecutar tan deprisa.
Los reclutas habían acabado la instrucción por ese día y marchaban calzada adelante entonando una canción para marcar el paso.
—Van a cenar —dijo Horkin—. Será mejor que hagamos lo mismo, o no nos quedará comida para nosotros. ¿Tienes hambre, Túnica Roja?
Con gran sorpresa por su parte, Raistlin —que por lo general era muy quisquilloso para comer— estaba tan hambriento que incluso el insípido guiso que se servía en la cocina del campamento le resultaba tentador. Los dos echaron a andar por el embarrado campo, en dirección a los barracones.
—Perdonad, señor, pero no me dijisteis qué hechizo utilizasteis para distraerme.
—Tienes razón, Túnica Roja —convino Horkin—. No lo hice.
Raistlin esperó, pero el otro mago se limitó a sonreír y no dijo nada.
—Debe de ser un hechizo muy complejo —comentó Raistlin—. La llama avanzó a lo largo de la vara y estalló cuando llegó a la punta. Nunca había visto un conjuro así. ¿Es una creación vuestra, señor?
—Podría considerarse así, Túnica Roja —contestó solemnemente Horkin, que miró de reojo al joven—..No estoy seguro de que estés preparado para esa revelación.
La risa, una risa regocijada —¡una risa de sí mismo, nada menos!— cosquilleó en la garganta de Raistlin. El joven mago se obligó a tragársela, reacio a estropear la atmósfera reinante; aún no. No podía creerlo, no lo entendía. Había sido golpeado, vapuleado, maltratado, embaucado. Estaba cubierto de barro, empapado hasta los huesos y, sin embargo, en toda su vida se había sentido tan bien.
—Creo que estoy preparado, señor —manifestó respetuosamente, y lo dijo en serio.
—Polvo pirotécnico. —Horkin golpeó las dos varas como si fuesen las baquetas de un tambor, marcando su propia cadencia—. No era un hechizo en absoluto, pero tú no lo sabías, ¿verdad, Túnica Roja? Te engañé completamente, ¿a que sí?
—Sí, señor, lo hicisteis —contestó Raistlin.
La lluvia caía sobre Sanction, sobre la ardiente lava que fluía lenta e incesantemente de los Señores de la Muerte, siseaba al entrar en contacto con la roca fundida y se convertía en vapor. El vapor ascendía cual sinuosas volutas en el aire y se agitaba suspendido sobre el suelo; una densa niebla impedía que los guardias del puente se vieran entre sí a pesar de estar a diez pasos el uno del otro.
Hoy no había prácticas de entrenamiento, ya que los hombres no habrían visto a sus oficiales ni los unos a los otros. Ariakas los había puesto a trabajar rellenando y cegando las viejas letrinas y excavando otras nuevas, una tarea en la que, cuando menos, se viera mejor. Los hombres rezongarían, pero rezongar era parte de la vida del soldado.
Ariakas estaba sentado en su tienda de mando, redactando despachos a la luz de la llama que ardía en un pabilo metido en un plato con sebo. El agua calaba por el techo de la tienda y goteaba con un ruido monótono al caer en el yelmo que Ariakas había puesto boca arriba, en el sitio donde estaba la gotera, para evitar que el agua se extendiera por el suelo de la tienda. Se preguntó por qué se habría tomado la molestia de hacerlo. Debido a la niebla, dentro de la tienda había tanta humedad como fuera. El húmedo vapor se deslizaba al interior arrastrándose sobre la armadura, sobre los postes de la tienda, sobre la silla y la mesa, y lo dejaba todo reluciente a la luz de la lamparilla.
Todo estaba húmedo, mojado y gris. Imposible calcular qué hora era; daba la impresión de que la niebla se hubiese tragado el tiempo. En el exterior se oía el sonido de pisadas cuando los hombres pasaban por allí en sus idas y venidas, maldiciendo la lluvia y la niebla y unos a otros.
Ariakas no les prestaba atención y seguía trabajando. Podría haber abandonado la calada tienda y regresar al despacho de su cálida residencia en el Templo de Luerkhisis; ahora podría estar sentado ante el escritorio, con una copa de ponche caliente. Apartó la idea de su mente. Rara vez los soldados libraban batallas en estancias cálidas y acogedoras. Luchaban bajo la lluvia, entre el barro y la niebla. Ariakas se estaba sometiendo a entrenamiento tanto como sus hombres, endureciéndose para aguantar los rigores de la vida de campaña.
—Milord. —Uno de sus asistentes llamó al poste de la tienda.
—¿Sí, qué pasa? —Ariakas no levantó la vista de lo que estaba escribiendo.
—Esa mujer ha vuelto, milord.
—¿Qué mujer? —Ariakas estaba irritado por la interrupción. Sus órdenes habían sido claras, precisas y detalladas. No podía permitirse el lujo de cometer errores. No en esta misión.
—La mujer guerrera, milord —respondió el asistente—. Pide veros.
—¡Kitiara! —Ariakas alzó la vista y soltó la pluma. Su trabajo no quedó olvidado, pero podía esperar.
Kitiara. No se le había ido de la cabeza desde que partiera hacía un par de semanas. Se alegraba, bien que no lo sorprendía realmente, de que regresara viva, a pesar de que los otros cuatro mensajeros que había enviado con la misma misión o habían muerto o habían desertado. Kitiara era distinta, fuera de lo normal. Irradiaba una especie de halo de criatura predestinada, o eso le parecía a él. En consecuencia, se sintió satisfecho al comprobar que no se había equivocado.
Había fracasado en la misión, por descontado. No podía esperarse otro desenlace. La tarea en la que la había embarcado era imposible de coronar con éxito. Si accedió a enviarla, fue meramente para seguirle la corriente a su soberana. Tal vez ahora Takhisis quisiera atender a sus razones. Ariakas estaba deseoso de escuchar las disculpas de Kit; le parecía impresionante que la mujer tuviese el coraje de regresar.
—Hazla entrar de inmediato —ordenó.
—Sí, milord. Viene acompañada por un hechicero humano vestido con ropajes rojos, milord —agregó el asistente.
—¿Qué viene con quién? —Ariakas estaba desconcertado. ¿Qué haría Kitiara en compañía de un Túnica Roja? ¿Y cómo osaba llevarlo al campamento? ¿Quién sería? ¿Tal vez ese hermanastro suyo? Después de que la mujer hubiese partido, Ariakas había hablado con Balif sobre Kitiara. El general sabía ahora que Kit tenía dos hermanastros que eran gemelos, uno de ellos un bobalicón y el otro, un aprendiz de hechicero.
—E l tipo tiene una pinta rara, milord —comentó el asistente, bajando la voz—. Rojo de la cabeza a los pies. Y hay algo peligroso en él, se nota. Los guardias no lo habrían dejado entrar en el campamento. De hecho, lo habrían atravesado con las espadas nada más verlo, pero la mujer lo protegió e insistió en que actuaba siguiendo vuestras órdenes.
Rojo… De la cabeza a los pies…
—¡Por nuestra soberana! —exclamó Ariakas al tiempo que se incorporaba de un brinco, como si hubiese recibido un golpe cuando la verdad se abrió paso en su mente—. ¡Tráelos a mi presencia de inmediato!
—¿A los dos, milord?
—¡A los dos! ¡Ahora mismo!
El asistente se marchó.
Pasó un tiempo; al parecer, los guardias debían de haber retenido en el puente a Kitiara y a su acompañante. Al cabo, Kit entró en la tienda, agachándose para pasar bajo la solapa. Le sonrió; era una sonrisa más marcada en una de las comisuras que en la otra, un gesto que dejó a la vista fugazmente sus blancos dientes sólo en ese lado. Una sonrisa ambigua, como Ariakas había advertido la primera vez que vio a la mujer. Una sonrisa burlona, como si se riera del destino y le retara a que le pusiera en su camino las mayores dificultades. Los oscuros ojos de la mujer se encontraron con los suyos. Aquella simple mirada le informó de su triunfo.
—General Ariakas —le saludó—. Traigo a lord Immolatus, como se me ordenó.
—Bien hecho, Uth Matar —repuso Ariakas—. O, mejor dicho, jefe de tropa Uth Matar.
—Gracias, señor. —Kitiara sonrió de nuevo.
—¿Dónde está?
—Fuera, señor. El dragón espera a ser presentado convenientemente.
Puso los ojos en blanco y enarcó una ceja. Ariakas pilló la indirecta. Kit se volvió hacia la solapa de entrada de la tienda e hizo una inclinación.
—General Ariakas, tengo el honor de presentaros a Su Eminencia, Immolatus.
Ariakas clavó la vista en la entrada con cierta impaciencia.
—¡Su Eminencia! —resopló—. ¿A qué está esperando?
—¡Señor! —susurró Kitiara en tono urgente—, sugiero con todo respeto que hagáis una inclinación cuando entre. Es lo que él espera.
—Yo sólo agacho la cabeza ante mi reina. —Ariakas frunció el entrecejo y se cruzó de brazos.
—Señor —respondió la mujer guerrera en un susurro apremiante—, ¿hasta qué punto necesitáis los servicios de este dragón?
Ariakas no deseaba en absoluto los servicios del reptil. Personalmente, se las habría arreglado muy bien sin ellos. Era la reina Takhisis quien había decidido que necesitaba al dragón. El general, emitiendo un sordo gruñido, hizo una mínima inclinación.
Un humano, vestido con larga túnica de color rojo llameante, entró en la tienda. Todo él era rojo. Su cabello semejaba fuego, su piel tenía un matiz anaranjado y sus ojos relucían como ascuas. Sus rasgos —la nariz, la barbilla— eran alargados, afilados, puntiagudos. También sus dientes lo eran, y tan prominentes que causaba incomodidad mirarlos. Caminaba con pasos lentos y majestuosos. Sus ojos rojos reparaban en todo y reflejaban aburrimiento ante lo que veía. Dirigió a Ariakas una mirada desdeñosa.
—Siéntate —dijo Immolatus.
Ariakas no estaba acostumbrado a recibir órdenes en su propia tienda de mando y a poco se atraganta con la ira que amenazaba estallar de un momento a otro. La mano de Kitiara, fría y firme, se cerró sobre su muñeca y ejerció una suave presión. Incluso en ese momento crítico, su tacto lo excitó. Las gotitas de lluvia brillaban en su cabello oscuro, la camisa mojada se pegaba a su cuerpo de un modo tentador, el coselete de cuero brillaba, marcándole las formas.
«Después», se dijo Ariakas, y, recordando con el tacto de Kitiara a la otra mujer que había en su vida —Su Oscura Majestad—, tomó asiento en la silla. Sin embargo, lo hizo despacio, con deliberada lentitud, dando a entender así que lo hacía por su propia voluntad, no porque estuviese obedeciendo a Immolatus.
—¿Queréis sentaros, milord? —preguntó el general.
El dragón permaneció de pie, lo que le permitía mirar desde esa ventajosa posición a aquellos seres inferiores.
—Vosotros, los humanos, tenéis muchos lores, duques y barones, príncipes y reyes, pero ¿qué sois con vuestras cortas vidas, comparados conmigo? Nada. Menos que nada. Gusanos. Soy eminentemente superior y, por lo tanto, dirígete a mí con el título de Eminencia.
Ariakas apretó los puños. Estaba imaginando cómo apretaba los dedos alrededor del cuello de Su Eminencia.
—Que mi soberana me dé paciencia —masculló entre dientes, y se las ingenió para esbozar una sonrisa tirante—. Por supuesto, Eminencia. —Se estaba preguntando cómo explicaría la presencia del dragón a sus hombres. Sin duda los rumores ya estarían aleteando de hoguera en hoguera como negras alas.
—Y ahora —manifestó Immolatus, enlazando las manos—, vas a explicarme ese plan tuyo.
—Si me disculpáis —intervino Kitiara, dispuesta a marcharse.
—N o, jefe de tropa Uth Matar —la detuvo Ariakas, que agarró del antebrazo—. Tú te quedas.
La mujer le sonrió con aquella sonrisa ambigua que le encendía la sangre y despertaba un doloroso ardor en su entrepierna.
—También estás involucrada en esta misión, Uth Matar —prosiguió, al tiempo que la soltaba a regañadientes—. Cierra la solapa de la tienda y dile a los guardias que formen un perímetro alrededor y que no permitan pasar a nadie. —Dirigió una mirada seria a Kit y al dragón—. Lo que voy a revelar no saldrá de aquí o vuestras vidas correrán peligro.
—¿Mi vida? —Immolatus parecía divertido—. ¿Perderla por un secreto humano? ¡Me gustaría que lo intentaras!
—El secreto no es mío —dijo Ariakas—, sino de Su Majestad, la reina Takhisis. Será Su Majestad quien os pedirá cuentas si permitís que el secreto se sepa.
A Immolatus aquello no le pareció ya tan divertido. Su labio inferior se curvó en un ademán desdeñoso, pero no dijo nada más y, de hecho, se dignó tomar asiento en una silla. El dragón se acodó en la mesa del general, tirando antes un ordenado montón de despachos al suelo, y empezó a tamborilear los largos y afilados dedos sobre el tablero, como expresando un inmenso aburrimiento.
Kitiara llevó a cabo las órdenes recibidas. Ariakas podía oírla despedir a los guardias de la puerta y ordenarlos que formaran un círculo alrededor de la tienda, a unos treinta pasos de distancia.